Read La reina suprema Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (15 page)

BOOK: La reina suprema
9.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un miembro de su escolta se volvió a decirle:

—Ya veo la granja, señora. Llegaremos antes de que caiga la noche.

Viviana le dio las gracias, tratando de disimular su gratitud para no traicionar su debilidad.

Gawan la esperaba en el estrecho patio de las cuadras y la ayudó a desmontar sin pisar el barro.

—Bienvenida, señora —le dijo—. Es un placer veros, como siempre. Mañana vendrán mi hijo Balin y el vuestro; mandé a Caerleon por ellos.

—¿Tan grave es, viejo amigo? —preguntó Viviana.

Gawan asintió con la cabeza.

—Apenas se la reconoce, señora. Está reducida a nada; si come o bebe un poco dice que se le incendian las entrañas. Ya no puede faltar mucho, pese a todos vuestros remedios.

Viviana lanzó un suspiro.

—Es lo que temía —dijo—. Cuando esta enfermedad se apodera de alguien ya no abre las garras. Tal vez pueda ofrecerle algún alivio.

—Dios lo quiera. Las medicinas que nos dejasteis la última vez ya no sirven de mucho. Se despierta por la noche, llorando como una criatura. No tengo siquiera el valor de rezar para conservarla a costa de más sufrimientos, señora.

Viviana volvió a suspirar. En su última visita, seis meses antes, les había dejado sus drogas más fuertes, casi deseando que Priscila enfermara de fiebres en otoño y muriera antes de que los medicamentos perdieran efecto. Ya no había mucho que pudiera hacer. Se dejó conducir al interior de la casa y sentar frente al fuego. La criada le llevó un cuenco de sopa caliente.

—Descansad, señora —invitó él—. Podréis ver a mi esposa después de cenar. A esta hora suele dormir un rato.

—Cualquier rato de descanso es una bendición; no voy a molestarla —resolvió Viviana calentándose los dedos helados con el tazón de sopa, mientras las criadas le sacaban las botas y la secaban con toallas calientes. Por un momento descansó cómodamente, olvidando aquella lúgubre misión. Pero desde una habitación interior les llegó un grito débil y la criada dio un respingo.

—Es el ama, pobre —dijo a Viviana—. Debe de estar despierta. Esperábamos que durmiera hasta que la cena estuviera servida. Tengo que ir a atenderla.

—Yo también voy.

Viviana siguió a la mujer hasta la alcoba, viendo la expresión horrorizada de Gawan ante aquel débil grito.

Viviana nunca había dejado de hallar en Priscila algún rastro de su antigua hermosura, cierto parecido con la joven alegre que había criado a su hijo Balan. Ahora, el rostro, los labios y el pelo descolorido eran del mismo color gris amarillento; incluso los ojos azules parecían desteñidos por la enfermedad. Era evidente que llevaba meses sin poder levantarse. Y si hasta entonces las pociones de Viviana le habían ofrecido alivio, consuelo y una recuperación parcial, ya era demasiado tarde para prestarle ninguna ayuda.

Por un momento los ojos desvaídos vagaron por la habitación. Por fin, Priscila parpadeó un poco, susurrando:

—¿Sois vos, señora?

Viviana le cogió la mano marchita.

—Lamento veros tan enferma —dijo—. ¿Cómo estáis querida amiga?

Los labios resquebrajados se tensaron en una mueca que parecía un gesto de dolor, pero pretendía ser una sonrisa.

—No podría estar peor —susurró—. Creo que Dios y su Madre me han olvidado. Pero me alegra volver a veros. Y espero vivir lo suficiente para dar la bendición a mis queridos hijos. —Suspiró con fatiga, tratando de cambiar de posición—. Me duele la espalda de tanto estar acostada, pero cuando me tocan es como si me clavaran cuchillos. Y aunque tengo mucha sed, no me atrevo a beber por miedo al dolor.

—Haré todo lo que pueda —prometió Viviana.

