Tras la boda nos demoramos poco tiempo en Astúrica. El ejército godo del norte partió al día siguiente, me dijeron que una parte se uniría a las tropas del duque Liuva, hermano de Leovigildo; con ellos iba Enol; otro contingente se desplazaría hacia el sur, a la corte de Toledo; anunciando en el sur la gloria de su señor, el gran duque Leovigildo.
Unos días más tarde, con una compañía más pequeña, salimos de la ciudad rumbo hacia la meseta. Leovigildo deseaba llegar a la corte, volvía victorioso de una guerra, con un tesoro en su poder y habiendo contraído matrimonio con alguien de la estirpe real baltinga. Mi nuevo esposo quería sacar partido de sus éxitos. Dejamos las murallas de la capital de la provincia astur atrás y con una gran comitiva nos desplazamos hacia el sur.
El ejército godo estaba muy lejos, por delante de nosotros, la planicie nos rodeaba por delante y muchas leguas detrás. Al mirar a mi espalda lloré, y el odio hacia Enol acudió con más fuerza que nunca a mi corazón.
Marchamos en una gran caravana con algunos escuadrones del ejército godo que había tomado Albión, hombres a pie y a caballo, cada uno de ellos presidido por su tiufado. Las huestes volvían victoriosas, con sus banderas desplegadas en lo alto, cantaban himnos de guerra y alguna canción obscena. Sin embargo, no parecían excesivamente contentos: en el saqueo de la ciudad cántabra no habían encontrado tanto oro como se decía. Oía murmurar a los soldados, que hablaban un latín deformado y pensaban que la mujer que ellos consideraban como una cautiva cántabra no les entendía: criticaban a Leovigildo.
—Sí. Ése sí que ha hecho la campaña del norte… y no nosotros —gruñía un hombre peludo.
—Dicen que con la mujer ha conseguido el tesoro de los baltos. ¡Mal rayo le parta…! Nuestro señor, el rey Atanagildo, bien le ha pagado la corona.
Escuchaba todo aquello desde la carroza ricamente decorada que Leovigildo había dispuesto. Me acompañaba la servidumbre: las doncellas y el ama Lucrecia, que se asomó mal encarada desde la carreta. Los hombres que criticaban a su capitán callaron.
—Estos hombres sin principios ni dignidad, señora, son de baja estofa. Se les ve godos de poca alcurnia.
No la entendí. Ella siguió hablando de las costumbres de la corte goda, de cómo debía comportarse una princesa de la estirpe baltinga. Le gustaba escucharse a sí misma. En el carretón que nos conducía hacia el sur aquella mujer parloteaba de sus reyes y de la hermosa ciudad de Mérida. De toda aquella verborrea sólo había algo que me interesaba de verdad: conocer el pasado, saber cómo habían sido mis padres.
—Vuestra madre fue casada con nuestro rey, el gran Amalarico, que Dios tenga en su gloria. Dicen que Amalarico era uno de los hombres más gallardos de su tiempo. Sí, Amalarico, el de los rubios cabellos. Vuestra madre era morena, como las mujeres francas, con un largo cabello oscuro.
Vino a mi memoria el cabello dorado que Enol guardaba con adoración en una caja de plata y comprendí que la mujer inventaba muchas cosas; decidí que no debía fiarme excesivamente de sus palabras. En mis visiones había visto a mi madre golpeada, pero no podía saber quién era el causante de aquellas heridas. Lucrecia siguió rezongando y contando historias que me parecían unas reales y otras no tanto. La mujer era viuda y su esposo, un godo de prosapia, había muerto arruinado en la guerra civil entre Agila y Atanagildo. Liuva, el hermano de Leovigildo, la había protegido y admiraba al hermano de mi esposo.
