Enol me miró con esperanza y su rostro adquirió una expresión más serena después de haber oído mi veredicto. Hablé de nuevo pero dirigiéndome a Mássona.
—Padre, yo le perdono, si es así el rito de los cristianos, adminístrele la absolución.
Mássona habló con palabras de perdón y de reconciliación:
—No hay pecado por grave que sea que la misericordia de Dios no pueda perdonar.
Entonces, Mássona administró los sacramentos del perdón al antiguo druida. Enol quedó en paz. Su semblante cambió. Su faz se transformó en un rostro más allá del tiempo y del espacio y le vi en paz, como algunas veces en Arán cuando recogíamos hierbas en el bosque fuera de la mirada de los hombres.
En aquel tiempo, nuestro señor el rey de los godos, Atanagildo, mudó la capital del reino, de Emérita Augusta a Toledo. Desde la terraza del palacio observé el paso de las tropas que, perezosamente, cruzaron el gran puente sobre el río Anás y enfilaron el camino hacia el este. Los estandartes ondeaban al viento y el ruido de los cascos de los caballos redoblaba sobre el empedrado. Las nubes formaban vellones de lana en el cielo, como el manto de una gran oveja. De cuando en cuando, con dificultad, penetraba la luz del sol entre la espesa capa de nubes, hiriendo las armaduras y las lanzas que se alejaban. Las mesnadas de la casa baltinga partían también, con su señor Leovigildo al frente. No me pesó la partida de mi esposo, antes bien, su ida levantó la opresión que durante meses había atenazado mi pecho; pronto, los pendones de las huestes de Leovigildo se perdieron tras una colina dorada en la lejanía.
Retorné a las estancias donde descansaba el enfermo y a partir de aquel momento no me separé más de Enol. Su vida se extinguía lentamente. A menudo, el antiguo druida penetraba en la inconsciencia y entre sueños le oí hablar de Clotilde, de Amalarico, de Lubbo, de Brendan y de las tierras celtas o de la Septimania.
Le acaricié el rostro y limpié con un paño su sudor. Abrió los ojos, en ellos había una luz nueva. Me miró y dijo:
—La copa… la copa de mi pueblo. La copa del Señor… quiero verla.
Hacía tiempo que no habíamos utilizado la copa al comprobar que no producía efectos saludables en el estado del enfermo. Me levanté y la busqué. En el fondo del arcón, a un lado de la estancia brillaba de modo suave. Mostré la copa a Enol, su expresión se transformó, y su mirada reflejaba una gran dulzura. Entonces, frente al lecho de Enol, situé la copa en un tablero cubierto por un hermoso tapiz bordado en hilo de oro, para que el druida pudiese verla continuamente. Él sonrió. La contemplación de la copa le proporcionaba consuelo.
No me retiré de su lado, velando su sueño intranquilo, un sudor febril perlaba la frente de aquel que me había cuidado en mi infancia.
A media tarde, un criado anunció la presencia del obispo Mássona. El rostro de Enol se animó al oír aquel nombre, se incorporó a duras penas en la cama.
Al entrar, la fuerza del espíritu de Mássona llenó la estancia y, al observar la copa allí, el obispo se arrodilló. Miró al antiguo correligionario con afecto y comprendió enseguida la gravedad de su estado, entonces me hizo un gesto, que entendí rápidamente, y abandoné la estancia. Oí las voces de ambos al alejarme.
Mientras los dos hombres hablaban, por una poterna escondida salí del palacio y me acerqué al cauce del Anas. El río era ancho, pletórico de agua, el río más grande que nunca hubiera visto. Sus aguas me acogían en su flujo continuo hacia el mar. Pasaron las horas, el sol se dormía sobre la llanura, llenando de arrebol el cielo; refrescaba, me arrebuje bajo el manto y pensé en mi hijo. Enol no lo conocería.
Lentamente volví al lugar de donde había partido. Al entrar en la habitación, Mássona seguía allí; sobre la mesa y junto a la copa había una cruz. La copa había sido utilizada y mostraba restos de vino, junto a ella había migas de pan. Mássona recogía todo aquello y limpiaba con gran cuidado la copa. La cara de Enol era la de un hombre colmado por una gran dicha.
Cuando Mássona se hubo retirado, Enol hizo que me acercase y con palabras quebradas por la debilidad, susurró:
—Cuando yo muera —su voz se fatigaba al hablar—, llevarás el cáliz sagrado a Mássona. Quiero que lo use para celebrar el sacrificio.
No entendí a qué se refería pero afirmé con la cabeza indicándole que le obedecería. Entonces con voz profética, Enol habló:
—Sé que esta copa pertenece a los pueblos de las montañas del norte y algún día volverá a ellos, pero no te corresponde a ti realizarlo sino al hombre nuevo que unirá las razas y los pueblos…
No entendí sus palabras, que me parecieron enigmáticas. Cerró los ojos y dejó ya de hablar. Nunca más pude preguntarle a qué se refería con aquellas palabras misteriosas.