Después de ordenar a los criados lo que necesitaba, le vendó las llagas y le enjuagó la boca con una loción refrescante. Luego se sentó junto a ella, sosteniéndole la mano, sin molestarla con palabras. Poco después del oscurecer se oyó ruido en el patio. Priscila dio un respingo, febriles los ojos a la luz de la lámpara.

—¡Son mis hijos!

Y en verdad no tardaron en entrar Balan y su hermano de leche, Balin, el hijo de Gawan.

—Madre —saludó el primero, inclinándose para besar la mano a Priscila. Sólo entonces se inclinó ante Viviana—. Señora…

La Dama tocó a su hijo mayor en la mejilla. No era tan hermoso como Lanzarote, pero tenía bellos ojos oscuros, como los de ella y los de su hermano. Balin era más bajo, recio y de ojos grises. Como Priscila, era rubio y de mejillas encarnadas.

—Mi pobre madre —murmuró acariciándole la mano—. Pero ahora que la Dama Viviana ha venido a ayudarte no tardarás en recuperarte, ¿no es así? Pero estás tan delgada, madre… Tienes que tratar de comer más para fortalecerte.

—No —susurró Priscila—. No volveré a fortalecerme hasta que cene con Jesucristo en el cielo, hijo querido.

—Oh, no, madre, no digas eso… —exclamó Balin.

Balan buscó la mirada de Viviana y le dijo en voz muy baja:

—No comprende que se muere, señora… madre. Insiste en que puede recuperarse. —Balan negó con la cabeza. Tenía el grueso cuello enrojecido y Viviana le vio lágrimas en los ojos, aunque él se las enjugó deprisa.

Después de un rato, Viviana dijo que todos tenían que salir para que la enferma descansara.

—Despedíos de vuestros hijos, Priscila, y dadles vuestra bendición —sugirió.

Los ojos de la mujer se animaron un poco.

—Ojalá fuera una verdadera despedida, antes de que esto empeore. No querría que me vieran como esta mañana —murmuró.

Viendo su terror, Viviana se inclinó hacia ella para decirle en un susurro:

—Puedo hacer que no haya más dolor, querida, si deseáis que termine.

—Por favor —susurró la moribunda, estrechándole la mano a modo de súplica.

—Os dejaré con vuestros hijos, pues. Los dos son vuestros, aunque sólo hayáis alumbrado a uno de ellos.

En la otra habitación encontró a Gawan.

—Traedme mis alforjas —dijo. Cumplida la orden, rebuscó en un bolsillo. Luego se volvió hacia el hombre—. Por el momento está en calma, pero no puedo hacer mucho más, salvo poner fin a sus sufrimientos. Creo que eso es lo que desea.

—¿No hay ya esperanza?

—No. Ya no le espera más que dolor. No creo que vuestro Dios desee hacerla sufrir más.

Gawan dijo conmovido.

—Ha dicho a menudo que se arrepentía de no haber tenido valor para arrojarse al río mientras aún podía caminar.

—Es hora, pues, de que se vaya en paz —musitó Viviana—, pero quería haceros saber que no hago sino su voluntad.

—Siempre he confiado en voz, señora —replicó Gawan—. Mi esposa os ama. No pido más. Sé que os bendecirá si ponéis fin a sus sufrimientos.

Pero estaba demudado por el pesar. Siguió a Viviana a la alcoba, donde Priscila charlaba en voz baja con Balin. Cuando le soltó la mano, éste se acercó a su padre, sollozando. La enferma tendió los dedos flacos a Balan, diciendo con voz trémula:

—Tú también has sido un buen hijo, muchacho. Cuida siempre de tu hermano de leche. Y no dejes de rezar por mi alma.

—Lo haré, madre —dijo Balan. Pero cuando quiso abrazarla, Priscila soltó un pequeño grito de miedo y dolor, de modo que se limitó a estrecharle la mano marchita.

—Ya os he preparado vuestro remedio, Priscila —dijo Viviana—. Dad las buenas noches y dormid.

—Estoy tan cansada… —susurró la moribunda—. Dormir será un placer. Bendita seáis, señora, y también vuestra Diosa.

—En su nombre, que ofrece misericordia —murmuró la Dama, en tanto le alzaba la cabeza para que pudiera tragar.

