La Reina Isabel cantaba rancheras (14 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Por otro lado, en la cancha oficial, estaban las monumentales pichangas de los grandes. Esas sí que eran pichangas, paisitas. No como las pichanguitas cagonas que en el último tiempo lograban armarse a veces en la Oficina y que en verdad daban ganas de llorar. Las pichangas que yo les digo, las tumultuosas pichangas de antaño, se armaban sagradamente todos los días, inmediatamente después del lonche. En la mayoría de las oficinas las canchas estaban ubicadas en las afueras de los campamentos, en plena pampa. Eran rayadas con salitre, a carretilla y pala, y casi todas carecían de un cierre que las protegiera del feroz viento tardero. Y en estas verdaderas trifulcas deportivas, en donde a veces se llegaba a juntar una tracalada de hasta cuarenta animales por lado, jugar contra el viento del desierto, les voy a decir, lindaba sencillamente con lo heroico.

Pero era lindo ver a los jugadores arribando a la cancha desde todas las bocacalles del campamento terminando aún de comerse el pan con mortadela. Me acuerdo clarito que los
cracks,
los buenos para la pelota, llegaban vistiendo de corto, con sus impecables zapatos recién empuentados y sus aceitosas cabelleras embrillantinadas sujetas con multicolores mallas elasticadas. Llegaban haciendo preciosismos con la pelota, ejecutando elongaciones de profesionales o dando innumerables vueltas alrededor de la cancha, en un sobradar trote de pasitos cortos. En cambio, nosotros los malitos, los deportistas por puro entusiasmo, los que no la dominábamos ni con una pita, según ellos, llegábamos a la cancha de alpargatas o con los calamorros punta de fierro. La mayoría se presentaba en ropa de trabajo y luciendo en la cabeza, en vez de la colorida malla de elástico, un simple pañuelo de narices con un nudo en cada una de sus esquinas. A medida que los jugadores iban llegando, se iban amontonando en cada uno de los arcos, a ejecutar tiros libres, ensayar penales o cabecear centros. Y les voy a decir que para cabecear esos antiguos balones de fútbol, de costuras engrasadas y duros como piedra, había que ser bien machito para sus cosas. Porque si se tenía la mala suerte de cabecear esas pelotas justo en la rajadura por donde se les metía el black y se amarraba el pituto, se quedaba con la lienza dolorosamente marcada en la frente, y, según la potencia del disparo, sangrando como un Cristo recién coronado. En cuanto no más se juntaba el contingente necesario para armar la pichanga, los dos mejores
cracks
ahí presentes, elegidos tácitamente como capitanes, se congregaban en el círculo central para conformar los equipos. Con la primitiva fórmula de la piedrecita escondida en una mano, echaban en suerte para ver quién comenzaba a elegir jugadores, cuestión esta que se hacía alternativamente, uno y uno. Y les voy a decir que ser elegido en primeras aguas por uno de estos astros era motivo de orgullo y público reconocimiento frente al resto de los jugadores (era algo así como la primera seña para ser nominado a la selección local).

Cuando uno de los dos equipos quedaba en evidente desventaja en cuanto a la calidad de sus integrantes, se acudía a la fórmula de canjear lotes de dos o tres malitos por uno de los buenos (fórmula siempre humillante para nosotros los malitos, claro) y de este modo, terminada la repartija, se procedía a esa otra ceremonia —también con una piedrecita— que era elegir arco o pelota. El ganador siempre elegía lado. Había que salir jugando a favor del viento. Y es que la mayoría de las veces, en la confusión y el fragor de la pelotera descomunal, simplemente se olvidaba cambiar de lado. Todo esto porque a los pocos minutos de haber comenzado la pichanga, a medida que iban llegando nuevos jugadores y se iban integrando sin orden ni concierto a echarle para arriba o para abajo, según se les antojara, y porque, como les digo, cada tarde llegaba a juntarse una garuma de más de cuarenta por lado, la pichanga se convertía en una tole-tole en la que nadie entendía nada. Metidos en medio de esa majamama, echando los bofes corriendo detrás de la pelota, fácilmente se podía pasar la tarde entera sin poder hacer siquiera un miserable saque de costado. A uno como yo, paisitas, que no le pegaba mucho al coco, le podía llegar a salir patilla esperando recibir un pase. Muchas veces en la cantina oí a viejos lamentarse de llevar más de catorce pichangas al hilo sin tocar una sola vez la maldita pelota. Así era de grande la confusión y el bochinche que se armaba. Y como en estas verdaderas batallas campales las llegadas a los arcos podían demorarse su buen rato, los arqueros, mientras tanto, para no morirse de hastío o de melancolía, se entretenían con sus defensas armando en sus arcos sus propias pichanguitas aparte. Estas pequeñas y entretenidísimas pichangas en los arcos, satélites de la pichanga madre, eran interrumpidas sólo de tarde en tarde, cuando alguien gritaba a todo pulmón: ¡Allá vienen! Y lo que venía, paisanitos lindos, se los juro por Dios, más que un simple avance del equipo contrario, era, a contar por la polvareda y la cantidad de atacantes, o una carga de caballería cerrada o una estampida de bisontes salvajes o un estrepitoso y espectacular ataque de indios de esos que, semana a semana, sin faltar por nada del mundo, seguíamos apasionadamente en las seriales del biógrafo. Por supuesto que esas barbaries no aguantaban árbitro alguno. Las faltas las sancionaban los jugadores mismos y sólo cuando eran demasiado alevosas: cuando la víctima era prácticamente fracturada o quedaba hecha pebre en el suelo y sangrando tan visiblemente que no se podía discutir la gravedad del faul. Así que metido en esas trombas humanas les repito que había que ser bien gallo, tener bien puestos los cojones para atreverse a tocar la pelota siquiera en un puntazo de rebote.

