—Es un chico fuerte —dijo—, será un buen guerrero.
Entonces perdió todo interés en el niño y se dirigió al fuego a comer la carne recién asada. Al darnos la espalda, Hermenegildo se abrazó a mis piernas asustado y yo le acaricié. Le llevé fuera de la sala, no quería que Leovigildo viese la debilidad del niño.
Durante la noche, Leovigildo se acercó de nuevo a mí, y el gran sufrimiento que yo consideraba olvidado volvió. Era cruel y sensual. A veces amenazaba con castigar a mi hijo, al que no amaba, por los pecados de su madre. Mis salidas nocturnas se hicieron imposibles y me recluí con las damas de mi servicio a hilar y a coser. Tampoco se me permitía acudir a Santa Eulalia ni hablar con Mássona, debía asistir a la iglesia arriana que yo despreciaba y cuyo obispo, Sunna, me causaba aversión.
Leovigildo estaba nervioso y constantemente irascible, no era hombre de vida tranquila, le gustaba la guerra o las intrigas palaciegas; pero tenía que arreglar sus asuntos en Mérida. Su presencia me resultaba en todo momento molesta. Pedí al Dios de Enol y de Mássona que se lo llevasen de mi lado.
En aquel tiempo, ocurrió que parte de la Bética, ocupada por los bizantinos, se levantó en armas contra el rey Atanagildo. Los hispano romanos se sentían más próximos al emperador de Constantinopla que a aquellos godos prepotentes y de una religión extraña a la suya. Los godos guerrearon contra los bizantinos intentando recuperar Córduba y el rey convocó a los nobles, levando tropas. Leovigildo, duque del ejército godo, hubo de partir y así yo recuperé la libertad de mis pasos y mi vida monótona pero tranquila.
Poco tiempo después de partir el duque sentí cambios en mi cuerpo, me di cuenta de que ahora esperaba un hijo de aquel a quien yo consideraba mi enemigo. Lloré en mi soledad.
Una tarde de verano me dirigí de nuevo a Santa Eulalia, el calor era tórrido y por las calles corrían grandes pelotas de hierba seca, las gentes de la ciudad dormían con la calima.
—Ese hijo que llevas dentro de ti es un nuevo don de Dios.
—Yo no lo creo así. Si no amo a su padre, ¿cómo podré quererle a él?
—Él no tiene la culpa de los hechos de su padre.
—Será así, pero a mí me costará cuidarle.
Mássona, que veía el futuro, sonrió.
—Le querrás, le querrás mucho. Incluso más que a los otros.
Después, con voz profética que no parecía salir de su garganta sino de mucho más allá, de la profundidad de sus entrañas, exclamó:
—Este hijo tuyo y de Leovigildo será el rey más grande que han tenido estas tierras, unirá a dos pueblos desunidos, vencerá a los francos y a los hombres del oriente. Será el hombre nuevo.
Cuando nació comprobé que no se parecía a mí, ni a Leovigildo. Era muy fuerte, de pura raza goda y sus cabellos fueron siempre de color rojizo. Su parto fue fácil y pronto se cogió a mí. Le quise más que a ningún otro hijo. Nació en luna llena, de plenitud. Recibió el bautismo arriano. Envié noticias de su nacimiento a Leovigildo, y aprecié que su carta se desbordaba en alegría, me ordenó que le impusiese un nombre: Recaredo. Juan, el mayor, le quiso nada más nacer, se acercaba a su cuna y la movía suavemente. Nunca hubo celos entre los dos; fueron hermanos y amigos.
La ciudad de Mérida, atestada de mendigos, exhala un olor acre a orines, a comidas y a frituras. El palacio de los baltos se aísla del mundo urbano por un alto paredón, casi una muralla que, más allá, hacia la parte sur, se continúa con los muros de la ciudad. Bajo el paredón, fluye mansamente el río Anas. Dentro de la casa, sobre todo ahora que la ausencia de Leovigildo se prolonga, la vida es alegre. Hermenegildo y Recaredo corren persiguiéndose mutuamente o se pelean jugando a las guerras con los hijos de los criados en los jardines. Oigo sus risas y cómo tropiezan cayendo el uno sobre el otro.
