—Sí —respondió secamente Aster, sabiendo a qué se refería.
Después su rostro comenzó a mostrar de nuevo dolor.
—Tenemos que llegar a Ongar —continuó Aster—. ¿Sabes? Se lo debo a ella. Ella se fue para que siguiésemos libres. Yo debo conducirles a Ongar. Mailoc dice que si pienso en mi propio dolor no podré realizar la misión que me corresponde, por eso no pienso en nada más que en llegar a mi destino y no miro atrás.
Quizás avergonzado por mostrar sus sentimientos, Aster se alejó de Tilego, y comenzó a distribuir a las gentes para la bajada. Primero lo harían los hombres más fuertes que abrirían el camino. Tilego, Aster, Fusco y Lesso quedarían detrás ayudando a bajar a las mujeres y niños. Algunos de los hombres portaban sobre su espalda a los niños.
Las mujeres protestaban.
—Nos vais a matar; yo nunca bajaré por ahí.
Aster con paciencia respondió a una mujer voluminosa, una comadre de Ongar de la familia de Abato.
—Señora Maína, os llevaremos nosotros mismos. No miréis. No hay otro camino. Eso o los godos.
La mujer se resistía, diciendo:
—Hemos superado el agua y el fuego y ahora vamos a morir en este acantilado.
—No. No vas a morir.
Suavemente Aster cogió a la matrona y rodeó su cintura con una cuerda, después la empujó hacia el acantilado, ella gritaba como un cochino en la matanza.
—Como siga gritando así, van a acudir todos los godos y los suevos de las montañas —dijo Tilego.
Aster asintió pero no le contestó porque se hallaba ocupado con el descenso de la mujer.
—Cuidado con la pared —gritaba Aster—, apartaos de las rocas con las manos. Tú, Tilego, ayúdame, que no puedo con el peso.
Maína fue descendiendo lentamente, con las manos se apoyaba en la pared, de cuando en cuando gritaba. El talud tendría la altura de unos veinte hombres y el descenso se hacía penoso. Al llegar abajo fue recogida por los que ya habían llegado, le quitaron la cuerda, que se izó rápidamente.
Aster se volvió al resto de las mujeres.
—Os iremos bajando poco a poco. Es capital que no gritéis. Estoy seguro de que hay godos que aún nos persiguen. Si hemos bajado a Maína, podéis hacerlo todas.
Las mujeres asintieron confortadas por sus palabras. Una a una fueron bajando; entonces le llegó el turno a Uma, que apretaba a Nicer contra sí. Al ver la actitud de Uma, Tilego habló:
—¿No crees que es peligroso que la demente baje a tu hijo?
Aster miró a Uma atentamente, después en voz suave y convincente se dirigió a ella.
—Uma, te vamos a hacer bajar por esta escala, no debes soltar al niño.
—No soltar al niño —dijo ella.
—Si no estás segura, lo ataremos.
—Ataremos —repitió.
Uma sostenía el niño muy fuerte contra su pecho, pictórico por la lactancia. Aster intentó retirar a Nicer, pero no fue capaz; entonces, tomó la cuerda y la enrolló en torno a los brazos de Uma que abrazaban al chico, ella le dejó hacer. Sorprendentemente, la bajada de Uma fue fácil, la descendieron de espaldas a la pared con el niño al frente. Ensimismada en su mundo, para ella todo lo que no fuera el niño le era ajeno.
Al verla en el suelo con el niño sano y salvo, Aster respiró aliviado. Habían bajado todos, el último fue el monje Mailoc, que había realizado la señal de la cruz sobre su rostro antes de ser lanzado, después descendió musitando oraciones y con una palidez cérea en el rostro. Sólo quedaba Ulge. La mujer se resistía y Aster se tomó un tiempo en convencerla. Cuando comenzó a descender por el acantilado, oyeron gritos en el bosque, unas sombras negras cruzaban la foresta. De repente, por el camino por donde habían subido, asomaron los cascos oscuros y brillantes de una docena de soldados godos; quizás atraídos por los gritos de los que habían ido bajando. Soltaron rápidamente a Ulge, que cayó en brazos de los hombres de abajo.
En el borde del acantilado, sólo quedaban ya Aster, Tilego y los de Arán: Fusco y Lesso. Aster desenfundó su espada, que brilló al contacto con la luz del día y emitió un ruido áspero al salir de su vaina. Los otros hicieron lo mismo, Fusco tomó su arco y apuntó contra los godos, cubriéndoles de fechas. El camino de llegada de los godos era estrecho y él los iba penetrando de uno en uno en el lugar donde se habían refugiado los cántabros. Los hombres situados en la parte baja del precipicio observaban con horror aquella lucha desigual; querían subir para ayudar a su señor pero la pared era difícil de escalar. Algunos de ellos que comenzaban a trepar por la pared resbalaban y volvían abajo.
