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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (37 page)

BOOK: La reina sin nombre
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—Entonces no crees en los compromisos…

—No. No creo en los compromisos con los hombres sin honor. Lubbo no tenía conciencia ni dignidad; Leovigildo y Enol tampoco la tienen. El único camino es combatir.

Su rostro se volvió duro. Le veía de perfil y noté cómo sus rasgos se afilaban; seguidamente Aster habló:

—Ahora tengo un heredero, si yo muero, él quedará.

Sonreí entre lágrimas recordando a Nicer, pero aquello no me consoló, pensé en mi hijo, pequeño e indefenso, si su padre moría ¿qué iba a ser de él? No quise hablar de aquello, y allí, desde lo alto del palacio de los príncipes de Albión divisé toda la ciudad, con sus callejas irregulares partiendo de la explanada frente a la fortaleza, el acantilado limitando al norte, el río y al otro lado del cauce la gran llanura que era un hervidero de enemigos.

Entonces, una gran tuba con un sonido profundo y retumbante se escuchó en el campamento de los godos, oímos gritos en la ciudad y, a lo lejos, pudimos distinguir un grupo de hombres armados que avanzaban llevando entre ellos un prisionero, cruzaron la explanada en dirección al río y a la cuidad. A una distancia prudente, en la que no podían ser alcanzados por los proyectiles y flechas procedentes de Albión, los hombres se detuvieron.

—¿Qué ocurre?

El semblante de Aster palidecía conforme el grupo de godos se iba acercando a la ciudad. Creo que sospechó desde lejos quién era el preso y cuál era el motivo de la embajada.

Con prisa se despidió de mí:

—Un nuevo mensajero sale de las filas de los godos. Debo ir.

—¿Qué querrán?

—Nada bueno.

Sin dejar de mirarle, observé cómo descendía del palacio por la escalera de piedra, cruzó la explanada donde algunos de sus hombres se acercaban ya buscándole. Después distinguí con ansiedad cómo se dirigía, cruzando las callejas de Albión, en dirección a la puerta de la ciudad. Por las calles se escuchaban gritos, y las gentes se reunían en corros hablando. La noticia corría antes que el mensajero.

—¡Los godos han cogido a Tassio! —se oía por todas partes.

Desde la muralla pude ver cómo hombres y mujeres se congregaban en dirección a la gran puerta sobre el río. La muchedumbre dejaba paso a Aster, que acompañado de Tilego y Tibón se dirigía también hacia la entrada de Albión.

Aster subió a la torre y ordenó bajar el puente. El emisario cruzó el puente y se detuvo en medio de la pasarela. De la ciudad salió gente y gran parte de la guardia.

—Esta noche varios de los albiones se han atrevido a desafiar el cerco y uno de ellos ha sido tomado prisionero. ¡Rendios a las tropas del gran Leovigildo o este hombre morirá!

—Comunica a tu jefe que la ciudad no se va a rendir, ni ahora, ni nunca. Tendrá que tomarla —dijo Aster.

—¡Moriréis todos!

El emisario volvió grupas y regresó hacia los hombres que le esperaban. La comitiva con el prisionero se alejó en dirección opuesta a la ciudad. Aster miró de lejos con tristeza el cabello oscuro de Tassio, de aquel que había sido un amigo fiel desde los tiempos de Ongar. Entonces Aster evocó la muerte de su madre y los últimos días de su padre, todo lo que había ocurrido en un tiempo pasado, marcando su infansia y juventud. Aster rechazó el recuerdo y desde la torre miró a los hombres que se congregaban bajo los torreones de entrada a Albión; los hombres y mujeres que habían pasado la peste, los que habían sufrido la esclavitud de Lubbo, los que lucharon con él en Montefurado y en Vindión. Entonces Aster habló a su gente desde lo alto de la torre:

—No rendiré la ciudad, antes morir que otra vez esclavos. ¡Gentes de Albión! ¿Queréis volver a ser dominados por los extranjeros, por los bárbaros del norte?

