El mozo había visto a Morgana. En un momento de horror ésta temió que la hubiera reconocido; aquel sí que sería un chisme jugoso para la corte. «¿Y qué será de la reputación de Lanzarote? ¿O ser sorprendido en la paja es un mérito para el hombre?»
—¿Interrumpí algo, señor? —preguntó el mozo, tratando de mirar por detrás de él.
Lanzarote, sin responder, lo empujó hacia delante.
—Ve en busca de Cay y del herrador, corre. —Regresó con la velocidad de un tornado para besar a Morgana, que se había puesto de pie—. ¡Por los dioses, qué maldita…! —La estrechó con fuerza y le dio un beso tan ardiente que sintió su calor en el rostro—. Esta noche, ¡júralo!
Morgana no podía hablar. Sólo pudo asentir con la cabeza, aturdida, con todo el cuerpo clamando por la satisfacción interrumpida, en tanto él se alejaba precipitadamente. Al poco rato se acercó un joven que le hizo una respetuosa reverencia, mientras fuera se oía el grito horrible, casi humano, de un animal moribundo.
—¿Señora Morgana? Soy Griflet. El señor Lanzarote me ordenó escoltaros hasta los pabellones. Me explicó que os trajo para enseñaros el caballo que está domando para el rey, pero que caísteis en la paja al resbalar y que estaba comprobando si estabais lesionada antes de que lo llamaran. Os ruega que lo disculpéis.
Cuando el joven Griflet le ofreció el brazo, ella se apoyó pesadamente, diciendo:
—Creo que me torcí el tobillo—. Aquello explicaba su ropa arrugada y la paja que tenía en el cabello. Por una parte agradecía el rápido ingenio de Lanzarote; por otra, desolada, reclamaba que él la reconociera y amparara.
Arturo había ido con Cay a las caballerizas, afligido por el accidente. Morgana dejó que Ginebra e Igraine se afanaran en atenderla y aceptó un lugar a la sombra para ver los ejercicios ecuestres.
—Después de esto —declaró el rey grandilocuente—, nadie volverá a decir que los caballos sólo sirven para tirar de las carretas. —Sonrió a su esposa—. ¿Te gustan mis caballeros, señora?
—Cay monta como un centauro —comento Igraine a Héctor que sonreía de placer—. Arturo, fuiste muy bondadoso al darle uno de los mejores caballos.
—Cay es muy bueno, como soldado y como amigo, para marchitarse en casa —contestó Arturo con decisión.
—¡Mirad! —exclamó su madre—. ¡La legión ha derribado toda esa serie de blancos! Jamás vi montar así.
—Creo que nada podría resistir esa embestida —aseveró el rey Pelinor—. Lástima que Uther Pendragón no haya vivido para verlo.
Gaheris, uno de los hijos de Morgause, se inclinó ante Arturo.
—¿Puedo ir a las cuadras para ayudar a desensillar, señor? —Era un alegre muchacho de unos catorce años.
Morgause alzó la voz:
—¡No, tú no, Gareth! —Y lanzó un manotazo hacia un pequeño regordete de unos seis años—. ¡Gaheris! ¡Tráelo!
Arturo alzó las palmas mientras soltaba una carcajada.
—No os preocupéis por él; los niños corren a las cuadras como las pulgas al perro. ¡Me han contado que monté el potro de mi padre cuando sólo tenía seis años!
Morgana se estremeció súbitamente, recordando a un niño rubio que parecía muerto y una sombra en un cuenco de agua… No, había desaparecido.
—¿Te duele mucho el tobillo, hermana? —preguntó Ginebra solícita—. Apóyate en mí.
—Gawaine cuidará del niño —continuó Arturo despreocupado—. Creo que es nuestro mejor hombre para el adiestramiento de jinetes.
—¿Mejor que el señor Lanzarote? —preguntó Ginebra.
«Sólo quiere pronunciar su nombre —pensó Morgana—. Pero era a mí a quien deseaba hace un rato. Y esta noche será demasiado tarde. Mejor eso que romper el corazón a Arturo. Se lo diré a Ginebra, es preciso.»