—Tengo miedo de beber esto. Es amargo. Y tragar cualquier cosa me causa dolor —susurró Priscila.

—Os juro, hermana mía, que después de beber esto no habrá más dolor —aseguró Viviana con voz firme, inclinando la taza.

Después de beber, Priscila levantó una mano para tocarle la cara.

—Dadme un beso de despedida, señora —pidió con aquella horrenda sonrisa.

Y Viviana oprimió los labios contra la frente cadavérica, pensando: «He traído vida y ahora vengo como la Parca. Lo que hago ahora por ella, Madre, que algún día lo haga alguien por mí.» Y se estremeció otra vez al encontrar la mirada interrogante de Balin.

—Venid —dijo en voz baja—. Dejadla descansar.

Salieron del cuarto. Gawan permaneció junto a su esposa, sin soltarle la mano. «Así tiene que ser», pensó la Dama.

Las criadas habían servido la cena. Viviana ocupó su sitio y comió, fatigada por el largo viaje.

—¿Habéis venido desde Caerleon en un solo día, muchachos? —preguntó. Y sonrió para sí, pues los «muchachos» ya eran hombres.

—Sí —respondió Balan—, y fue un viaje infortunado a causa de la lluvia y el frío. —Después de servirse pescado, pasó la fuente a Balin, diciendo—: No comes nada, hermano.

El otro se estremeció.

—No tengo ánimos para comer, viendo así a mi madre. Gracias a Dios estáis aquí, señora. Se repondrá pronto, ¿verdad? La última vez vuestros remedios fueron como un milagro.

Viviana lo miró fijamente. ¿Era posible que no comprendiera? Por fin dijo en voz baja:

—Lo mejor que podemos esperar es que vaya a reunirse con su Dios en el más allá, Balin.

Él levantó con espanto la cara rubicunda.

—¡No! ¡No puede morir! Prometedme que no la dejaréis morir, señora…

Viviana replicó severamente:

—No tengo la vida y la muerte en mis manos, Balin. ¿Quieres que viva este tormento mucho más tiempo?

—Pero vos sois hábil en todo tipo de magia —protestó Balin enfadado—. ¿A qué vinisteis, si no fue para curarla otra vez? Hace un momento dijisteis que podíais poner fin a su dolor…

—Para la enfermedad que se ha adueñado de tu madre hay una sola cura —explicó Viviana apoyándole una mano compasiva en el hombro.

—Basta, Balin —dijo su hermano—. ¿Prefieres que siga sufriendo?

Pero Balin clavó en Viviana una mirada fulminante.

—Conque utilizasteis vuestras hechicerías para curarla cuando era un honor para vuestra maligna Diosa —gritó—. Y ahora que ya no podéis sacar beneficio, la dejáis morir.

—Calla, hombre —ordenó Balan con voz ronca y tensa—. Recuerda que nuestra madre la bendijo y le dio un beso de despedida. Era lo que deseaba.

Pero Balin alzó la mano, como para golpear a Viviana.

—¡Judas! —gritó—. Vos también traicionasteis con un beso. —Y se volvió para correr a la alcoba—. ¿Qué habéis hecho? ¡Asesina! ¡Sucia asesina! ¡Padre, padre! ¡Esto es asesinato y hechicería maligna!

Gawan apareció en la puerta de la habitación interior, muy pálido, pidiendo silencio con gestos nerviosos, pero su hijo lo apartó de un empellón. Viviana fue tras él. Al entrar vio que Gawan había cerrado los ojos a la difunta.

Balin, al notarlo, se volvió hacia ella entre gritos incoherentes:

—¡Asesina! ¡Traidora, bruja! ¡Maldita bruja asesina!

Gawan retuvo a su hijo entre los brazos.

—¿Ante el cuerpo de tu madre hablas así de la persona en quien más confiaba?

Pero Balin, delirante, forcejeaba para arrojarse contra Viviana, que trató de hacerlo entrar en razón, sin lograr que la escuchara. Por fin fue a sentarse junto al fuego de la cocina.

Balan se acercó.