De entre la muchedumbre se oyó la voz de un hombre, era Abato.

—No nos rendiremos jamás.

Las gentes corearon su voz. Sólo de las filas de los nobles salió una voz opuesta, Blecan y los suyos no querían sufrir, sino rendirse al enemigo. Aster, por la escalera de piedra que conducía al torreón, comenzó a bajar para acercarse a la muchedumbre y cuando se encontraba ya cerca del suelo, oyó la voz de Blecan.

—Yo sé lo que quieren —gritó el tío de Lierka—. Algunos quizá lo oísteis hace unos días.

Las gentes callaron dominadas por la curiosidad.

—El otro día, en la embajada de Aster, el duque godo pidió sólo una cosa, quieren a la goda, a la bruja que tiene hechizado a Aster. Si la entregamos los godos se irán. Dinos, Aster, ¿es o no es así?

Hubo un murmullo en la multitud. Blecan se enfrentó a Aster. Le miró a los ojos y dijo:

—¿Es así o no?

Aster, sin dudar, serenamente y con voz firme, contestó:

—Los godos quieren a la mujer, eso es así, pero piden también la rendición de la ciudad, que les permitirá acceder al dominio sobre los suevos. Estoy convencido de que aunque les entregásemos a la mujer no respetarían la ciudad. No. No la entregaré.

—Ríndete, negocia con ellos, entrega a la mujer.

Aster se enfrentó a aquella voz, iracundo, y de nuevo repitió:

—Les daríamos a la mujer y después igualmente destruirán la ciudad. No sabes lo que dices.

—No hay salida, Aster. —Blecan habló con voz convincente, como protectora—. Acepta lo irremediable. No puedes anteponer tu interés personal al bien de Albión.

Aster iba a contestar cuando Abato intervino:

—Te equivocas, Blecan. Aquí el único que ha antepuesto sus intereses a los de la ciudad has sido tú. Tú que traicionaste a Nicer, tú que colaboraste con Lubbo, tú que huiste de la peste. Estoy seguro de que has negociado ya con los godos.

Blecan enrojeció de ira, intentó hablar pero Abato no le dejó.

—Los godos quieren la ciudad, quieren conquistar las montañas y acceder al oro, a la plata y al estaño. Seremos prisioneros primero y después esclavos. Los godos nos reducirán a la servidumbre. Nuestras mujeres serán las suyas. Seremos conducidos al sur, a trabajar como siervos en sus ciudades y en sus campos. Hay que luchar, la esperanza viene de Ongar y de las montañas.

Blecan exasperado le recriminó:

—Si hablamos de traidores, tú, Abato, serás el primero. Traicionaste las tradiciones de tus mayores uniéndote a los cristianos y después condujiste a esa secta inmunda a Nicer y por último le abandonaste. ¿Vas a hacer lo mismo con Aster?

Abato palideció, la tristeza mezclada con la cólera afloró en su rostro; después contestó, como excusándose ante el hijo de Nicer:

—Eso no fue así. No le creas, Aster. Su boca es doble, yo no traicioné a tu padre. Fue Blecan quien lo hizo. Supo que Nicer era cristiano y lo difundió en un tiempo en el que muy pocos de nosotros lo éramos. Los albiones no aceptaron la fe de tu padre, aquello minó la lealtad de muchos. Ahora utiliza a tu esposa para dividir al pueblo, porque no es capaz de luchar y teme el asedio. Nunca ha creído en las tradiciones sino cuando le han convenido.

Blecan desenvainó la espada, y con él muchos de sus compañeros; amenazadores se acercaron a Abato y le rodearon. Entonces habló Aster, su voz sonó clara y fuerte:

—Por nacimiento y por conquista soy principal entre los albiones, nada quiero oír del pasado. Nos rodean los enemigos por todas partes, debemos estar unidos y luchar.