Dormí junto a él en un catre pequeño, cerca de su lecho. Aquella noche me rendí a un sueño profundo. Cuando desperté de madrugada, aún no había amanecido y Enol ya no estaba.
La luna, en su plenitud, derramaba sus rayos, que inundaban el lecho de Enol; a través de la ventana abierta penetraba el aroma de la tierra mojada. Hacía fresco, los días habían sido lluviosos y el viento movía los cortinajes. Enol tenía el rostro sereno. Sus ojos, sin vida pero aún abiertos, miraban la copa que refulgía a la luz de la luna.
Enterraron al hombre que me había cuidado desde niña en el patio central del palacio de Mérida. Conseguí un acebo y lo planté coronando su tumba. Después, cuando me encontraba sola, a menudo me dirigía a aquel lugar donde mi antiguo preceptor reposa aún su sueño sin final.
Después de su muerte me dejé llevar por la melancolía. Los días de una primavera cálida se sucedían, pero el calor no penetraba en mi espíritu, revuelto por la añoranza del pasado y el miedo al futuro. En el terrado frente al río Anas tejía las ropas para aquel que pronto iba a nacer. Lucrecia y las damas se sentaban junto a mí pero su conversación me era ajena; no me inspiraban confianza, las consideraba espías de Leovigildo.
—La ciudad ha decaído mucho desde que se ha trasladado la corte a Toledo —habló Lucrecia sin mirarme.
—Allí sí hay fiestas, la reina Goswintha se encarga de que la mesa esté bien servida. Por la noche bufones y cómicos amenizan las veladas. En Mérida ya no hay bufones desde que la corte se ha ido.
—No. No hay nada.
—Tampoco tenemos las justas y lides a las que el séquito de Atanagildo nos tenía acostumbradas.
Entonces una de las doncellas se volvió hacia mí.
—¿Sabéis cuándo regresará el noble Leovigildo?
No dije nada, porque Lucrecia se apresuró a contestar.
—Seguramente volverá cuando nazca el heredero.
Bajé la cabeza y la angustia atenazó mi corazón, sentía preocupación por el que iba a nacer. Necesitaba a alguien con quien desahogarme, me vino a la cabeza la amable figura del obispo de Mérida; entonces recordé las palabras de Enol:
«Lleva la copa a Mássona.»
Por la noche soñé con Enol y la copa; en mi sueño, mi tutor me indicaba que debía ir a ver a Mássona. Dispuse que Braulio, un hombre mayor y jefe de los siervos de la casa baltinga, que me era fiel, preparase una silla de manos. Aquél había sido uno de los últimos presentes de Leovigildo antes de partir una vez más hacia la corte de Toledo. No le gustaba que anduviese libre por la ciudad y me obligaba a que circulase escoltada. Ordenó a Lucrecia que quemase mis ropas del norte y me impuso incómodos trajes recamados en oro. Atravesé las calles de la ciudad, llevando conmigo, en un cofre, la copa de los celtas.
En el camino a la basílica, afligida, pensaba en el hijo que nacería dentro de poco tiempo. Para disipar mi angustia procuré distraerme mirando con atención las gentes de la ciudad. Envidiaba a los mendigos, a los artesanos, a las mujeres que limpiaban los quicios de sus casas. Ellos eran libres. Yo, bajo mi atuendo suntuoso, estaba presa. Mi mente iba de un lado a otro, me fijaba en una madre con su hijo pequeño en una casa humilde, a ella se acercó un hombre joven que acarició al niño.
«Será el padre de la criatura», pensé. Entonces volvió a mí la preocupación por el que pronto nacería.
Atravesamos las puertas de la ciudad y campos de trigo verde se extendieron ante mi mirada, a lo lejos viñedos y junto al río Anas, cercados de hortalizas. El camino se alejaba de la muralla. Al fin, el viaje se detuvo en una iglesia extramuros, de mediano tamaño. Bajé del carruaje y le indiqué a mis criados que esperasen fuera, después penetré en el templo, el interior era oscuro y frío. Apreté contra mi pecho el cofre con la copa sagrada para sentir fuerza. Aquello me consoló.
Por las ventanas del templo, alargadas y con arcos terminados en punta, penetraba la luz en un haz único, oblicuo. Al fondo se disponían distintas capillas en las que brillaban lámparas votivas de aceite, sujetas por cadenas de bronce. Pendiente del techo, en el centro del ábside, una cruz de hierro con un Cristo deforme era bañada por un rayo de luminosidad tibia. Tardé tiempo en acostumbrarme a la oscuridad del templo, entonces descubrí a un monje rezando.
—Quisiera ver al obispo Mássona.
—¿Sois la esposa del duque Leovigildo?
—Sí. Lo soy.
—El obispo os estaba esperando.
No entendí cómo Mássona podía conocer mi llegada. Después conjeturé que Mássona precisaba ser informado de muy pocas cosas. Todas las noticias se difundían con gran facilidad por Mérida y llegaban a la sede episcopal.
