La Reina Isabel cantaba rancheras (4 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Al entrar por primera vez a los buques, la Malanoche se había hecho la impresión de estar ingresando a un recinto penal. Estas especies de guetos o ciudadelas fortificadas en donde se apiñaba el solteraje, se conformaban de varios pasajes independientes entre sí, cada uno de ellos con su respectivo nombre. (En María Elena estos reductos llevaban los nombres de los viejos vapores que transportaban el salitre hacia Europa y de ahí había nacido el apelativo de “buques”, generalizado luego al resto de las oficinas). Cada uno de estos pasajes o buques constaba de un centenar de piezas o camarotes alineados en dos largas corridas, separadas por un patio ancho y enmurallado. En el centro de cada patio se alzaban los baños comunes, con escusados, duchas y lavandines de ropas, todo en un mismo recinto.

Cada una de estas fortificaciones tenía, además, su puerta de acceso custodiada por un vigilante o llavero (casi siempre un obrero viejo o lisiado por accidente de trabajo). Éste se encargaba de no dejar ingresar a gente extraña al recinto, requisar toda clase de bebidas alcohólicas y en los días de pago comprobar que el
carné rosado
de las mujeres que venían a ocuparse de afuera estuviese al día. Ellos eran el último control a que se sometían las prostitutas.

La Malanoche, que venía sólo de entrada y salida, después de poner fin a una jornada que para ella no podía haber sido mejor (pese a la competencia, en sólo una sesión de tres horas había atendido a catorce clientes, más de lo que en el puerto lograba hacer patinando una semana completa), determinó quedarse a ejercer en la pampa para siempre. Aparte del hecho de sentirse solicitada y de haber ganado más plata que nunca, dos circunstancias fortuitas acaecidas ese mismo día habían terminado por decidirla.

La primera fue hacerse amiga de la Flor Grande. No obstante la eterna rivalidad entre las
residentas
y las
afuerinas,
verse las dos mujeres y hacerse amigas a primera vista había sido una sola cosa. Aquella tarde, al ingresar la Malanoche a los buques con un aparatoso bolsón a cuestas, con la primera persona que se topó fue con la Flor Grande. Ésta venía saliendo de las duchas envuelta en una toalla de medio cuerpo, lista para comenzar la jornada. Al preguntarle la Malanoche qué debía hacer ella para conseguirse un camarote en donde trabajar por ese día, la Flor Grande le respondió, obscena y espontáneamente: “Prestarle el poto a un viejo, pues, mijita”. Y luego ambas se habían echado a reír estrepitosamente, como dos grandes compinches que se conocieran de toda la vida.

La segunda circunstancia, y la definitiva, fue enamorarse fulminantemente de un cantor de ranchos que conoció esa misma noche en el Gran Vía. Acompañada de la Flor Grande había llegado hasta el rancho a celebrar el récord personal de sus catorce polvos en un solo día de trabajo. El cantor se hallaba en una mesa del fondo entonando sus canciones entre una rueda de amigos bulliciosos. Ella no lo había tomado de apunte hasta que lo oyó cantar
Tocopilla triste.
Eufórica por las cervezas y el éxito de la jornada reciente, y emocionada con la letra de la canción, invitó al cantor a que las acompañara a la mesa y le pidió toda melosa que le repitiera el tema, pero ahora dedicado especialmente para ella: “La biengozada Malanoche”, le dijo. Y antes de que el cantor, acompañándose sólo de un tamborileo en la mesa, terminara la última estrofa de la canción, la nostálgica y muy sentimental Malanoche ya se había enamorado con cáscara y todo.

El cantor, conocido en ranchos y fondas con el seudónimo de “El California”, y que recorría las oficinas de la zona en una sempiterna gira etílico-artística, vestía impecablemente de terno y zapatos blancos y una camisa de seda a encajes, negra y brillosa como su ensortijada cabellera de gitano. No cantaba por dinero, sino por el mero gusto de cantar. Pertenecía a esa conocida especie de bohemios impenitentes que solía darse en la pampa salitrera, que por el solo hecho de cantar o inventar mentiras al vuelo (había mentirosos verdaderamente sublimes), o declamar de un solo respiro, íntegramente,
La estancia del parrón,
se daban el lujo de entrar a cualquier local sin una sola chaucha en los bolsillos, segurísimos de que no alcanzarían a tocar el mesón con la punta de sus zapatos antes de que, invariablemente, los llamaran con grande alborozo desde alguna de las mesas. Celebérrimos personajes que al final de la noche terminaban tomando más que ninguno, fumando de lo mejor e, invariablemente, como el hombre de las pepitas de oro del
Far West,
saliendo del
saloon
con la más pintada hembra disponible sonriéndole huachitamente bajo el ala.

