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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (39 page)

BOOK: La reina sin nombre
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Tilego le susurró algo al oído a Aster. Éste hizo una señal y Lesso y Fusco desenvainaron sus armas. Entonces nos rodearon. Aster empujó a las mujeres y a los niños al centro del claro dentro del cercado de animales. Los hombres levantaron sus espadas.

Era un grupo de soldados godos, nos debían de haber seguido desde el castro, quizás alguien de allí nos había delatado; desenvainaron sus espadas y algunos nos apuntaron con lanzas, estábamos rodeados, pero no atacaban.

Aster y los suyos estaban debilitados y cansados. Durante unos minutos los dos grupos, albiones y godos, se miraron frente a frente, sin iniciar la batalla. Pasó un lapso corto de tiempo, entre los árboles oí el canto de los pájaros, al fin los godos retrocedieron unos pasos y una figura se abrió paso entre ellos. Oí una voz familiar.

—Quiero hablar con Aster y con la mujer baltinga.

Era Enol. Se dirigió a Aster, y después me miró a mí alternativamente.

—La guerra ha acabado. Los godos no quieren nada más que a ti, saben que estos poblados en las montañas son inexpugnables, pero atacarán cualquier lugar en el que te refugies. —Después miró a Aster y siguió hablando—. Leovigildo destruirá uno por uno todos los castros de las montañas si ella no viene conmigo.

Aster habló:

—No irá. Somos un grupo de hombres sin esperanza, Enol, déjanos llegar a Ongar. ¿Cuántos han muerto en Albión? ¿No has hecho ya bastante?

Enol dudó pero no se dejó convencer.

—Nada hubiera ocurrido si nos hubieses entregado a la mujer.

—Sabes bien que no es así —dijo con rabia y dolor Aster—. Si los godos sólo hubiesen querido a la mujer, no habrían destruido Albión, que ahora está bajo las aguas. Vete, Enol, déjanos marchar. Dime, ¿qué más quieres de nosotros?

En el rostro del druida persistía una inquebrantable determinación. Entonces se dirigió a mí, nunca olvidaré aquella mirada, parecía ordenarme lo que debía hacer. Él, Enol, me conocía, me había criado y sabía cómo dominarme.

—Me iré, pero lo que te he dicho es cierto, perseguirán a tu esposa dondequiera que se encuentre. —Después se volvió hacia mí—. Piénsalo, niña, ¿quieres seguir exponiendo a la muerte a toda esta gente inocente? Tu lugar no es éste, siempre lo has sabido, debes dejarlos e ir al lugar que te corresponde.

Yo palidecí, el corazón me latía deprisa. Después Enol continuó hablando, en un tono más bajo, de forma que únicamente yo le oía.

—Te esperaré dos días en nuestra antigua morada en Arán.

Por último, habló a los evadidos de Albión, con fuerza, de modo imperativo.

—Si ella se viene conmigo, el ejército godo se irá al sur. Si ella no viene adonde es su lugar, indicaré a los godos el camino de Ongar y Leovigildo arrasará todo poblado que os dé albergue.

A una orden de Enol, los godos se fueron. Mujeres y niños se volvieron hacia mí, en sus caras vi un mudo reproche. Miré a Aster, él bajó los ojos. No dijo nada. Vi a Nicer refugiado en los brazos de Uma.

Comprendí.

XXIV.
La luna en el crepúsculo

Desde lo alto de la montaña, Aster y yo miramos el horizonte. En la parte más alta de la cordillera, de un camino rocoso flanqueado por bosques centenarios, descienden las laderas hasta un valle, en una vaguada con un río. Al oeste, el sol se hunde en la tierra boscosa llenando todo el horizonte de resplandores rojizos. Al este, el cielo cambia su color y el añil de la tarde se oscurece gradualmente. De pronto, en aquel cielo ya oscurecido, a media altura, se vislumbra una línea roja muy delgada que, poco a poco, se engrosa y redondea, formando una bola de gran tamaño de color púrpura y después, conforme va creciendo, el astro se torna en anaranjado, amarillo; es una luna luminosa, grande y rojiza que aparece en el crepúsculo oscuro de nuestras vidas, llenándolo de luz como una antorcha de paz. En aquel momento, y durante un tiempo corto, en el cielo brillan dos astros de color rojizo, el sol cansado del atardecer y el astro de la noche, amaneciendo.