Siempre conté la edad de Hermenegildo desde la luna celta en la que me separé de Aster; habían pasado más de siete años; Recaredo aún no tenía tres. Al observar a los niños desde lejos, me di cuenta de que habían detenido sus carreras y estaban sentados al lado de la fuente; el mayor modelaba con barro soldados y jinetes a caballo. Después dejaba que el sol los secase y se inventaba batallas. Recaredo intentaba imitar a su hermano, pero sus manitas no eran capaces de formar figuras con el barro y a menudo protestaba. El pequeño miró de reojo a Hermenegildo y, en un descuido de éste, arrojó los soldados a la fuente. Sin enfadarse, Hermenegildo los sacó y los situó en un lugar alto, lejos del alcance de su hermano. Entonces, Recaredo comenzó a gritar que quería sus muñecos, con un llanto caprichoso. Me acerqué a ellos y reñí al pequeño, que comenzó a hacer pucheros, le abracé entonces riéndome. Hermenegildo se acercó a nosotros y puso su mano sobre mi hombro.
—No hagas rabiar a tu hermano —le dije.
—No le he hecho nada, llora porque es pequeño y no sabe hacer hombrecitos ni caballos.
—Enséñale tú.
Me miró con resignación:
—Nunca hace lo que yo le digo, pero lo intentaré.
Hermenegildo puso en las manos de Recaredo una bola pequeña de barro y le hizo girar una mano contra la otra, fueron haciendo bolitas y las unieron formando hombrecitos, después les pusieron un palo diminuto a modo de lanza. Les ayudé un tiempo y luego me fui.
Paseando por el edificio me acerqué al lugar donde hilaban las criadas. El cielo siempre despejado y azul, lleno de luz, estaba orlado por algunos haces blancos y difusos. Braulio, fatigoso pero sano, me detuvo para preguntarme sobre asuntos domésticos; se aproximaba el invierno y había que traer leña. Las mujeres se atareaban inclinadas sobre la labor con Lucrecia al frente vigilándolas. Desde allí se divisaba el peristilo y el lugar donde los niños se entretenían. Al verme entrar en la habitación, cambiaron de tema, y la conversación murió. Seguramente estarían criticando mis salidas con Mássona y las veces que acudía sola a buscar hierbas junto al río.
—Dicen que el duque Liuva ha sido atacado por los francos en la Septimania. Las tropas de Clotario han puesto otra vez cerco a Narbona y Liuva los ha rechazado. —El duque Liuva es un buen militar. Pensé en Liuva y callé. Recordé las palabras de Enol —Leovigildo y Liuva habían traicionado a Agila y habían obtenido aquella rica provincia del nordeste peninsular— y después pasó por mi mente lo que el propio Leovigildo me había relatado: Liuva, el muchacho al que mi padre había condenado por ladrón, ahora era la máxima autoridad en la Septimania y se rumoreaba que quería alzarse con la corona. Seguí intentando concentrarme en el hilado; escuché los cotilleos de las comadres.
—Buena tajada ha cogido Liuva, o mejor dicho, buena tajada le dieron Goswintha y Atanagildo por sus «servicios». No creo que regrese a Toledo. Es en Barcino y en la Narbonense donde hay oro y riquezas, de momento envía oro y hombres de guerra al rey. Atanagildo le recompensará con el trono.
—El rey Atanagildo no goza de buena salud, pero pasará tiempo antes de que se produzca la sucesión. De todas formas, la que tiene algo que decir es la reina, Goswintha no apoya la candidatura de Liuva. Ya sabes… ella…
Entonces se hizo un silencio en la sala y me sentí mirada por ellas. Levanté la cabeza, la que había hablado enrojeció.