Aster rechazó a uno de los godos, un guerrero corpulento que avanzó gritando hacia él con la espada en alto. El príncipe de Albión se agachó justo en el momento en que lo embestía y le atravesó el vientre; a su derecha avanzaba otro que él no había visto, pero Lesso detuvo el asalto; mientras tanto Tilego se abalanzaba contra un tercero. La batalla continuó desigual, pero entonces algunos de los hombres en la parte baja del precipicio consiguieron subir, arrastrándose por las rocas. Los enemigos fueron rechazados. Al final, Aster y sus hombres estaban rodeados de cadáveres.
—¿Han muerto todos?
—Sí, mi señor.
—Las entradas a Ongar nunca han sido descubiertas y no pueden quedar enemigos vivos. Rastrearemos el bosque hasta asegurarnos de que nadie ha huido.
En la parte alta del precipicio quedaban seis hombres, se dividieron y rastrearon el bosque de alrededor. Los godos eran una partida de unos doce soldados, y no parecía que alguno de ellos hubiese sobrevivido.
Aster preguntó a Tilego:
—¿Quiénes crees que son?
—No son del grupo que atacó Albión, vestían de un modo distinto. Tampoco son los que acompañaban al druida.
—Han mandado refuerzos —afirmó Aster.
Tilego asintió.
—Sí. No te equivocas. Aster, has pensado correctamente desde un principio, posiblemente los godos han iniciado una ofensiva contra el reino suevo en la que estamos incluidos nosotros.
—En ese caso, buscan someter las tierras del norte para conseguir el oro. El sacrificio de… de ella… ya no tiene valor, no nos dejarán en paz.
—No. No es así. Jana entendió que la buscaban como señuelo y que cualquier lugar donde ella estuviese sería atacado. Ongar peligraba. Ahora no atacarán Ongar o no lo harán de un modo inmediato y eso nos da tiempo a rehacer los castros.
—El tiempo de los castros ha acabado ya, Tilego, no aguantan las catapultas y las teas incendiarias.
En aquel momento regresaron los rastreadores, entre ellos Lesso y Fusco.
—Mi señor, no podemos dejar estos cadáveres aquí, señalarán el camino a Ongar —dijo Lesso.
Lesso volvía a ser el de siempre, parecía haber olvidado aquel resentimiento que había albergado contra Aster tras la muerte de su hermano Tassio. Aster se dirigió a él con un tono de voz suave, contento por su cambio de actitud.
—Sí, Lesso, tienes razón. Los enterraremos, debemos irnos y llegar a Ongar cuanto antes.
Empujaron los cadáveres por el precipicio. Las mujeres gritaban, tapando el rostro de sus hijos. Después, Aster y el resto descendieron precipitándose por la pared, agarrándose a las grietas, no querían dejar una escala atrás que marcase su rastro. Pronto estuvieron en el suelo. Allí les recibieron con gritos de júbilo. Al llegar abajo cavaron una fosa junto al río donde enterraron los cadáveres.
—Adelante —dijo Aster—, debemos caminar deprisa. ¡Nos estarán buscando! Seguidme todos. Que los hombres carguen con los niños.
Aster se introdujo en las aguas del Deva, cruzó el río, saltando entre las piedras o metiéndose en la corriente. Al llegar al otro lado, el espacio era más amplio y las paredes del precipicio se alejaban. En el estrecho paso entre las montañas fluían las aguas del río con fuerza. Las mujeres caminaban con torpeza, sus largas faldas eran arrastradas por la corriente de agua. Llegaron a la otra orilla y siguieron el curso del río hacia delante. Entre las montañas volaban varias aves rapaces, no podían distinguir si se trataba de águilas o de buitres, hacían círculos en el aire buscando una presa.
Más adelante, el desfiladero se ensanchaba y un bosque de cipreses, rodeado por paredes calcáreas, los acogió.
—Me alegro de haber llegado a este bosque. Junto al cauce del río hubiéramos sido un blanco fácil para los godos —dijo Fusco a Lesso—. Nos podrían haber asaeteado desde arriba sin posibilidad de defensa.
—Ya queda poco para Ongar.
—¿Sí?
—Creo que sí. Yo nunca he venido por aquí. Aster ha buscado un camino que no pueda encontrar nadie.
Llegaron al final del bosque, aparentemente ya no había camino, sólo la cascada. Entonces Aster atravesó la cortina de agua que caía con fuerza desde arriba. Los otros empujaron a las mujeres y los niños. A través de las aguas de la cascada llegaron de nuevo a un talud pétreo. Las nubes se habían entreabierto y un rayo solar reverberaba en el agua. Al otro lado de la cascada, en la pared, se abría una senda labrada por el hombre. Unos toscos peldaños ascendían por la roca. Aster subió por ellos y los demás lo siguieron. El camino se transformó en una gradería de escalones desiguales que subían sin cesar. Oían las voces de los hombres resoplando.
—Aster, las mujeres se quedan atrás.
—No importa, este camino ya es seguro, así correrán más. Pronto encontraremos a los vigías de Ongar.
A veces, al ascender tropezaban con los cantos del camino y se formaban pequeños desprendimientos. En la pared, crecían plantas rugosas de largas raíces que se introducían en las rocas. Fusco y Lesso resoplaban. Más allá, la montaña seguía ascendiendo y el Deva se volvía a precipitar en otra cascada de aguas espumosas. Al ver a su jefe detenido, los demás continuaron ascendiendo, pero más despacio, para tomar fuerzas. El cabello oscuro y largo de Aster ondeaba al viento, junto a él estaba Tilego.