La Malanoche fue la hembra de El California en esa noche memorable. Ambos salieron del Gran Vía eufóricos y borrachos, cantando
Tocopilla triste
a voz en cuello, por las polvorientas calles del amanecer. Pasaron tres días largos jaraneando juntos. Se emborracharon como cerezas, componían el cuerpo con ajiacos y canciones livianitas y luego volvían a emborracharse. Al amanecer del cuarto día, el cantor se levantó silbando despreocupadamente una melodía desconocida, se puso su terno blanco, se peinó largamente frente al espejo, le dio un beso en la mejilla mientras ella dormía y desapareció para siempre de su vida. “El maldito cantorcito aún me pena”, dice la Malanoche cuando, en sus borracheras sentimentales, se le pega la letra de
Tocopilla triste
como un amargo chicle al paladar y no puede sacársela en días de encima.

Y tarareando
Tocopilla triste,
la Malanoche y la Flor Grande caminaron abrazadas desde el camarote del fondo en el cual habían amanecido, hasta la caseta de los baños en mitad del patio. En los grandes lavandines de fierro enlozado introdujeron la cabeza en el agua helada para despejarse un poco de las brumas de la borrachera. Mientras sacudían sus cabelleras jugando a salpicarse infantilmente una a la otra, se pusieron de acuerdo en pasar por el camarote de la Reina Isabel, a pedirle prestado un par de sus calzones y a que la “meica de los buques”, como la llamaban a veces cariñosamente las niñas, les hiciera el favor de convidarles un alka-seltzer, para acallar el taladrante fragor de las diabladas. Sabían que la Reina Isabel, sin ser hipocondríaca, era la única entre ellas que se preocupaba de mantener un botiquín bien apertrechado. Entre las tiras de aspirinas, los parches curitas, los frasquitos de metapío, las pastillas de carbón, el colirio para los ojos, las gotas para el dolor de oídos y todo lo necesario para afrontar una emergencia, la Reina Isabel guardaba en su botiquín un poto de vela de dinamita. “Es para curar los dolores de muelas de Lucifer”, decía seriamente. El salvaje remedio lo había visto hacer en las viejas salitreras a mineros desesperados que luego de taponarse el cráter de la muela podrida con un poco de la porosa pasta del explosivo empezaban a escupirla de a pedacitos y llorando. Además, sólo ella sabía preparar esas agüitas de montes mágicos que lo mismo calmaban un dolor de estómago como limpiaban los vidrios del alma, empañados por esos melancólicos y repentinos sentimientos de culpa que solían atacar a las niñas cada cierto tiempo. Sólo ella era experta en correr ventosas y poner cataplasmas. Sus trapitos calientes para curar dolores de ovarios y de vejiga eran conocidamente milagrosos. “Lo mejor para un dolor de garganta, niñitas, es ponerse un pañuelo de estos al cuello”, solía decir levemente enigmática, mostrando sus estampadas pañoletas de seda que llevaba en la cabeza y de las que poseía una verdadera colección.

El camarote de la Reina Isabel estaba signado con el número 69. “Imposible que no me hubiera tocado a mí”, rezongaba picarescamente la matrona. Las mujeres llamaron a la puerta bulliciosamente. Como no pasaba nada, la Flor Grande insistió con las palmas de las manos abiertas y la puerta cedió con suavidad. Sin extrañarse mucho, las amigas entraron simulando enojo y reclamando con gran aspaviento que por la noche la habían pasado a buscar para invitarla a una fiestecita y que la muy rogada y muy creída Reina de Inglaterra, ni siquiera se había dignado abrir su palaciega puerta a estas dos pobres cortesanas. Y que no fuera a salir ahora con que no se encontraba en sus aposentos y que andaba en las aristocráticas tomas, porque ella, la Flor Grande en persona, la más solicitada, la más pagada y la mejor gozada de todas las putas de los buques, había recorrido todos y cada uno de los piojentos ranchos, las pringosas fondas y las picantes cantinas, que incluso se había asomado por la no muy fragante Cueva del Chivato, se había bebido todo lo que se podía beber y a la perla de su Alteza Real no le había visto ni la luz.