—Entrega a la mujer —insistió Blecan—, entonces yo y los míos lucharemos contra los godos.

—Esa mujer no sólo es la esposa de Aster, nos ha salvado y curado —una voz surgió entre los hombres.

—Una curandera —dijo Blecan despectivamente—. Aster, ¿entregarás a la mujer?

—No. No lo haré.

En aquel momento, al otro lado de la muralla se escuchó el estruendo de muchos tambores. Las puertas del campamento godo se abrieron y de él salió un escuadrón de soldados y entre ellos debatiéndose se encontraba Tassio. Desde mi atalaya pude ver cómo la patrulla, con Tassio en medio, se situó en el centro de la explanada, en un lugar donde podían ser vistos por las gentes de la ciudad. Clavaron un gran poste en el suelo y ataron al cautivo. Tassio miró hacia Albión suplicando clemencia.

El vigía en la torre gritó:

—Conducen a Tassio al patíbulo.

En ese momento la discusión entre Abato y Blecan cedió.

Aster ordenó abrir las puertas de la ciudad y él mismo cruzó el puente sobre el río. Le siguieron gran cantidad de hombres que ocuparon el puente y la explanada cerca de la muralla sin cruzar el río. Del campamento godo salieron más soldados.

Presa de una gran inquietud, bajé desde la atalaya hasta la puerta de la ciudad, Ulge caminaba conmigo. Al acercarnos a la puerta oímos desde atrás todo lo que Blecan decía, yo me conmoví cuando Aster se negó a entregarme. A continuación, seguimos a la multitud que salía de la ciudad y cruzamos las puertas de la urbe.

Del campamento godo salió Leovigildo y avanzó hasta situarse cerca del lugar donde Tassio estaba atado. Con él se hallaba Enol. Sonaron las trompetas, y acercaron leña a los pies de Tassio, un grupo de arqueros le rodeó.

—Entregad a la mujer goda, de estirpe baltinga, y este hombre no morirá.

Vi a Aster temblar de cólera. Antes de que respondiese, yo me hice paso entre la muchedumbre allí congregada, hasta llegar cerca de Aster.

—La mujer baltinga soy yo. Dime, ¿matarás a ese hombre inocente por mí? —hablé.

Leovigildo me observó con sorpresa, una mirada escrutadora, que me juzgaba de arriba abajo y que posteriormente se volvió admirativa, se abrió en sus ojos. Continué avanzando delante de todos los hombres de Albión, Tibón y Tilego intentaron detenerme. Entonces se oyó la voz de Tassio que gritó con fuerza:

—¡Cuidado, Aster! No la dejes avanzar. Mehiar logró atravesar el cerco y traerá refuerzos. Ten cuidado y mira a tus espaldas.

No pudo seguir hablando, una flecha procedente de las filas godas le atravesó el pecho a la altura del corazón. Tassio miró de frente a Aster, me miró a mí; luego murió.

Lo que Tassio nos advertía era que detrás del río, algunas naves godas habían llegado a la costa y sus ocupantes se adelantaban camino de la gran puerta de la ciudad, ahora abierta. Tras el grito de Tassio los albiones avisados comenzaron a luchar. Aster me tomó del brazo y me arrastró, después me entregó a uno de sus hombres a caballo. En la explanada se produjo un gran combate. Palmo a palmo los albiones defendieron su terreno. Vi a Tilego luchar a brazo partido con uno de los capitanes godos. Leovigildo dirigía el combate desde la retaguardia. Los albiones llenos de desesperación peleaban con furia y toda la rabia contenida de semanas de asedio estimulaba su lucha. Pronto los godos debieron replegarse a su campamento.

Por la noche, el fuego provocado por las antorchas incendiarias se adueñó de la ciudad. Oíamos fuera las voces de los hombres de Leovigildo preparando algo. Amaneció, de los barcos habían descendido gran cantidad de soldados que armaron máquinas de guerra para derruir la muralla. Sentí que el fin se aproximaba. La noche era sin luna; durante las horas de oscuridad, Aster preparó la defensa de Albión.