—Lamento que lo esté tomando así, señora —dijo, cogiéndole la mano—. Pero cuando pase la impresión os estará tan agradecido como yo. Pobre madre, ha sufrido tanto. Ahora que terminó, yo también os bendigo. —Bajó la cabeza, tratando de no sollozar—. Era… como una madre para mí también.

—Lo sé, hijo mío, lo sé —murmuró Viviana, dándole palmaditas en la cabeza como si aún fuera un niño torpe—. Es justo que llores por tu madre adoptiva, de lo contrario no tendrías corazón.

Y Balan se derrumbó en sollozos, arrodillado junto a ella y con la cara escondida en su regazo. Balin se plantó ante ellos, pálido de furia.

—Sabes que mató a nuestra madre, Balan, pero acudes a que te consuele.

Su hermano levantó la cabeza, sofocando los sollozos.

—Cumplió con la voluntad de nuestra madre. ¿Tan necio eres que no comprendes? Aun con la ayuda de Dios, madre no habría vivido dos semanas más. ¿Le reprochas que haya querido ahorrarle ese último sufrimiento?

Pero Balin se limitó a gritar, desolado:

—¡Mi madre, mi madre ha muerto!

—Calla. Me crió. También era mi madre —exclamó Balan, furioso; luego ablandó la expresión—. Ah, hermano, hermano. Yo también peno. ¿Por qué tenemos que reñir? Ven, bebe un poco de vino. Ha dejado de sufrir y está con Dios. En vez de discutir, recemos por ella. Ven, hermano; come y descansa, que tú también estás fatigado.

—¡No! ¡No descansaré bajo el mismo techo que esta bruja asesina!

Gawan se acercó, pálido y furioso, para darle una bofetada en la boca.

—¡Paz! —ordenó—. La Dama de Avalón es nuestra amiga y nuestra invitada. ¡No mancilles la hospitalidad de esta casa con palabras tan blasfemas! Siéntate a comer, hijo, o pronunciarás palabras que todos hemos de lamentar.

Pero Balin miraba alrededor como una bestia salvaje.

—No comeré ni descansaré bajo el techo que alberga a… a esa mujer.

Su hermano inquirió:

—¿Te atreves a ofender a mi madre?

—¡Conque todos estáis contra mí! Bien, ¡me voy de esta casa!

Y se volvió para salir apresuradamente. Viviana se dejó caer en una silla, mientras su hijo le ofrecía el brazo y Gawan le escanciaba una taza de vino.

—Bebed, señora, y aceptad mis disculpas en nombre de mi hijo Está fuera de sí; pronto recobrará la cordura.

—¿Queréis que vaya tras él para evitar que se haga daño, padre?

Gawan negó con la cabeza.

—No, hijo, no; quédate con tu madre. Las palabras no le servirán de nada.

Viviana sorbió su vino, temblando. También estaba abrumada por la pena, recordando el tiempo en que Priscila y ella eran jóvenes y cada una tenía a su recién nacido en los brazos. Había sido tan alegre y hermosa… Ahora yacía muerta y su mano le había acercado la taza mortal. Tenía la sensación de que hasta los huesos se le sacudían con un dolor glacial. Se acercó al fuego, pero no dejaba de temblar y no podía entrar en calor. Se arrebujó en su chal. Balan la condujo al mejor asiento, le puso un almohadón tras la espalda y una taza de vino caliente en la mano.

—Ah, vos también la amabais —dijo—. No os aflijáis por Balin, señora. Ya recobrará el buen tino, y entonces comprenderá que fuisteis misericordiosa con nuestra madre… —Se interrumpió. Los carrillos se le iban enrojeciendo—. ¿Os ofende, señora, que aún vea en ella a mi madre?

BOOK: La reina suprema
9.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blazing the Trail by Deborah Cooke
The Longest Yard Sale by Sherry Harris
Last Light by Terri Blackstock
The Splendour Falls by Susanna Kearsley
Something Sinful by Suzanne Enoch
Guarding Miranda by Holt, Amanda M.
The Same Mistake Twice by Albert Tucher
Blind Instinct by Fiona Brand