—¿Qué ocurre con la reina?
La criada dudó.
—Ella apoya las pretensiones de vuestro esposo.
—¿Ah, sí…? —dije yo, inocentemente—, y ¿por qué lo hace?
De nuevo el ambiente se volvió tenso.
—Vuestro esposo es un buen militar.
—Liuva también lo es. ¿No?
Se hizo el silencio. Las mujeres se concentraron en la tarea y dejaron de murmurar. No me importaba lo que dijesen. Odiaba a Leovigildo, hubiera deseado que él nunca viniese a Mérida y continuase en la corte de Toledo, hubiese querido que se quedase para siempre con aquella mujer, Goswintha, la cual nunca me fue odiosa.
Los días pasaron lentamente, después los meses y los años. Hermenegildo y Recaredo se fortalecían y desarrollaban. Mi pasado permanecía dormido en el fondo de mi mente y llegó a serme ajeno a mí misma. Comencé a pensar que nunca había existido una época distinta a la de mi vida en Mérida.
El amado rostro de Aster parecía desvanecerse en mi memoria. Alguna vez hablé de él con Mássona, le relaté sus hazañas, su pasado doloroso, su fortaleza y rectitud, su búsqueda esperanzada en el Único Posible. En la distancia, la figura de Aster se trocaba más grande a mis ojos.
Mis hijos habían crecido: un preceptor les enseñaba las letras latinas y griegas; de los soldados de Leovigildo aprendían el arte de la guerra; pero las más de las veces se divertían sin miedos en el enorme palacio junto al río Anas. A menudo se unían a otros mozalbetes y emprendían batallas imaginarias en las riberas del río, junto al puente de los muchos arcos. Hermenegildo los capitaneaba, dotado de una capacidad especial de mando. Recaredo le seguía fielmente como un perrillo.
Les encontré en el patio porticado. Agachado en el pavimento de dibujos geométricos, Recaredo jugaba con Hermenegildo a las tabas, ahora era el pequeño el ganador. Al oír mis pasos, Hermenegildo se levantó y me dijo:
—¿Hoy no vas a la casa de Mássona?
Lo que Hermenegildo llamaba la «casa de Mássona» era un albergue que el obispo había fundado y donde se alojaban mendigos y gentes sin recursos que el obispo y sus monjes recogían por las calles, Mássona, a menudo, solicitaba que yo atendiese a algún enfermo. Hermenegildo me acompañaba a veces a aquel lugar, que le fascinaba y sorprendía. El palacio de los baltos era un oasis en medio de una ciudad plagada de pobreza vergonzante y de mendicidad lastimosa, yo no quería que mis hijos se aislasen del mundo real, y permitía que Hermenegildo me acompañase. Las visitas de Leovigildo a Mérida escaseaban y eso me permitía una mayor libertad de movimientos.
—Sí —le contesté—, venía a buscarte.
Recaredo también quería ir y se cogió de mi mano para que le llevase, pero Recaredo era aún pequeño. Reí y le conduje cogido de la mano al lugar donde las criadas cosían, mientras cuidaban a los niños de la casa, y lo dejé con el ama. Él se enfadó.
Ataviada con un manto oscuro que me cubría enteramente me dispuse a salir a la calle. Hermenegildo caminaba a mi lado con sus pasos cortos, saltando. Braulio nos acompañó.
Aun cubierta por aquel manto rústico, en las calles de Mérida no pasé desapercibida. Las mujeres que barrían las calles me miraron con desaprobación; les parecía poco honorable que la esposa de un noble se dedicase a pasear sin carruaje, sin más escolta que un viejo criado, y más aún que llevase con ella a su hijo.