De nuevo me buscó al alba.

—Ha llegado el fin —dijo—, si no vuelvo tras la lucha que hoy se avecina, huye con Nicer a Vindión, hacia Ongar, allí no habrá peligro.

Yo lloraba.

—Debías haberme entregado antes y Tassio quizá no hubiese muerto.

—Eso no es así —repitió con fuerza, sin arredrarse—, quieren la ciudad. ¿Qué clase de hombres seríamos si te entregásemos, a ti que has expuesto tu vida durante la peste?

Pero yo no entendía ya nada, un gran dolor me atravesó el corazón, bajé la cabeza y lloré. En mi mente se iba abriendo paso la idea de huir lejos de Albión e intentar parlamentar con los godos. Sabía que Aster se opondría, pero mi voz interior me hablaba de derrota y sufrimiento si yo seguía allí. Intenté infundirle ánimos, y después adivinar el futuro como otras veces había hecho. No vi nada.

—Sé que volverás —dije, pero en mi voz no había seguridad.

Él me estrechó y después abrazó al niño. Fuera le llamaban, le vi irse, con la espalda inclinada y los hombros encorvados, lleno de nobleza pero también de dolor. Al cruzar el umbral de la fortaleza se rehizo y le oí dictar normas claras y distribuir a los hombres tras la muralla. Se oyeron unos golpes fuertes junto a la pared este, intentaban derruir la muralla de Albión, en aquel lado de adobe y piedra y, por tanto, más débil.

La defensa de Albión se derrumbó por allí, asaltada por las tropas godas del mar, y el enemigo penetró en Albión. Así comenzó una lucha sin cuartel que fue ganando terreno palmo a palmo hacia el interior de la ciudad, acercándose a la zona central junto a la acrópolis y el antiguo templo de los sacrificios de Lubbo.

Hombres y mujeres, niños y ancianos se refugiaron en la fortaleza; mandé abrir las puertas y una muchedumbre se abalanzó hacia el interior. Las mujeres me abrazaban y las acogí sin dudar, hice que descendieran al sótano del edificio y allí se fueron hacinando. Oí los lloros de los niños y los susurros de las mujeres suspirando asustadas. En la cámara principal estaba Nicer, dormía sin darse cuenta del horror que se abatía sobre la ciudad de sus mayores.

Al fin los hombres de Aster se replegaron en torno a la acrópolis y fueron rodeados. En el lugar frente al palacio donde los guerreros jóvenes se entrenaban en la lucha, se produjo una gran batalla. Aster se defendía de varios hombres a la vez, y a su lado Tibón luchaba sin cesar. Vi a Tibón rodeado de varios godos, uno de ellos le atravesó el brazo con una adarga, después otro le clavó en el pecho una lanza. Oí a Uma gritar la muerte de su hermano. Más allá, Lesso lleno de rabia se defendía contra varios atacantes, y a su lado Fusco empuñaba la antigua espada que Aster le había regalado.

Viendo el campo perdido, Aster tocó el cuerno de caza en son de retirada. Los supervivientes entraron en el palacio y se atrincheraron. Fuera quedaba Tibón, muerto, y una veintena de cadáveres más.

Entraron en la gran sala de la fortaleza de Albión aquel resto de hombres aún fieles a Aster. Los vi congregados junto a su príncipe; estaban Lesso y Fusco, Tilego y muchos hombres de Ongar y algunos de Albión, entre ellos Abato y varios de su estirpe. Hablaban de que había habido traición y que los hombres de Blecan se habían pasado al enemigo.

—Es el fin, moriremos todos —dijo Abato.

Sin embargo, Aster aún no se había rendido, dispuso a arqueros en las troneras, y se reunió con los hombres que quedaban.

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