—No. No lo hará. Le conviene tener descendencia baltinga. Nunca preguntará nada.
Sus palabras me confortaron y dije:
—Buen padre, conocéis bien la naturaleza de las cosas.
Entonces Mássona profetizó:
—Será rey de los godos, pero además conquistará una corona más alta, que durará eternamente.
No entendí sus palabras, él hablaba como en trance, como si viera delante de sí el futuro; después prosiguió, en otro tono de voz:
—Y tú, hija mía, has realizado lo más difícil. Perdonar a tu tutor, al que te ha hecho mal, pero sigues desafiante ante Dios haciéndole responsable de algo que no es culpa suya. Dime, hija mía, ¿cuándo te rendirás al Único Posible, a ese Dios que te busca?
Me sorprendió que Mássona calase tan profundamente en mi interior, y que nombrase a su Dios con las mismas palabras con las que Enol lo hacía. Me sentí confundida.
—Hablas con las palabras de Enol…
—El que tú llamas Enol perteneció a mi orden y buscó siempre la verdad, pero la vida de las personas es compleja. El corazón a veces traiciona al más sabio y Juan de Besson lo era. Además la soberbia oscurece la razón. Él no supo dejarse perdonar por Dios y huyó de Él.
—Al final encontró la paz.
—Sí. Lo sé. Hija mía, ven mañana a la celebración eucarística, utilizaré este antiguo cáliz. Cuando te vea entre el pueblo me parecerá ver a tu padre y a tu madre reconciliados. Y tú verás en la copa tu destino.
—Iré —prometí.
Me parece que aún es hoy cuando en Mérida, al salir el sol, antes de que nadie se hubiese levantado en el palacio de los baltos, me encamino a la basílica de Santa Eulalia. Discretamente y evitando la mirada de las gentes, tapada por un gran manto oscuro que cubre mi cabello claro y mi estado de gravidez, cruzo las calles de la ciudad. Mássona celebra el oficio divino y en sus homilías habla de la existencia de un Dios creador, del pecado del hombre y de su caída, de la redención del género humano. Sus palabras hieren mi interior. De alguna manera mutan dentro de mí y se transforman en algo extraño, como una música suave; una armonía que consigue mitigar la ansiedad de mi alma, la angustia que me atenaza desde la caída de Albión, desde mi separación de Aster.
Después, me abstraigo en la celebración, en la basílica tapizada de ramas de mirto, suntuosamente decorada; suenan las campanas y el esplendor de los cirios deslumbra mis ojos. Me detengo fascinada, a pesar mío, y ante la vista de la majestad y del gozo sagrado que irradia el recinto cesa mi aliento. Seguidamente entran los oficiantes, revestidos de admirables ornamentos. Se llena la estancia del aroma del vino añejo que los ministros vierten en el cáliz. Al ver la antigua copa de Lubbo, refulgente y elevada al cielo, en la que se obra el mayor milagro, me estremezco. Es la copa sagrada, por la que muchos han muerto, convertida ahora en instrumento de limpieza y purificación del mundo.
En la basílica suena el solemne recitado de salmos y de sagradas plegarias. La ceremonia se celebra con devoción y a la vez con gozo solemne, el fervor del pueblo cristiano impregna el espacio. Y aunque sé que no soy una de ellos, me siento incapaz de retirarme de allí. Me inclino aún más ocultándome tras el manto. Cerca, Braulio me guarda.
Una vez que los fieles han abandonado el templo, permanezco en silencio, arrodillada y recogida, ajena a todo.
A menudo, Mássona me manda llamar y a través de los pasadizos de la cripta de Santa Eulalia puedo acceder a la morada del prelado. Me agrada siempre conversar con Mássona, quien escucha poniendo todos sus sentidos en mis dudas y preguntas. La luz de la nueva fe, gradualmente, va penetrando en mi alma, pero el nubarrón de la incertidumbre turba aún mi mente.