Cuando comenzaba a oscurecer y la pelota era apenas el ánima difusa de una circunferencia yendo de un lado a otro, alguien gritaba:
¡último gol gana!,
y ahí sí que te quiero ver, dijo Quevedo, porque en ese mismo momento quedaba la pelería. El último gol se venía a hacer de cualquier manera. La sombra redonda era empujada dentro de un arco cuando en medio de la trifulca el arquero ya no se veía las manos y sólo se guiaba por los gritos, los resuellos de cansancio y el nítido entrechocar de los huesos de las canillas. Después, mientras los jugadores se dispersaban silenciosos por distintas entradas de calle hacia las luces tristes del campamento recortado contra los últimos rescoldos del crepúsculo, se podía percibir a más de una pareja trenzada a puñete limpio por una mentada de madre fuera de tiempo o un puntapié con bototo dado en la medallita un segundo después del gol.

Así eran las pichangas de aquellos tiempos, paisitas. Y algunas de ellas incluso llegaron a hacer historia en la pampa. Yo me acuerdo de una fenomenal que se armó una vez en la oficina Astoreca. Fue para una de las huelgas. Duró exactamente seis horas y treinta y dos minutos. Me acuerdo clarito porque a alguien del sindicato se le ocurrió tomar el tiempo. Los trescientos ochenta y dos trabajadores de la Oficina tomaron parte en ella, mientras el resto de la población, que llegaba a cerca de quinientas personas, animaban y hacían barra desde el borde de la cancha. Durante su desarrollo, los jugadores entraban y salían como Pedro por su casa, se tiraban desfallecientes a descansar en el círculo central o se paraban a discutir de pega en las entradas de área en un solo y gran desorden. En un momento llegaron a contarse setenta y dos viejos por lado. Hasta huasos que en su perra vida no habían pateado una pelota se metieron a la cancha aquel día llevados por el entusiasmo y la suave garuga del día invernal, que se prestaba maravillosamente para correr. Gordos, asmáticos, jorobados, cojos, suncos y tuertos participaron de la pichanga. Hasta a un viejo calichero que había perdido una pierna en un accidente, se le vio en el revoltijo tratando de darle a la pelota con una de sus muletas de palo. Algunas mujeres entraban con jarradas de ulpo a tratar de reanimar a sus maridos que caían a tierra cortados de cansancio. El resultado final fue un fragoroso cero a cero. Pero aquella pichanga se hizo famosa en la Oficina porque fue tal la tole-tole en la cancha aquella vez, que un tiznado (por asunto de mujeres, según se dijo después), en medio de la batahola le clavó un cuchillo en el corazón a un patizorro y nadie se percató de que había un muerto en la cancha, sino hasta media hora después de finalizado el partido.

Así de fanáticos éramos los pampinos para jugar a la pelota en aquellos tiempos, paisitas. Pero, como les digo, por la época en que en la Oficina comenzaron a aparecer todas estas canchas fantasmas en medio del campamento, ya nadie, de los pocos deportistas que iban quedando, se entusiasmaba en armar alguna pichanguita por las tardes. Ya no había ánimo para nada. Ni siquiera para jugar a las cabecitas en la puerta de la casa. Nos llevábamos todo el día sentados en la plaza o vagando por los alrededores del estadio contando los jotes que sobrevolaban y se posaban impávidos sobre las desiertas graderías. Las tiñosas palomas de la muerte habían acabado con todos los equipos de la Oficina. No habían respetado ni siquiera a esos legendarios viejos
cracks
que alguna vez, vistiendo la gloriosa camiseta de la selección, habían hecho morder el polvo de la derrota (y pelado las rodillas) a los más pintados equipos capitalinos ¡Qué mierda, paisitas!

13

N
o había transcurrido todavía media hora desde que se descubriera la desaparición del Astronauta, cuando ya la Ambulancia y la Chamullo habían logrado reunir una cuadrilla de búsqueda de once integrantes, siete hombres y cuatro mujeres (algunos de los hombres engrupidos por la Chamullo y otros conminados por la Ambulancia). Muy a pesar suyo, se disculpó resignada la Ambulancia, ella no podría ser de la partida porque alguien tenía que quedarse a cargo del velorio; y porque, además, la opulencia magnífica de su cuerpada, dijo mostrando en una media vuelta toda la enormidad de su talle, le impedía participar de aventuras tan movidas como aquellas.