Los campos se sucedían ante nuestro carromato pintados de tonos ocres y dorados. Acostumbrada al norte montañoso, aquí la tierra era sorprendentemente llana, con trigales ya segados que se extendían hasta donde alcanzaba mi vista. Pude ver bosques, pero nunca tan frondosos como los de Vindión, poblados de pinos y encinas. De vez en cuando, toros bravos de negra piel pastaban ante mi mirada en las grandes dehesas entre encinares. Más adelante se cruzaron rebaños de ovejas y un porquerizo con sus cerdos. Me sorprendía sobre todo el cielo, claro y sin nubes durante días, de un color azul añil intenso. Más al sur la vendimia había ya acabado y los viñedos tomaban los colores violáceos del otoño. Cruzamos el río Órbigo, en lo alto de un antiguo castro sobrevivían algunos montañeses entre sus ruinas.
Toda mi vida era ahora la rutina de una marcha interminable.
Tras varios días de camino, acampamos junto en un lugar húmedo en un valle donde confluían el Órbigo, el Tera y el río de los astures, el Esla. Se hacía de noche. Las aguas emitían un sonido armonioso, que pacificó mi espíritu. En medio de mi melancolía, aquel paisaje abierto y distinto calmaba mi tristeza, recordaba los días en que soñaba ver mundos distintos.
Al día siguiente reiniciamos el viaje, comenzó a nevar, una nieve temprana pero intensa. Pronto los campos cuajados de copos refulgieron bajo la luz clara del invierno. Me asomé a la ventana del carromato y la nieve cayó sobre mí. La intensa ventisca nos impedía avanzar. La planicie estaba blanca pero apenas se veía nada por la intensidad de la tormenta. Las ruedas del carro se hundían en el suelo. Oía a los hombres fustigar a los animales.
—Debemos llegar al río d'Ouro, a la antigua ciudad de Semure, el castro de los vacceos. Allí pasaremos el temporal.
Tras varias horas de penosa marcha, a lo lejos divisamos las luces de una ciudad elevada en lo alto de un cerro, la calzada romana nos conducía hacia ella. Era Semure, ciudad limítrofe con el reino suevo. Cruzamos el puente y la guardia goda que custodiaba aquel enclave saludó a su duque y señor. Nos llevaron a la fortaleza de la ciudad. La servidumbre de la casa nos acogió. A mí me condujeron a la habitación que compartiría con mi esposo Leovigildo. Una cámara amplia de piedra apenas calentada por un hogar de gran tamaño.
El tiempo no mejoró y pasamos varias lunas en aquel lugar. Leovigildo se aburría, estaba intranquilo aguardando a su hermano. Yo fui durante aquel tiempo su única diversión. Temía las noches en las que aquel hombre se dirigía a mi cámara y tomaba lo que yo no quería darle. Le temía y le odiaba.
Pensé en morir, clavarme una daga o buscar algún veneno. Todo menos seguir con aquella vida, mil veces peor que cualquier castigo de Lubbo. Habían pasado ya más de tres ciclos lunares desde la última noche con Aster en la montaña de Arán, y entonces, en medio de la desesperación más profunda aprecié un cambio en mi ser casi imperceptible, algo que me unía a Aster de un modo profundo. Luego ya no deseé morir y mi vida pareció albergar algún sentido. Me resigné a Leovigildo y obedecí sus órdenes. Leovigildo se explayó así ante mí y comencé a entender algo de su pasado.
En su juventud, de alta cuna pero pobre fortuna, había servido a las órdenes de mi padre y había sido despreciado por él.
—Tu padre —me dijo, en un día de furia— nos afrentó a mí y a mi hermano Liuva delante de la corte. Éramos unos muchachos y robamos del tesoro real una pequeña cantidad de oro; Amalarico nos hizo azotar delante de toda la corte. Aún me quedan cicatrices de aquello en la espalda. Después apoyamos a Teudis. Pero en la guerra civil yo opté por Agila, que era contrario a la casa baltinga, y después por Atanagildo. La suerte nos sonrió y ahora la hija de mi torturador es mía. Tendrás que someterte. Cuando muera Atanagildo, gracias a esta boda, yo, el hombre sin caudal, el despreciado por la dinastía de los baltos, seré uno de ellos y podré aspirar al trono. Un hijo tuyo y mío será rey de los godos, lo sé.