—Los arrianos dicen que Cristo fue un hombre excelso, casi un dios… pero que no fue Dios. Esa doctrina parece más inteligible que la de la Iglesia de Roma, que habla de un hombre que es Dios, y un Dios que es a la vez uno y son tres.
Mássona me observa con ojos chispeantes, siempre le han gustado las disquisiciones teológicas y encuentra en mí una buena interlocutora, ávida de fe y de verdad.
—Si Cristo hubiese sido un hombre más, su sacrificio sería insuficiente. Ningún hombre puede cargar con todo el mal del mundo y Cristo lo hizo. Cristo era Dios.
—Pero sólo puede haber un Dios, el Único Posible. ¿Entonces Cristo no fue un hombre?
—Sabemos que Jesús comió, se cansó, lloró por sus amigos. Tenía un cuerpo palpable. Sí, fue un hombre. Creemos en eso, otros antes que nosotros lo vieron, ellos y otros nos lo han transmitido y ha llegado a nosotros por una cadena ininterrumpida a través de los siglos. Nuestra fe nos dice que Cristo fue hombre y Dios.
—Eso no es posible, no lo entiendo.
—Es que no es plenamente inteligible, eso es el misterio.
—¿Misterio?
Mássona se agachó mirando al suelo de tierra, entonces afirmó:
—Sí. El misterio es lo que no llegamos a comprender. Hay verdades que no caben en la cabeza del ser humano. El hombre es limitado.
—Entonces, el misterio es ininteligible.
—No. Se puede comprender algo, se puede tener luz, pero el misterio no es un absurdo, y desde luego no es irracional.
La luz de un sol que aún no ha llegado a su cenit ilumina Mérida, cuando regreso a la fortaleza junto al río Anas. Camino perezosamente porque mi estado me impide andar deprisa, y me abandono a mi instinto en un afán de libertad. Nadie reconoce en mí a la esposa de Leovigildo, tapada celosamente por el manto. Más adelante me desvío por unas callejas y me aproximo al río. Varias barcazas atestadas de bultos circulan hacia el puerto fluvial, y un gran barco —posiblemente bizantino— se detiene en el atracadero. Contemplo su mole y a los marineros, los del barco hablan un lenguaje extraño, recuerdo las enseñanzas de Enol y pienso que hablan en griego. La luz es suave, rosada, y unos patos vuelan sobre el río. Después me cubre la sombra de los arcos de piedra del puente, al bordear la muralla llego al portillo que pone en comunicación el palacio de los baltos con el espacio extramuros. El pasillo que conduce al interior de la vivienda está en la penumbra iluminado por hachones de roble. Me quedo a solas en un largo corredor interno de la casa; a lo lejos se oye el agua del impluvio cayendo y la luz lejana del día. Pronto nacerá mi niño.
Apoyada en la pared, cerca de una antorcha, veo sobre mí la faz de Aster. Me mira. La amada figura se desvanece súbitamente. Un latido rítmico, continuo, bate en mis sienes, estiro las manos queriendo encontrarme con Aster pero él ya no está. Me deslizo en la pared de piedra, bajo la antorcha, y apoyo las manos en mi cara.
Cesó la visión, de pronto escuché tras de mí una respiración profunda acercándose, un frío intenso recorrió mi cuerpo. Al levantar la cabeza entre las manos percibí a un hombre mayor con el pelo canoso. Era Braulio.
—Ella no debe venceros. Ni el pasado tampoco —dijo.
Me ayudó a levantarme y me condujo a través de las galerías y los patios a mis habitaciones. En el recorrido le hablé:
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué dices que ella no debe vencerme…?
—Sois el ama. Debéis haceros cargo de los asuntos de la casa. Ahora que no está vuestro esposo debéis tomar sobre vuestros hombros el peso que os corresponde. Debéis hacerlo por vuestro hijo.
Tomé fuerzas, y pensé en mi situación actual. Desde mi llegada a Mérida había vivido solamente pendiente de Enol; Lucrecia se había hecho cargo de la casa y mangoneaba todo con un despotismo improcedente.