No hablamos, no nos miramos, sólo contemplamos el cielo, lleno de las dos luminarias, mientras una se hunde, la otra se eleva. Al fin, la luz cárdena de la luna ilumina mi túnica blanca y el amor de Aster cae sobre mí, cegándome. Pasan las horas junto a Aster, conozco bien que es la última noche. Despierto y la luz rosacea del alba ilumina suavemente el cielo. Alta en el cielo, una luna de luz plateada me saluda.

Entre la paja me encojo asustada y temo que llegue el día. Miro al cielo atraída por la visión de una luna que ya se oculta. Junto a mí, percibo a Aster. Su rostro, reclinado, se esconde tras su pelo oscuro. Estamos solos, sobre nosotros el techo de la cabaña de nuestros primeros días de matrimonio; allá abajo el valle de Arán, donde los godos me esperan. Al oeste, el mundo, nuestro mundo celta, se ha derrumbado, pero la luz de plata de la luna sigue llegando, semilla de esperanza, a través de un cielo límpido.

Poco a poco sale el sol, Aster se revuelve en su lecho de paja mientras yo, sentada con las rodillas recogidas, miro la luna, cada vez más transparente sobre el cielo azul de la aurora. Soy incapaz de retirar la mirada de aquella luna celta grande y redonda.

Nunca iré a Ongar. No conoceré el lugar que Aster ama. Su mundo y el mío deberán ser ya por siempre ajenos. Debería abandonarle, quizá para siempre. Sin despedidas.

Me levanté en silencio, Aster se revolvió en su lecho de paja buscándome con la mano, sin encontrarme, pronunció entre sueños mi nombre y yo vi una sonrisa asomar en sus labios. Sentí una opresión en el costado y lloré. Más profunda que la herida de un puñal de acero sentí el dolor de la despedida hincándose en mi pecho. No verle más a él sería mi agonía. Dejar a mi hijo entre extraños, mi tormento.

Sin hacer ruido, continué caminando hacia atrás, las manos en la espalda, la vista fija en su faz. Sentí celos de la luz del sol que, como una amante extraña, acariciaba el rostro del que yo amaba. Llegué atrás en el claro y me apoyé en el tronco de un roble. Aster no se movió, entonces giré y como una Jana de los bosques, sin hacer ruido, descendí entre los árboles con paso más y más apresurado. Al correr levanté la hojarasca del suelo y volvieron hacia mí los recuerdos, recuerdos de un tiempo que ya pasó y que nunca más iba a volver. Los días del bosque de Arán, los meses en los que la esclava del gineceo buscaba ver a su señor, los días de la luna en las montañas, la peste, la guerra… Todo aquello volvió a mi mente y lágrimas ardientes regaron mi rostro.

La luna se desdibujaba en el cielo, ya enteramente cubierta por la luz de la alborada. Llegué al final del camino y allí, en el lugar acordado, vi los restos de la vieja casa de Enol, ennegrecida por el fuego. En el escudo de su portalada campaba aún el árbol de acebo de piedra. Cada vez más deprisa descendí la montaña, con miedo de no poder seguir porque las piernas vacilaban. Atrás quedaba Aster, cada vez más lejos.

De pronto lo oí.

Un sonido profundo y agudo a la vez, lastimero y hermoso. El cuerno de caza de Aster lloraba la despedida. El cuerno de caza de Aster sonando en el valle, rebrotando en las laderas de las montañas.

Temí por él y aceleré el paso. Enol estaba cerca y con él los soldados godos. Aster me llamaba pero yo no podía contestar a un amor imposible.