Le miré con horror mientras hablaba, pero entendí que mi venganza estaba cercana. Una venganza dulce y secreta que Leovigildo no conocía. No pronuncié palabra ante sus exclamaciones.
—¿Callas? —me dijo—. Ahora ya no te rebelas como al principio. Me gustaba, me estimulaba que luchases cuando intentaba tomarte.
—Aprecio al duque Leovigildo en su valía —dije irónicamente, pero él no lo entendió así y se sintió halagado.
—Será que has olvidado ya al bárbaro del norte.
Yo palidecí, enfurecida.
—Sí, a las mujeres os gustan los golpes, quizá por eso tu madre estaba loca por tu padre. Quizás era por eso por lo que él la golpeaba.
Un temblor de ira me recorrió las entrañas y no aguanté más. Le lancé un jarrón de gran tamaño que él esquivó riéndose.
—Calma, calma. No te alteres —dijo riendo—, te estoy diciendo la verdad.
—¡Te mataré!
Tomé un estilete y me dirigí hacia el duque. Él me detuvo con su fuerte brazo.
—¡Guardias! —llamó Leovigildo.
Entraron los soldados que custodiaban la puerta de la estancia a las voces de su capitán.
—Mandad llamar al físico. La señora se ha indispuesto. Y llamad también a su ama.
Ellos doblaron la cabeza ante su capitán y salieron a cumplir las órdenes que les había indicado.
—Nunca más levantarás la mano contra mí. Eres una cosa que yo poseo y nada más. Si persistes en esta actitud, tengo poder para enviar al norte a mis hombres y quizá mucha gente de allí muera, entre otros… un niño y su padre.
Me eché a llorar ante sus amenazas; Leovigildo siguió hablando hasta que Lucrecia, las doncellas y el físico penetraron en la tienda.
—Calma a tu señora.
—Sí, señor duque, está muy nerviosa últimamente —le dijo ella, disculpándose.
—Ama, ¡es tu oficio! Enseñar a tu señora. Debes prepararla para que sea una buena esposa, hoy ha intentado matarme. Mira ese jarrón. ¡Ha sido ella!
Lucrecia comenzó a hablar con un tono persuasivo, palabras que agradaban a Leovigildo.
—Señora, ¿no os he explicado las costumbres del sur? Las mujeres del sur, las de buena cuna goda o romana son dóciles a sus maridos. Saben comportarse y agradarles en todo.
Lucrecia siguió perorando, reconviniéndome e impartiéndome una lección sobre modos y comportamientos. Su cara gordezuela farfullaba delante de mí, pero yo no le hice caso. Leovigildo salió de la estancia y, con él, un peso se liberó en mi corazón. El físico me sangró, y yo sentí un vahído. La sangría era un castigo para doblegarme, últimamente me sangraban con frecuencia para que perdiese fuerzas. Me di cuenta de que si quería sobrevivir tendría que controlar mi carácter, conocía lo bastante bien el cuerpo humano como para saber que las sangrías en una mujer joven debilitaban el cuerpo y volvían pusilánime el espíritu.
Me acostaron y entré en una duermevela. A lo lejos oía las voces de las doncellas cuchicheando entre ellas.
—Nos detendremos un tiempo aquí, el duque espera a su hermano Liuva.
En el techo de vigas oscuras oí a una rata correr. La tristeza me producía sueño pero también impedía que éste fuese profundo.
Amaneció un cielo límpido. Tambaleándome me acerqué al mirador sobre el d'Ouro, en el río flotaban bloques de hielo y su curso era rápido entre los campos nevados. Durante horas miré el campo a lo lejos, estaba presa, sin nada que hacer, y así transcurrirían las horas. En el patio de la fortaleza la gente trajinaba de un lado a otro, nerviosos por la proximidad del ejército. El sol iba ascendiendo y cuando se había elevado a la mitad de su camino a la cumbre, a lo lejos, unos puntos negros fueron acercándose; un grupo de soldados godos con el duque Liuva al frente. Procedían del oeste y cruzaron el río d'Ouro por un puente lateral; después la comitiva penetró por una poterna del castillo.