—¿Por qué te preocupas por mí?
—Dentro de vos está el futuro de los baltos. Yo conocí a vuestro padre Amalarico.
—Era un hombre cruel.
—Sí. Lo era, pero a pesar de ello muchos le quisimos porque era generoso con quien él quería y sabía hacerse querer.
Braulio estaba serio, recordaba el pasado. Comprendí que si mi madre había amado tanto a Amalarico, él no podía ser tan despreciable. Después Braulio continuó:
—No debéis temer de mí.
Lo miré agradecida, me parecía imposible que alguien se mostrase amable conmigo en aquel mundo urbano, tan ajeno al mundo rural y más familiar del que yo procedía.
Después no hablamos más, me acompañó hasta mis habitaciones, allí cerró la puerta y yo cansada por haber madrugado tanto me tumbé en el lecho. Un baldaquín borda do en oro me cubría con su sombra acogedora. Hacia el mediodía, oí que alguien aporreaba la puerta. Era Lucrecia.
—Se me ha dicho que habéis salido sola, al alba. A mi señor Leovigildo no le gustaría que su esposa, una dama baltinga, recorra las calles como si fuese una criada.
Miré su cara regordeta y aparentemente amable y le contesté recordando lo que Braulio me había dicho:
—Mi querida Lucrecia, yo soy el ama de esta casa y hago lo que me place cuando no está aquí mi esposo. Os recomiendo que no interfiráis en mi vida.
Su cara tomó un color aceitunado y se giró, despechada, para irse, molesta, cuando yo le seguí hablando:
—No os retiréis. Quiero las llaves del palacio y las despensas.
—Esas llaves me han sido confiadas por mi señor Leovigildo para que las custodie.
Mi voz sonó fría y cortante.
—Soy la dueña de esta casa, una princesa baltinga. Quiero esas llaves. A partir de ahora yo gobernaré esta casa. Me abriréis todos los almacenes de la casa.
—Ya conocéis los almacenes y los lugares comunes.
—Me enseñaréis la casa. Pero no las estancias comunes, sino todo. Haced llamad a Braulio.
Lucrecia, estupefacta por la petición, no fue capaz de negarse. No entendía qué podía querer yo con aquello.
—Este palacio es de los baltos desde tiempos de Teodorico. Aquí podéis encontrar lo que deseéis.
Una enfadada Lucrecia comenzó a caminar por los corredores del palacio, oscuros e iluminados por lámparas de aceite. La casa se distribuía en torno a tres grandes patios, en el primero se hallaban las habitaciones nobles, donde los magnates, que siempre habían vivido en la casa, recibían a su clientela, y a través del atrio se comunicaba con las calles de Mérida. En torno al segundo patio, se situaba la zona de la familia, allí estaban las habitaciones en las que había muerto Enol y donde habitaba Leovigildo; en el patio central de esta zona se situaba el acebo que daba cobijo a la tumba de Enol. En la última zona, muy grande y abierta a las dos anteriores, se hallaban las dependencias de los criados, las cocinas y los almacenes.
Braulio caminaba por delante seguido de Lucrecia, que, reticente, se hacía de rogar. Me di cuenta de que el buen siervo le exigía claridad y le obligaba a abrir muchas zonas que yo no conocía.
Tras recorrer numerosas estancias, penetramos en un recinto pequeño y abovedado, por sus ventanas estrechas y profundas penetraba algún rayo de luz; sobre unas mesas de madera se apilaban pergaminos. Algunos extendidos, otros enrollados y guardados en fundas. La sorpresa de Lucrecia creció cuando me vio dirigirme a los pergaminos.
Entre aquellos escritos antiguos se guardaba la Biblia Gótica de Ulfilas, que no entendí, también encontré unos evangelios, escritos de san Jerónimo y san Agustín, así como tratados de astronomía, de medicina y hermosos textos de Virgilio y de Lucano. Todo ello me interesó e indiqué que enviasen algunos de aquellos manuscritos a mis aposentos.