—¿Lanzarote? Es nuestro mejor jinete —respondió el rey—, aunque demasiado audaz para mi gusto. Los muchachos lo adoran, pero Gawaine les enseña mejor. Lanzarote es demasiado exhibicionista. Mirad, allí viene, montando el caballo que está domando para mí.
Y rompió en una carcajada, mientras Igraine decía:
—¡Ese diablillo!
Pues Gareth se había colgado de la silla como un mono Lanzarote, riendo, lo montó delante de él y partió a galope colina arriba, hacia donde estaba el grupo del rey. Frenó al animal frente a ellos, haciendo que se alzara de manos y girara en el aire.
—Vuestro caballo, señor Arturo —dijo con una reverencia mientras le ofrecía las riendas con una mano—. Y vuestro primo. Tía Morgause, aquí tenéis a este pequeño tunante. ¡Curtidle las posaderas! ¡El caballo podría haberlo matado!
Y dejó caer al niño en el regazo de su madre. Gareth no oyó una palabra del regaño materno; sus ojos azules estaban fijos en Lanzarote, llenos de adoración.
—Cuando seas mayor —prometió Arturo asestándole un golpe juguetón—, te haré caballero y saldrás a rescatar bellas señoras.
—Oh, no, mi señor Arturo —exclamó el niño—. Mi señor Lanzarote me hará caballero para que vayamos juntos a una gesta.
—Me ha hecho sombra —comentó el rey con buen humor—. Mi flamante esposa no puede apartar los ojos de Lanzarote y ahora Gareth también lo prefiere. Si no enloquezco de celos es sólo porque Lanzarote es mi mejor amigo.
Pelinor, que contemplaba el trote del jinete, dijo:
—Ese condenado dragón sigue oculto en un lago de mis tierras, matando a mis siervos y mis vacas. Si tuviera un caballo como ése, capaz de pelear, podría ir nuevamente tras él. La última vez casi no salvé la vida.
Morgana no prestaba mucha atención, aunque se preguntaba cuánto habría de verdad en aquella historia y cuánto de exageración para impresionar. Sus ojos seguían a Lanzarote, que iba aminorando el paso del animal.
Arturo dijo a su esposa:
—Yo no podría con un caballo así. Lanzarote lo está domando por mí. Hace dos años era más salvaje que el dragón de Pelinor, pero ¡vedlo ahora!
—A mí todavía me parece salvaje —confesó Ginebra—. Claro que todos me dan miedo, hasta los más mansos.
—Un caballo de combate no puede ser manso como un palafrén —explicó Arturo—. Tiene que ser brioso… ¡Dios del cielo!
Se levantó súbitamente. Un torbellino blanco, tal vez un ganso, había aleteado súbitamente bajo los cascos del caballo, que se alzó de manos con un relincho frenético. Lanzarote, sobresaltado, trató de dominarlo, pero cayó al suelo, casi bajo los cascos; aunque medio desmayado, se las compuso para rodar hacía un lado.
Ginebra lanzó un alarido. Morgause y las demás señoras se hicieron eco, en tanto Morgana, olvidando la supuesta lesión He tobillo, se levantó de un salto para correr hacia el caballero y lo sacó a rastras de entre los cascos del animal. Arturo también corrió a sujetar la brida y, haciendo uso de todas sus fuerzas, alejó al caballo de Lanzarote, que yacía inconsciente. Morgana se arrodilló a su lado y le palpó la sien, donde ya había un morado y un hilo de sangre mezclado con el polvo.
—¿Ha muerto? —gritó Ginebra—. ¿Ha muerto?
—No —respondió Morgana con aspereza—. Que traigan agua fría y vendas de hilo. Creo que se ha roto la muñeca al parar la caída para no romperse el cuello. Y el golpe que tiene en la cabeza…
Le apoyó un oído contra el pecho. Luego cogió la jofaina de agua fría que le acercaba la hija de Pelinor y le limpió la frente con un trozo de lienzo. Gawaine se acercó para llevar el caballo a las cuadras.