Exceptuando a la Chamullo, las otras tres mujeres se habían unido al grupo a última hora. La Poto Malo, agria prostituta de andar amampatado, que apenas se había dejado ver por la capilla ardiente un rato después del almuerzo, y que no había participado en la toma de la iglesia, se integró a la tropa de refilón y sin saber muy bien de qué se trataba el asunto. Y ya cuando todos en la puerta de los buques se aprestaban a partir, había aparecido la Cama de Piedra en compañía de la Pan con Queso. La filibustera Cama de Piedra llegó rezongando furiosa que eran todos unos condenados hijos de mala leche. Que por qué demonios no se le había informado a ella de la búsqueda; que aunque personalmente pensaba que eran demasiadas molestias las que se estaban tomando por la suerte de un pobre chiflado como el Astronauta, de todas maneras ella, la Cama de Piedra, no podía quedar al margen de tal peripecia. Y con grandilocuentes ademanes de heroína de cómic, prosopopéyica, a punto de exclamar
¡rayos y centellas!,
comenzó a arengar al pelotón diciendo que en casos como aquellos cada minuto que se ganara era precioso como una pepita de oro; que lo mejor en esa clase de operaciones era rastrear el terreno marchando en abanico, que debían probar todos sus linternas antes de partir y que la Poto Malo tenía que ser tarada la pobrecita para pensar en ir a meterse a la pampa de taco alto y minifalda. Después exhortó que ya estaba bueno de palabrería y que había que ponerse en movimiento pero ¡ya!, antes de que se hiciera más tarde.

Los hombres que conformaban la cuadrilla eran en su mayoría viejos de la mina, y todos, además de llevar su respectiva linterna a pilas, se habían puesto sus calamorros de trabajo y la chomba más vieja que tenían; algunos se calaron la coipa de lana con que subían a la mina en los turnos de noche. Los más conocidos entre ellos eran el Tococo y el Cura, y un hombrecito despercudido de mente al que las niñas llamaban
viejo huachuchero
y que lucía una perfecta tonsura de santo y grandes orejas triangulares. Mordisqueando un palito de fósforo, el viejo reía con esa diablura de niño aficionado a las barrabasadas y llamaba
chimberas
a las prostitutas. Sus ademanes nerviosos y las arrugas de su piel cenicienta le daban un aspecto de lagartija.

Al pasar frente a las ruinas del sindicato quemado, se les ocurrió pasar a revisar el interior de los murallones. “Por si las moscas”, dijo la Chamullo. Mientras revisaban entre los escombros requemados, el Cura —que debía su apodo a su litúrgico modo de modular y mover las manos— recordó algunos pormenores del incendio (él había ayudado a combatirlo). Había ocurrido la noche de un día en que la mitad de la población de la Oficina había bajado al puerto de Antofagasta a celebrar en una gigantesca concentración el segundo aniversario del doctor Allende en la presidencia. El sindicato había quedado desguarnecido y, a la medianoche, se había declarado el incendio cuyos resplandores iluminaron todo el perímetro del campamento. Las investigaciones posteriores no aclararon nunca si el siniestro había sido por accidente o provocado intencionalmente. Uno de los hombres que trataron de salvar algunos enseres, entre ellos una gran cantidad de máquinas de coser de la Academia de Modas que operaba en la sede sindical, quedó atrapado entre las llamas y murió carbonizado. Cuando, pasada la medianoche, venía llegando la caravana de buses de Antofagasta, el sindicato ardía por sus cuatro costados.

Dentro de las derruidas paredes ennegrecidas no se halló ningún rastro del Astronauta. Los expedicionarios salieron en silencio y subieron la pequeña loma existente inmediatamente detrás de las ruinas. Al frente se alzaba el paredón de la torta de ripios de proporciones ya gigantescas, y hacia la izquierda se extendía toda la vastedad de pampa que un par de ojos humanos podía abarcar a simple vista. Al fondo de esta llanura, recortados difusamente contra la luz de una luna recién emergiendo, se alcanzaban a divisar, azulinos, los contrafuertes calameños. Si la pampa bajo el sol de mediodía es algo alucinante, de noche se vuelve fantasmal y misteriosa. Y esa transfiguración se hace sensible y evidente sobre todo en las noches de luna. Y aquella noche aventurera la luna nacía grande, grávida, magnética. Al contemplar aquella grandiosidad sobrecogedora de la pampa, iluminada por una luna sonámbula que ella nunca había advertido tan cerca ni tan sobrenatural, la Pan con Queso sintió un vago estremecimiento de pavor; simplemente se le encogió el corazón. De niña le había tenido terror a la soledad y eso que se veía delante suyo, extenso, silencioso, latente, no era ni más ni menos que el propio planeta de la soledad. Angustiada, casi a punto de soltar el llanto, dijo que quería devolverse. Los viejos se mandaron a reír; la Cama de Piedra, con un mohín despreciativo y escupiendo por el colmillo, la trató de cobarde. “Eres una cochina desertora”, le dijo. Por su parte, la Chamullo la abrazó solícita y le dijo que no se preocupara, que lo mejor era que se volviera a cooperar en el velorio. Uno de los viejos la encaminó un trecho de vuelta.

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