Allí, en la casa de Enol, el emisario de Atanagildo me esperaba. Junto a él un hombre de barba espesa, era Enol. Enol me abrazó y como una autómata yo me dejé estrechar por su abrazo paterno sin corresponder.

—Es mejor así —me dijo—, ahora no lo entiendes pero ya lo entenderás. Se salvarán muchas vidas, entre otras las de tu hijo y la de Aster, y recuperarás tu lugar.

Yo no contesté, muda por el dolor. Me esperaban, y me hicieron subir en el caballo de Enol. Emprendimos una larga galopada hacia el sur.

Pasamos horas y horas cabalgando. Enol había decidido abandonar cuanto antes el país de los montañeses. Pronto encontramos una compañía del ejército de godos que había asolado Albión. El emisario de Atanagildo hizo que me tratasen con deferencia; pero no recuerdo nada de aquellos días, y puedo afirmar que no veía el camino, ni los bosques umbríos de Vindión, ni los ríos, ni las veredas, ni, más al sur, la calzada romana. Sólo recuerdo que dos días más tarde llegamos a un lugar donde a lo lejos los campos dejaban de ser verdes y se tornaban amarillos. Una estepa extraña se abría ante mí, sembrada de trigo dorado y de dehesas de encinas.

Los hombres godos se acostumbraron a mi silencio y a mi dolor; me consideraron como una mujer trastornada. Enol no intentó hablarme, pues no respondía a nadie.

Sólo en las noches de luna parecía calmarse algo mi pena, en aquellas noches me sentía revivir, y se acostumbraron a que cuando la luna asomaba en el cielo yo pasease sola mirando al horizonte. Mirando a la misma luna que también Aster, refugiado en las montañas de Ongar, miraría; quizás acordándose de mí, quizás habiéndome ya olvidado.

SEGUNDA PARTE

EL SOL DEL REINO GODO

XXV.
La Vía de la Plata

Tomamos la calzada romana que durante siglos transportó el oro y la plata de las tierras astures hacia el sur. Sobre nosotros, en el cielo claro, nos preceden las aves del otoño en su migración hacia las cálidas tierras meridionales. A través de los montes, para mí oscuros, la senda transcurre entre la espesura de robles y castaños. Más adelante la ruta introduce en las espaciosas tierras doradas del mediodía. Después de leguas de marcha, en la llanura ondulante, se extienden los trigales recién segados y retazos de viñedos alineados hacia el horizonte doblan sus ramas cuajadas de fruto. Ante mí se abrió la luz clara de la planicie amarilla, pero creo que tardé mucho tiempo en sentir la luminosidad del ambiente; hacía calor pero yo sentía mi corazón gélido. Cuando alcanzamos la meseta se unieron varios caminos y la senda se hizo más amplia. Otras caravanas de gentes se imitaron a nuestro paso: grupos de labriegos, comerciantes y soldados que habían finalizado la campaña del norte. Muchos de los viandantes escudriñaban con curiosidad la comitiva formada por varios soldados, un anciano y una joven con la cara desencajada por el dolor.

Durante un largo tiempo sonó el cuerno de Aster en mi cabeza y seguía evocando las aguas del mar y las del Eo tenidas por la sangre de los hombres de Albión. Por fin, a lo lejos, divisamos una ciudad amurallada, una villa de piedra de altas torres y de gran tamaño. Al descubrir la urbe con su pétrea muralla, entendí ahora el motivo de las risas de Romila, cuando me asombraba de que pudiesen existir poblaciones más grandes que el castro de Albión.

Antes de llegar, Enol situó su montura a mi lado y cabalgamos un trecho al mismo paso. El ruido de los cascos de su caballo chocaba a la par de los del mío contra las losas de la calzada. Aquel ruido rítmico, de alguna manera, serenó mi ánimo gris.