En ese momento, tres camarotes más allá, el Astronauta sacaba su pequeño banquito al sol y, frente a su puerta abierta de par en par, medio a medio del patio, se acomodaba para empezar a coserle los callapos del día a su cotona y a sus pantalones de trabajo. Con su esquelético torso desnudo y su corte de pelo a lo mohicano, gravemente solemne en su ademán, el Astronauta, sentado en su banquito hecho de un trozo de durmiente —el mismo sobre el cual se encaramaba por las noches para ver más de cerca las estrellas a través de su catalejo—, se llevaba el día entero cosiendo. Y esa mañana, cuando recién daba inicio a su vesánica tarea, en el momento preciso en que la aguja surcaba el aire centelleante, tras la primera puntada al primer callapo del día, su litúrgica labor fue interrumpida por el alboroto y la confusión de las dos prostitutas que salieron disparadas desde el camarote de la Reina Isabel, clamando a gritos, totalmente trastornadas:

—¡Está muerta! ¡Está muerta!

4

M
e acuerdo como si hubiese sido ayer no más, y no una punta de años atrás, cuando el mujerío del campamento fue despertado una mañana por la estridencia de una grabación musical emanando a todo volumen desde un parlante instalado en lo alto del destartalado camión de la basura. Y me acuerdo clarito porque el zafarrancho musical que desde ese día reemplazó al monótono golpeteo del fierrito, fue inaugurado con los muy mexicanísimos acordes —y los aullidos pertinentes— de
El perro negro,
la canción ranchera de moda en esos momentos en todos los boliches de la Oficina. Y, además, cómo no había de acordarme si era en la versión nada menos que del inconfundible Antonio Aguilar, uno de los dos charros mexicanos por ese entonces regalones indiscutidos de la huasada pampina (el otro, por cierto, era el eterno Miguel Aceves Mejía).

Esa mañana nosotros, el garumaje más viejo de la Oficina, los que habíamos vivido la paralización, abandono y muerte de tantas salitreras a lo largo de nuestros entierrados años de pampa, veteranos ya en esos crueles cataclismos sociales, al ver aparecer en las calles aquel desvencijado adefesio bullicioso, nos dijimos tristemente que ahora sí, caramba, que hasta aquí no más llegamos. Porque en la bullanga ensordecedora de ese cacharro musical, de ese apestoso wurlitzer de la basura, nosotros, los que teníamos más años que el palqui, reconocimos al tiro la segunda de las tres señales de mal agüero que en la pampa antigua precedieron siempre, fatalmente, al desastre.

Y es que cualquier viejo zorro de la pampa sabía perfectamente que tres eran las señales premonitorias que anunciaban, sin vuelta que darle, la paralización de una salitrera. Como los cantos de gallo de la negación de Cristo, tres eran las señales claves, paisita. La primera, y la más común, era la sorpresiva pintada del campamento —juegos infantiles incluidos— en fechas que no tenían nada que ver ni con el aniversario de Fiestas Patrias ni con la conmemoración de la Epopeya Naval de Iquique ni con las festividades de Año Nuevo. Y es que sólo en vísperas de estas efemérides era que, cada cierto tiempo —no todos los años tampoco, no se lo vayan a creer—, los señores feudales de las oficinas se acordaban de darles una manito de cal —sólo por fuera, claro— a las miserables corridas de casas. La otra, de índole un tanto más esotérica si se quiere, era la aparición de las grandes caravanas de camiones de lata guiados por niños descalzos y de rostros requemados por el sol. Un atardecer cualquiera, desde los cercanos basurales de la pampa, sudando como caballos, estas hordas de niños descachalandrados irrumpían en la Oficina condenada y, en una polvorienta e infernal bullanga de mal agüero, recorrían con estrépito las salitrosas calles del campamento. Los cansados hombres, entonces, sentados hoscamente en una piedra a la puerta de sus casas, exclamaban encorajinados:
“¡Por la pita, vieja, mira, otra vez la misma tanda!”.
Y desconsolados y enrabiados contra el mundo, prorrumpían en puteadas contra esos pergenios ranfañosos del carajo que no sabían la calamidad que anunciaban con sus cacharros. Mientras sus mujeres, de chalequinas y miradas color de humo, sin dejar de despiojarlos dulcemente, apesadumbradas también por la señal mala de los camiones de lata, se santiguaban neblinadas por sus propios suspiros de resignación. Y la tercera señal, la menos frecuente de las tres, pero que lo mismo se dio muchas veces en la vastedad de la pampa, se relacionaba siempre con el acaecimiento de algún suceso de carácter espectacular. Un acontecimiento insólito que venía a remover como una piedra en el agua la rutina averdinada y hecha nata de la salitrera en cuestión. A propósito, paisitas, a ver si nos llegan las provisiones y el agua uno de estos días, que ya va siendo hora. La poco agua que nos queda en el tonel está infectada de pirigüines. Así deben ser los ángeles, me digo a veces: leves, movedizos, transparentes, pura agua como los pirigüines: ángeles pirigüines o pirigüines ángeles. En fin, leseras que se me ocurren. Mejor nos vamos a hacer la primera ronda del día.