Mailoc se adelantó y al llegar a la cumbre abrazó a Aster, después miró hacia donde las aguas del Deva caían, cerca de una amplia cueva, la Cova de Ongar, donde una construcción de piedra estaba coronada por una cruz. Durante un segundo el monje miró hacia atrás al lugar por donde los supervivientes de Albión ascendían y musitó una oración; se abrazó a los huidos de Albión y se despidió; después por un camino estrecho entre las rocas se dirigió al cenobio, donde sus hermanos en la fe lo esperaban.
El grupo de fugitivos de Ongar fue llegando a la cumbre. Al antiguo emplazamiento cántabro, al lugar donde nunca habían llegado las hordas bárbaras, al santuario entre las montañas.
Yo lo vi con ellos.
Cerrado a la mirada de extraños, el castro de Ongar se situaba junto a un arroyo que fluía del Deva. En el centro, una zona interior amurallada se rodeaba de un pequeño barrio exterior; a todo aquel conjunto lo envolvía el antecastro, compuesto por varias fortificaciones de piedra y adobe que circunvalaban ambos espacios. Las murallas llegaban hasta el río y se doblaban sobre sí mismas para, a través de un corredor, formar el camino de entrada, salvaguardado por dos torretas donde se situaban los vigías. Las casas del castro eran circulares. Por fuera se extendían las tierras de labor con las mieses altas para la siega.
Ongar era un lugar diferente a cualquier otro. Las antiguas fortificaciones habían sido destruidas en muchos puntos, pero no por las guerras, que nunca habían llegado a aquel lugar, ni por descuido. La paz reinaba desde años atrás, y las defensas no eran necesarias; las montañas proporcionaban la más fuerte salvaguardia natural. Los habitantes del valle habían tomado las piedras de las murallas para construir sus viviendas, que eran más altas, generalmente acompañadas de graneros y pajares, y distribuidas por las laderas de las montañas. Desde la altura vieron a las gentes ir y venir, muchos labraban los campos, las mujeres lavaban ropa en el río. Se escuchaban las sierras de los leñadores cortando árboles en el bosque. También oía, ampliados por los ecos del valle, los juegos de los niños.
Aster se volvió a Tilego, y éste habló sonriendo:
—¡Al fin en casa!
—En casa, pero derrotados.
—No debes decir eso. Hemos salvado la vida.
—Pero hemos perdido a muchos.
—Sí —dijo Tilego sabiendo que la muerte no era la única pérdida.
Entonces Aster se giró y se acercó a Uma. De alguna manera, la demente comprendía que estaban seguros, y aflojó el abrazo que la unía a Nicer. Aster tomó a su hijo del seno de la loca, ella le dejó hacer; cantaba una canción antigua e incomprensible.
Aster habló:
—Hemos llegado a Ongar.
Todos vitorearon sus palabras y él levantó a su hijo por encima de su cabeza, el niño abrió sus bracitos y sonrió. Sus rizos dorados brillaron al sol.
—Mira, hijo mío, el lugar de tus mayores.
En el poblado los vigías vieron a la comitiva que descendía de las montañas e hicieron sonar los cuernos de caza. El eco devolvió su sonido y las gentes dejaron sus tareas para ver quién podría haber encontrado el camino hacia Ongar, lugar escondido en las montañas.
Cruzamos campos en los que el trigo comenzaba a brotar verde en la naciente primavera, y después atravesamos montes, muy distintos a los de las montañas cántabras. Bosques con helechos de grandes hojas pero sin tojos ni plantas espinosas. Un frío seco y helador descendía desde alguna lejana montaña hacia la planicie y el cielo, de un azul intenso como yo nunca había visto en el norte, de cuando en cuando era cruzado por el velo translúcido de alguna nube. El camino se hizo empinado y después descendimos con dificultad. Atravesamos un río anchuroso y seguimos ruta hacia delante. Se abría ante nosotros un valle pleno de cerezos en flor, las nieves de las cumbres de las montañas se licuaban ante la primavera pero en las colinas del valle el blanco puro y aromático de la flor del cerezo se extendía por las laderas. La comitiva transitaba por la antigua calzada romana que unía Astúrica Augusta con Emérita, por allí había bajado el oro de las Médulas, y también la plata, así como el estaño procedente de las islas del norte. Ahora veíamos paisanos, labradores, algún noble rodeado de una comitiva y a veces monjes con un hábito que me recodaba el de Mailoc.
Atravesamos el Tajo por el puente romano de piedra que descansa sobre seis grandes pilares y está coronado a la mitad por un arco de triunfo. Desde la altura sentí vértigo al ver las aguas del río discurriendo tumultuosas bajo las grandes arcadas. El puente semejaba una pequeña colina sobre el río, ascendía un trecho y después volvía a descender. Al final, desde unas torres, los vigías que guardaban el puente saludaron el paso de la comitiva. En la caravana se hablaba que ya quedaba poco para llegar a Mérida.