—Esa ciudad que divisas allá a lo lejos —dijo Enol— es el primer descanso en nuestro viaje, estamos en Astúrica, Astúrica Augusta.

Le miré sin comprender. Me daba igual dónde estuviésemos y adonde pudiéramos ir.

—Allí nos espera el duque Leovigildo. Conoce ya tu llegada.

Mi cara se contrajo al oír aquel nombre, el nombre del verdugo de Albión. Enol se dio cuenta y me habló con dureza:

—Debes cambiar esa expresión en tu cara. Ese hombre te está destinado y debes respetarle. No entiendes…

—No. No entiendo nada —dije con rabia.

—Te quiere por esposa.

—Yo ya estoy casada. —Mi voz sonó en un tono alto y lastimero.

—No. No lo estás. Debes olvidar lo ocurrido en Albión, como si nunca hubiese existido. Eso no tiene valor ante nadie.

Enol me habló enfurecido. Después se detuvo, no quería que el resto de los hombres de la comitiva escuchasen y habló en un tono algo más bajo.

—Sé razonable, por favor, he sido tu tutor y padre durante años y siempre he querido lo mejor para ti. Ese hombre te conviene.

—¿Me conviene…? —respondí exasperada—, ¿por qué me conviene?

—Leovigildo tiene poder en la corte. Es el favorito de la reina Goswintha, tú cedes algo pero él te va a devolver al lugar de donde nunca debiste salir. Es lo mejor para ti.

—¿Sí? Piensas que lo mejor para mí es que contraiga matrimonio con ese ser al que odio. El salvaje que arruinó a Albión, que mató a la gente a quien yo quería. Ese… ese hombre que se desposa conmigo por unas razones políticas que no entiendo, ese hombre que no me ama.

Enol detuvo su caballo, y cogió el mío de las riendas, deteniéndolo también.

—De acuerdo… Vuelve atrás. Regresa a Vindión. Serás la destrucción del lugar al que vayas. Han muerto muchos y otra vez muchos morirán. ¿Quieres eso?

Yo callé, anonadada por aquellas palabras. Enol prosiguió con voz autoritaria.

—Leovigildo te llevará adonde te corresponde. Las mujeres de tu estirpe no se casan por amor. Tu madre no lo hizo. El duque es un alto caudillo entre los godos y el que ha guiado la campaña del norte. El ejército godo abandonará las tierras de los montañeses y no habrá más sufrimiento entre los tuyos.

Bajé la cabeza y asentí. Aún me sentía culpable de la caída de Albión. Cerré los ojos, me pareció ver a mi hijo Nicer, seguro y libre en aquel lugar de las montañas, Ongar, el lugar que Aster amaba y que yo no había podido conocer.

—Ahora Atanagildo reina entre los godos, y el rey es pariente tuyo. Atanagildo desciende de una línea bastarda de Eurico, tu bisabuelo, y es del linaje baltingo. El desea que la hija de Amalarico recupere el lugar que le corresponde entre los suyos. Su esposa Goswintha es una dama muy influyente. Te ha buscado un esposo que pueda protegerte: el duque Leovigildo, un gran guerrero y un hombre que medrará en la corte.

Observé a Enol, sin entender completamente de qué estaba hablando. Percibí de un modo incuestionable que su vida estaba dedicada enteramente a un único fin: conseguir que yo volviese a la corte de los godos. Le miré con atención, intentando comprender por qué con tanto fervor se dirigía hacia aquella meta. Recordé su rostro cuando oraba en Arán, siempre torturado. ¿Sería acaso esto lo que le atormentaba…? Un juramento que se había hecho a sí mismo en un tiempo ya lejano. Ahora, su perfil delgado se recortaba en el contraluz de la tarde. El semblante mostraba una expresión decidida y fanática. De nuevo me acordé de él, cuando años atrás recogíamos hierbas en el bosque. Desde aquel tiempo, mucho había cambiado Enol. O quizá no y ahora se revelaba su verdadero ser, un ser tiránico y obsesivo.

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