Las calle se iba haciendo angosta y algo más empinada hasta llegar a los antiguos foros, donde la urbe se abría en un mercado. Era día de feria. Los labradores traían productos de los campos, se vendía lana y también tejidos. Un panadero despachaba dulces que Hermenegildo miró engolosinado, pero yo iba con prisa y pasé de largo delante del puesto de dulces. Le había prometido a Mássona ocuparme de los enfermos y, aquellos días, las ocupaciones domésticas habían retrasado la visita.
Tomamos el cardus y de nuevo, entre callejas repletas de gente y olores diversos, llegamos a la puerta de la muralla. El campo dorado se abrió ante nosotros; la luz inundaba el paisaje, el aire aunque caluroso era más fresco que el ambiente denso de la ciudad.
Extramuros, muy cerca de la basílica de Santa Eulalia, se alza el edificio donde Mássona acoge a sus enfermos: una nave alargada con arcos ojivales en la entrada. Los muros de piedra, gruesos, están hendidos por troneras por donde entra una escasa ventilación. El interior se ilumina por candiles de aceite que rarifican la atmósfera. Muchas veces había hablado con Mássona de la necesidad de airear aquellas estancias o de que los enfermos recibiesen la luz del sol, pero Mássona se guiaba por antiguos principios y no me hacía caso. Saludé a uno de los monjes, de nombre Justino, que velaba el descanso de los enfermos.
—Mássona quiere que veas a un escrofuloso, tiene las llagas muy abiertas. No sé si… —dijo el monje dubitativo mirando al niño.
—No te preocupes —dijo Hermenegildo—, yo aguanto.
—Ya veremos —dije yo.
Tomé agua hirviente de una olla donde cocinaban los monjes, la introduje en una palangana. Después el monje nos guió hasta el enfermo. Hermenegildo tomó el recipiente con agua para ayudarme, sonreí al ver su cara seriecita de niño, haciendo esfuerzos al sostener la palangana.
Me acerqué al enfermo, sus llagas eran desagradables. La cara de Hermenegildo palideció, entendí que se marearía. Le dije a Braulio:
—Llévate al niño a casa…
—No… —dijo él—, aguanto.
Mi voz sonó terminante.
—No, Juan. —Le llamaba siempre así cuando quería negarle algo—. No vas a aguantar y tendré que atender a dos en lugar de a uno.
Dejó la palangana llena de restos de sangre y pus y se levantó tambaleándose, el criado le arrastró hacia la puerta.
Le indiqué a Braulio que regresase a recogerme con un carruaje, no quería andar sola de noche por las calles de la ciudad y no tardaría en oscurecer.
Me demoré largo rato curando las heridas del enfermo, herví una pócima con sedantes y se la di a beber. Me miró agradecido y luego se durmió. Me incorporé fatigada, estirando la espalda, que me dolía por la postura. Miré en derredor, los enfermos se hacinaban. En una esquina, en el suelo, un hombre se cubría con un manto oscuro; presa de una intuición certera, me acerqué a él. Reconocí en el manto la tela de sagun de los montañeses del norte. Siempre me gustaba acercarme a los mendigos del norte con la esperanza de recabar noticias de las tierras de Vindión. El hombre era achaparrado, el cabello era de color castaño en el que comenzaban a apuntar algunas canas. Tenía fiebre. Casi saltando entre los enfermos me llegué hasta él, arrodillándome en el suelo a su lado. Su pelo estaba sucio y revuelto y le puse la mano sobre el hombro. El individuo, boca abajo, temblaba de fiebre, entonces le giré. Él abrió los ojos, brillantes como los carbones de una fragua.
—¿Jana?
Me quedé muda por la sorpresa al reconocer a mi antiguo compañero de juegos del valle de Arán. Habían pasado diez años, los dos habíamos cambiado, yo era una mujer madura que pasaba ya la treintena, pero Lesso parecía mayor que yo. Prematuramente envejecido, su aspecto denotaba trabajos y penas. Seguía siendo de baja talla y parecía más un labrador que un guerrero.