Dejé que pasasen unos días, poco a poco me fui haciendo con el gobierno de la casa, permitía que Lucrecia me ayudase, pero cualquier orden debía salir de mí. Poco a poco los criados me fueron obedeciendo, pero aquello me llevó algún tiempo. Comencé a ordenar las costumbres de la servidumbre y a conseguir que la casa estuviese más limpia. Braulio me aconsejaba en todo, decía que yo poseía la fuerza de la casa baltinga y la suavidad de la princesa franca.
De entre los pergaminos que había encontrado me interesaron los evangelios; me sorprendió su sencillez, eran fáciles de leer y me abrían unos horizontes espirituales desconocidos
Una mañana de sol radiante pude salir de nuevo del palacio de Mérida. Mi avanzado estado de gestación me dificultaba mucho caminar y ordené que dispusiesen un carruaje. Cuando el sol estaba alto sobre el horizonte, llegué a la morada de Mássona.
—He leído los evangelios y he llegado a una conclusión.
—¿Sí?
—Que el mensaje del cristiano es tan hermoso y tan elevado que me da igual todas esas dudas que planteáis católicos y arrianos de sí Cristo es o no es Dios.
Mássona me miró divertido.
—Tu conclusión no es correcta. El cristianismo no es seguir a Séneca ni a Platón. No es un conjunto de consejos moralmente elevados, ser cristiano es seguir a un hombre al que confesamos como Dios, hay que creer totalmente en Él o si no realmente no se está creyendo.
Me quedé callada unos instantes.
—Yo seguiría a Jesús, me da igual que sea hombre o Dios.
—El dogma afecta a lo que hacemos. Te contaré algunos ejemplos. Hubo un hombre, Pelagio, él afirmó que Cristo era un hombre más. La conclusión fue que los que siguieron a Pelagio pensaban que el hombre con sólo sus esfuerzos puede alcanzar la perfección. Se volvieron unos soberbios que alcanzaban a Dios sin la ayuda de Dios. ¿Me sigues?
—Creo que sí…
—Después llegaron los puros, aquí en Hispania seguían a Prisciliano, decían que Cristo era sólo Dios. Para ellos la materia era mala, nefanda. Prohibían el matrimonio y el goce de las cosas de la tierra.
—Eso es un absurdo —dije yo con fuerza, recordando a Aster. Después hablé impetuosamente—: En el amor entre un hombre y una mujer está el amor de Dios de manera mucho más elevada que en ninguna otra realidad terrena.
Mássona sonrió ante la acalorada respuesta y exclamó:
—Creo que ahora lo entenderás. Nuestra doctrina afirma que el hombre es cuerpo y alma, que el cuerpo es bueno y querido por Dios porque Dios tuvo cuerpo en Jesucristo. Por otro lado, creemos que sólo de la divinidad de Jesucristo viene nuestra salvación. Los arrianos niegan esto y son voluntaristas y pelagianos. Ellos mismos, por su propio esfuerzo, pueden salvarse. Eso es un error.
—Pero yo veo que los arrianos no hablan de sus dogmas con la fe con la que tú lo haces.
—En fin, hay también un problema de otra índole, digamos una índole política. Los godos, yo soy godo, nos diferenciamos de los hispanos, a los que conquistamos más de cien años atrás, fundamentalmente en la religión. Los godos fuimos los primeros pueblos germánicos que penetramos en el limes del imperio, nos evangelizó el monje Ulfilas hace más de ciento cincuenta años. Mis compatriotas son arrianos porque así les fue explicado el cristianismo y no quieren mezclarse con los hispano romanos. Nuestros obispos arrianos tienen unos privilegios que perderían si obedeciesen al Papa de Roma, y nuestros magnates quieren diferenciarse de la raza hispana. Ninguno de ellos es un gran teólogo. Es un problema nacional, de identidad. Ahora mismo, los arríanos no saben muy bien lo que creen. Creen en el pueblo godo y en que son distintos. Las disputas teológicas les dan en el fondo igual.