El monje me hizo descender a la cripta, allí estaban enterrados algunos mártires del tiempo de las persecuciones, y bajo el altar se hallaba la tumba de la niña mártir Eulalia. El buen monje se inclinó respetuosamente ante el sepulcro. Cruzamos varios corredores subterráneos, el ambiente era húmedo y frío. Al fin ascendimos por unas estrechas escaleras labradas en la roca madre y entramos a una vivienda. La morada de Mássona era una sencilla casa de adobe con las paredes blanqueadas, a través de la ventana abierta de par en par entraba la luz del mediodía. Fuera, una parra extendía sus hojas verdes y grandes pero aún sin fruto.
Mássona escribía bajo una ventana, con una larga pluma de ave mojada en un tintero sobre un pergamino. No pareció escuchar mi llegada. El monje se acercó a él y le tocó en el hombro. El obispo se giró y viéndome se puso de pie, mellizo una ligera reverencia con la cabeza.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó con amabilidad.
—El hombre que me cuidó de niña, a quien yo llamaba Enol, el que entre los francos y los godos era conocido como Juan de Besson, falleció hace ya una semana.
—El Dios Todopoderoso le tendrá en su gloria. Sufrió mucho pero ahora goza ya de la paz eterna.
Pensé que Enol estaría en paz, se habría unido a la naturaleza a la que tanto había amado, quizás en el rayo de luna que había bañado su rostro en el momento de la muerte; pero las palabras de Mássona no me servían de consuelo, no las entendía, me parecían muy simples y no me confortaban ante la pérdida de aquel al que había querido como un padre.
—Antes de morir, me hizo un único encargo.
Entonces me acerqué con el cofre a la mesa en la que Mássona había estado escribiendo. Él se levantó, apartó el pergamino y la tinta depositándolos sobre el pequeño taburete en el que había estado sentado. Retiré el envoltorio del cofre, lo situé en la mesa y después lo abrí. De su interior extraje con gran cuidado la maravillosa copa repujada en oro, decorada en ámbar y coral.
—El encargo fue que esta copa se guardase en esta basílica, bajo vuestra custodia… hasta que llegase su momento…
La emoción se asomó a los ojos del santo obispo de Mérida, que brillaron extasiados.
—Muchas guerras… mucho odio ha surgido por la posesión de este cáliz. Tú la entregas sin pedir nada a cambio, pero Juan de Besson me reveló tiempo atrás que algún día deberá volver al norte. Es la copa de los celtas y pertenece al pueblo del que vosotros llamáis Enol.
Me sorprendió que Mássona conociese los pensamientos de Enol, después me conmoví por su expresión agradecida.
—Para mí, nada hay importante que sea material, he perdido todo lo que quería.
Al ver que mis ojos se llenaban de lágrimas, Mássona habló en un tono consolador.
—Lo sé, hija mía.
El buen obispo conocía bien las causas de mi dolor; compadecido, apartó la tinta y el cálamo del taburete, después se sentó junto a mí. Entonces indicó al monje que saliese al patio pero que no se alejase mucho de allí pues podría necesitarle.
—Eres la hija de Clotilde… —suspiró meditativamente—, pero tus rasgos son los de Amalarico: recios y fuertes. Tienes la belleza de tu padre y su carácter decidido, pero no su orgullo. Tus ojos son transparentes como los de Clotilde.
—¿Conocisteis a mi madre?
—Sí. Yo era un niño que estudiaba con los monjes en la ciudad de Barcino. Allí conocí a Enol y a tu madre, alguna vez pude verla en las oraciones. Seguía con fe y con cara de desolación cada paso de las ceremonias. Tu madre sufrió mucho por ser fiel a su fe.
—Yo no soy cristiana —dije ásperamente.
—Creo que fuiste bautizada.
—Sí, pero contra mi voluntad. Un obispo arriano me bautizó en Astúrica Augusta para disponerme a la boda con Leovigildo. Yo me sometí al rito pero no creo en nada. Si Dios existe, hace tiempo que se ha olvidado de mí. Me ha quitado a mi verdadero esposo y a mi hijo. Ahora se ha llevado al que quería como padre.
—Hija mía, no eches la culpa de lo ocurrido a Dios. Los hombres buscan el poder y la gloria, y no se arredran ante nada…
—Pero ese Dios vuestro lo permite…
—Porque nos quiere libres.
—Me da igual —dije dolida—, yo he perdido a mi esposo y a mi hijo.
Mássona se compadeció de mi dolor pero no quiso seguir con aquella conversación que me hacía sufrir.
—Veo que esperas a otro hijo.
Entonces se redobló mi congoja, y de modo espontáneo, confiando en aquel que tan amable había sido conmigo, y que había cuidado a Enol, balbucí mi secreto.
—Sí, espero otro hijo y no sé de quién es. —Sollocé—. Mi esperanza y mi preocupación es que sea de…
Mássona me sonrió, se acercó junto a mí, que estaba doblada por el dolor y apoyada en la mesa, puso su mano sobre mi cabello y dijo:
—Lo es. Es de quien tú sospechas. Una madre no se equivoca en esto.
—Leovigildo me matará y matará al niño…