Liuva desmontó y se introdujo en la torre central, buscaba a Leovigildo.
Me deslicé como una jineta de los bosques, recuperé aquella forma de moverme que me hacía apenas perceptible. Liuva procedía del norte, quizá traía noticias de los que yo amaba. En mi mente sólo había una idea: quería saber lo que iban a hablar los hermanos. Entré en la sala, ellos estaban de pie frente a frente y se abrazaron con un saludo cordial, golpeándose las espaldas, ante el resto de los recién venidos. No percibieron mi presencia. En el centro, la servidumbre disponía viandas en una gran mesa oval para que los soldados repusieran fuerzas. Algunas mujeres, entre ellas Lucrecia, trajinaban por la estancia. Me situé junto al fuego, moviendo las brasas con un hierro. Liuva se acercó para calentarse, y yo me deslicé hacia un lado de la chimenea, en cuclillas junto al hogar. Las brasas brillaban rojizas y saltaban chispas al remover el rescoldo. En la penumbra, con mis ropas pardas y mi cabello cubierto, no era fácil de distinguir, parecía una más de la servidumbre.
De reojo, observé los rasgos de Liuva, teñidos en tonos cárdenos por el fuego: poseía los rasgos aquilinos de Leovigildo pero su aspecto era menos firme, con una mayor obesidad. Tras ellos, en un plano posterior, descubrí a Enol.
—He dejado una compañía de soldados godos tras los evadidos de Albión —habló Liuva.
—¿Y?
—Los habían localizado pocos días antes de que yo reiniciase el camino hacia el sur, de esto hace más de un mes. Es posible que ya los hayan cogido. Di órdenes de que si encontraban a Aster y a los suyos, los pasasen a cuchillo.
Me horroricé al escuchar, mi mano dejó de mover las ascuas sobre el fuego. Liuva prosiguió:
—La campaña ha sido todo un éxito, los castros del occidente están siendo vencidos, he dado órdenes de que se destruyan todos y que sometan a sus gentes, pero las montañas de Ongar son de difícil acceso.
—¿Qué propones?
—El terror. Deshacernos para siempre de esos pueblos salvajes y aislar de tal modo a los rebeldes que perezcan. Si alguno sobrevive será como si no existiese.
—No estoy de acuerdo. Conocí al príncipe de Albión, ese hombre no se rinde ante nadie. Es necesario hacerlo desaparecer. Es el único capaz de aunar a los montañeses.
Sentí que el frío atravesaba mis huesos y más aún cuando Leovigildo, con una voz glacial, prosiguió:
—Odio a ese hombre. Me humilló delante de mis hombres en el sitio de Albión.
—Olvídate de él, mis gentes están tras él, y a estas horas estará ya muerto.
De nuevo me estremecí. Leovigildo no se daba por satisfecho pero Liuva, hombre práctico, continuó haciendo planes y se centró en la política de los reinos germánicos.
—Necesitamos controlar los puertos para evitar el comercio con la costa cántabra y mantener a los suevos cercados. Suevos y francos están en permanente alianza contra nosotros, los godos. En Barcino se habla de que los suevos envían un tributo a los francos de oro y plata; si cortamos las relaciones entre ellos, los debilitaremos.
—Algún día conseguiré que el reino de los suevos sea godo —dijo Leovigildo—. La antigua Gallaecia es rica en oro, los godos poseemos los tesoros de nuestras conquistas pero eso tiene un fin; hay minas riquísimas en mineral, el oro de las Hispanias procede de allí. Algún día ese reino será mío y someteré a los astures. Pero ahora no es el momento. Debo volver a la corte. Hay intrigas en palacio, y ninguno de los reyes godos ha muerto en su lecho.