El incidente había aguado la fiesta; uno a uno, los invitados se fueron a sus alojamientos. Morgana vendó la cabeza a Lanzarote y logró entablillarle la muñeca antes de que reaccionara con gemidos de dolor; después mandó a Cay por algunas hierbas que lo harían dormir. Lo hizo llevar a su cama y se quedó junto a él, aunque no la reconocía.
En una ocasión la miró fijamente, murmurando: «Madre.» El corazón de la joven dio un vuelco. Pero al fin cayó en un sueño profundo e inquieto. Al despertar dijo:
—¿Morgana? ¿Prima? ¿Qué ha pasado?
—Te caíste de un caballo.
—¿De un caballo? ¿De qué caballo? —inquirió confundido. Y al recibir la respuesta dijo—: Eso es ridículo. Nunca me he caído de un caballo.
Se durmió otra vez. Morgana, sentada a su lado, se dejaba estrechar la mano con el corazón destrozado. Aún tenía la marca de sus besos en la boca y en los pechos. Pero el momento había pasado y lo sabía. Aunque Lanzarote recordara no la querría, nunca la había querido, salvo para calmar el tormento de pensar en Ginebra y en el rey, su primo.
Empezaba a oscurecer; a distancia, en el castillo, se oía música, risas, canciones festivas. De pronto se abrió la puerta y entró Arturo en persona, llevando una antorcha en la mano.
—¿Cómo está Lanzarote, hermana?
—Vivirá. Tiene la cabeza muy dura —respondió Morgana con fingida indiferencia.
—Te queríamos entre los testigos cuando se acostara a la novia, ya que firmaste el contrato matrimonial. Pero supongo que es mejor que no esté solo y no quiero dejarlo con un chambelán. Es una suerte que te tenga a ti. Sois hermanos adoptivos ¿verdad?
—No —replicó Morgana, con inesperado enfado.
Arturo se acercó a la cama para levantar la mano laxa del herido, que gimió y abrió los ojos, parpadeando.
—¿Arturo?
—Aquí estoy, amigo mío. —Morgana se dijo que nunca había oído una voz masculina tan tierna.
—Tu caballo… ¿está bien?
—Está bien. Al diablo con el caballo. Si hubieras muerto, ¿de qué me habría servido e! caballo? —Arturo casi sollozaba.
—¿Cómo sucedió?
—Un ganso se escapó y se metió entre las patas del caballo. El muchacho que los cuida se ha escondido. ¡Sabe que le espera una tremenda zurra!
—No lo castigues —dijo Lanzarote—. Es sólo un pobre estúpido; no tiene la culpa de que los gansos sean más inteligentes que él. Prométemelo, Gwydion.
Morgana quedó atónita al oírle utilizar el viejo nombre. Arturo le dio un beso en la mejilla, evitando cuidadosamente el lado herido.
—Te lo prometo, Galahad. Ahora duerme.
Lanzarote le apretó la mano con fuerza.
—Estuve a punto de arruinarte la noche de bodas, ¿verdad? —dijo, y Morgana reconoció su ironía.
—Ya lo creo. Mi novia ha llorado tanto por ti que me pregunto qué habría hecho si el herido fuera yo —aseguró Arturo riendo.
Morgana intervino con fiereza.
—Aunque seas el rey, hermano, este hombre necesita tranquilidad.
—Es cierto —Arturo irguió la espalda—. Mañana haré que Merlín venga a verlo. Pero esta noche no tendría que quedarse solo.
—Yo lo cuidaré —dijo Morgana enfadada.
—Bueno, si estás segura…
—¡Ve a reunirte con Ginebra! ¡Tu novia te espera!
Arturo suspiró, abatido. Al fin dijo:
—No sé qué decirle. Ni qué hacer.