Como les iba diciendo, estos hechos espectaculares venían siendo algo así como el canto del cisne de las oficinas. Y podían darse, por ejemplo, como el nacimiento de un chancho con dos cabezas o el aterrizaje forzoso de un misterioso avión negro en el área grande de la cancha de fútbol (y yo les hablo de cuando ver pasar un avión por los cielos de la pampa era asunto que hacía asomarse a la calle incluso a la abuelita lisiada de la casa). O podía darse también —y se dio muchas veces— como un incendio de proporciones gigantescas, cuyos crepusculares resplandores podían divisarse desde las más lejanas oficinas circundantes. Incendios estos que, en la mayoría de los casos, arrasaban completamente —sospechosamente les voy a decir— con las dependencias del escritorio, edificio en el cual se hallaban las oficinas de Tiempo y Pago. Y cada vez que una de estas señales acontecía en alguna Oficina, los pampinos que allí laborábamos, curtidos ya por la permanente maldición del éxodo, nos decíamos unos a otros, riendo por no llorar:
“Ya, paisitas, a juntar pita y saco”.
Y desolados, una vez más, comenzábamos a juntar la pita y los sacos necesarios para retobar los monos. La payasa y las pocas pilchas, nosotros los solteros; y los hombres con familia, para embalar y enfardar sus cachivaches de casados. Muchas cosas no podían tener tampoco ellos por lo trashumante de su situación. Pues, tras cada mudanza, en medio de tanta confusión y jodienda, sus tristes zarandajos misérrimos se les iban desvencijando y desgastando aún más. (Todo su moblaje se podía resumir en una mesa grande como barco, dos bancas de tabla bruta, un par de catres de bronce, dos o tres maletas de cartón, la imagen de la Virgencita moldeada en yeso, la tinaja del agua, el cajón de té para la ropa sucia, el épico fondo de fierro enlazado, un baúl anacrónico, el chuzo para picar leña, la cola de caballo para las peinetas y la herradura o la moña de ajo para clavar detrás de la puerta). Y por la poronga del mono, paisanitos lindos, que no fallamos renunca. Pues la Oficina en cuestión, al tiempo no más de ser blanqueadas sus calaminas viejas, o de ser invadida por los niños y sus pringosos cacharros de lata, o cuando aún no se apagaban en las pupilas los resplandores apocalípticos del incendio garrafal, invariablemente apagaba su chimenea y dejaba de funcionar. Se desmantelaban sus maestranzas, se remataban sus maquinarias y se desocupaban sus casas. Entonces, ya solitarias, con el viento aullando como perro abandonado por el hueco de sus puertas y ventanas desquiciadas, convertíanse en otra de las tantas ruinas desparramadas a través del desierto. Pueblos fantasmas que a lo lejos parecen barcos perdidos y de cerca sus restos de muros y estructuras oxidadas apegadas a las grandes tortas de ripio son como caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose. Por eso estas señales llegaron a ser para nosotros tan ciertas e irrebatibles como que con agua y harina tostada se hace el ulpo. Como esas infalibles creencias de la pampa antigua que decían que ser cruzado por la sombra helada de un jote era anuncio de muerte, o que atarse los calamorros con alambre de tronadura servía puramente para llamar miseria o condenarse a vivir a perpetuidad en la pampa. Cosa que al final, claro, venía siendo lo mismo.

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