«Esto es ridículo —pensó ella—. ¿Pretende que le dé instrucciones? ¿O a su novia?» Pero su expresión le hizo bajar los ojos y decir, con mucha suavidad:
—Es sencillo. Haz lo que la Diosa te indique.
Parecía un niño asustado. Con voz ronca, luchando con las palabras, murmuró:
—Ella… ella no es la Diosa. Es sólo una niña… y está asustada —Después de un momento barbotó—: ¿No sabes, Morgana, que todavía…?
—¡No! —lo interrumpió ella violentamente, alzando una mano para ordenarle silencio—. Recuerda al menos una cosa: para ella serás siempre el Dios. Preséntate como el Astado.
Arturo se persignó, estremecido.
—Que Dios me perdone —susurró—. Este es el castigo…
Y enmudeció. Por un momento se miraron sin poder hablar. Por fin Arturo dijo:
—No tengo derecho. Morgana… ¿Puedes darme un beso?
—Hermano mío… —Con un suspiro, ella se puso de puntillas para darle un beso en la frente. Luego le hizo en la cabeza la señal de la Diosa—. Bendito seas. Ve con tu novia, Arturo. Te prometo, en nombre de la Diosa, que todo saldrá bien. Te lo juro.
Arturo tragó saliva. Luego se apartó de Morgana, murmurando:
—Que Dios te bendiga, hermana.
La puerta se cerró tras él.
Morgana se dejó caer en una silla a vigilar el sueño de Lanzarote, inmóvil, atormentada por las imágenes de su mente. Lanzarote, sonriéndole al sol, en el Tozal. Ginebra, con la falda empapada, aferrada a la mano del joven. El Astado, con la cara manchada de sangre, apartando la cortina de la cueva. Los labios de Lanzarote, frenéticos contra sus pechos… ¿Habían pasado sólo unas cuantas horas?
—Al menos no pasará la noche de bodas de Arturo soñando con Ginebra —murmuró.
Y se recostó en el borde de la cama, apoyando cautelosamente el cuerpo contra el del herido. En silencio, sin un sollozo, hundida en una angustia demasiado profunda para el llanto, pasó la noche sin cerrar los ojos. Luchaba contra la videncia y contra los sueños, luchaba por lograr el silencio y la insensible Esencia de pensamiento que le habían enseñado en Avalón.
Mientras tanto, en el ala más lejana del castillo, Ginebra yacía despierta, contemplando con culpable ternura el pelo de Arturo bajo el claro de luna, el pecho que subía y bajaba con tranquila respiración. Por las mejillas le corrían lentas lágrimas.
«Sólo quiero amarlo», pensaba. Luego rezó: «Oh, Dios mío. Virgen María, ayudadme a amarlo como debo, porque es mi rey y señor y es tan bueno que merece ser amado más de lo que yo puedo amar.»
A su alrededor la noche parecía respirar tristeza y desesperanza.
«Pero ¿por qué? —se preguntó—. Arturo es feliz. No tiene nada que reprocharme. ¿De dónde surge este pesar que llena el aire?»
A
fines de verano, en una tarde calurosa, la reina Ginebra estaba en el salón de Caerleon, con algunas de sus damas. La mayoría fingía hilar o cardar lo que restaba de la lana de primavera, pero los husos se movían con pereza. Incluso la reina, tan buena bordadora, había dejado de dar puntadas en el fino mantel de altar que estaba haciendo para el obispo.
Morgana, que estaba cardando, apartó la lana con un suspiro. En aquella época del año siempre sentía nostalgia de las nieblas y los acantilados de Tintagel; no había vuelto allí desde su infancia.
Arturo había ido con su legión a la costa del sur, a fin de examinar el nuevo fuerte construido por los sajones de las tropas aliadas. Aquel verano no habían sufrido incursiones; en dos años, las legiones montadas habían reducido el combate con los sajones a un ejercicio esporádico. Pero el rey aprovechaba esa temporada pacífica para fortificar todas las defensas de las costas.
—Tengo sed otra vez —dijo Elaine, la hija de Pelinor—. ¿Puedo pedir que envíen más jarras de agua?