Cuando el bardo dejó el arpa, Morgana le escanció vino y se lo ofreció de rodillas, como lo habría hecho en Avalón. Él lo aceptó con una sonrisa, invitándola a sentarse a su lado.
—Os lo agradezco, señora Morgana.
—Es mi obligación y un placer servir a un arpista como vos. ¿Habéis estado recientemente en Avalón? La Dama Viviana, ¿cómo está?
—Bien, pero muy envejecida —respondió Kevin en voz baja—. Y creo que languidece por vos. Tendríais que volver.
Morgana, atacada otra vez por la desesperación nunca olvidada, apartó la mirada.
—No puedo. Pero dadme noticias de mi patria.
—Si queréis noticias de Avalón tendréis que ir por ellas. Llevo un año sin ir allí, pues la Dama me ha encomendado llevarle nuevas de todo el reino. Taliesin ya es demasiado anciano para actuar como mensajero de los dioses.
—Bueno —dijo ella—, ahora podréis hablarle de este casamiento.
—Le diré que estáis sana y salva, puesto que ha sufrido por vos. Ha perdido el don de la videncia. Y le hablaré de su hijo menor, que es el principal compañero de Arturo. —Los labios de Kevin se curvaron en una sonrisa sarcástica—. Allí está el gran rey, como Jesús con sus apóstoles, defendiendo el cristianismo para todo el país. En cuanto al obispo, es un ignorante.
—¿Porque no tiene oído para la música? —Sólo ahora Morgana se percataba de lo mucho que había echado de menos la conversación entre iguales. ¡Los chismes de Morgause y sus damas eran tan limitados!
—Cualquiera que no tenga oído para la música es ignorante, por cierto —replicó el bardo—, pero hay más. ¿Os parece que éste es buen momento para una boda? —Señaló el cielo—. La luna está menguando. Es mal augurio para una unión, tal como les advirtió el señor Taliesin. Pero el obispo insistió, porque es la festividad de no sé qué santo. Merlín habló con Arturo para decirle que este matrimonio no le daría ninguna felicidad, por motivos que ignoro. Pero ya no era posible impedirlo de una manera honorable.
Recordando el modo en que se miraban Ginebra y Lanzarote, Morgana comprendió instintivamente qué había querido decir el anciano druida. «Aquel día, en Avalón, ella lo alejó de mí para siempre», se dijo. ¿Tendría que haberse dejado llevar por el certero instinto que la llevaba a desearlo, pese a sus votos de castidad? «Habría sido mejor, aun para Avalón, que yo hubiera aceptado entonces a Lanzarote. De ese modo esta niña habría llegado a Arturo con el corazón intacto y mi hijo habría nacido igualmente de la antigua estirpe real.»
—Os veo atribulada, señora Morgana —dijo delicadamente Kevin—. ¿Puedo hacer algo por vos?
Morgana negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas. No podía aceptar su compasión.
—Nada, señor druida. Comparto vuestros temores por este matrimonio y estoy preocupada por mi hermano; eso es todo. Y en verdad compadezco a la mujer que ha desposado.
Y decía la verdad: aunque su temor por Ginebra se mezclaba con el odio, también la compadecía por casarse con un hombre que no la amaba y amar a quien no podía desposarla.
«Si apartara a Lanzarote de Ginebra haría un favor a mi hermano. Y también a su esposa, pues entonces ella podría olvidarlo.» Pero sabía que estaba tratando de engañarse. Si apartaba a Lanzarote de Ginebra no lo haría por su hermano ni por el reino sino pura y simplemente porque lo deseaba para sí. Sabía mucho sobre filtros de amor. Pero su implacable conciencia de sacerdotisa insistía: «No puedes hacerlo. Está prohibido emplear la magia para que el universo se pliegue a tu voluntad.»
Aun así lo intentaría, pero sin más ayuda que sus manas de mujer. Se dijo fieramente que, si Lanzarote la había deseado una vez sin artes de magia, bien podía lograr que la deseara otra vez.
Ginebra estaba fatigada. Había comido más de lo que le apetecía y, aunque sólo bebió una copa de vino, se sentía muy acalorada; se echó el velo hacia atrás para abanicarse. Arturo, mientras charlaba con sus invitados, se acercaba lentamente a la mesa que ella ocupaba con las damas. Finalmente llegó, y con él, Lanzarote y Gawaine. Las mujeres se corrieron a lo largo de los bancos para hacerles sitio y Arturo se sentó junto a ella.
—Éste es el primer momento que tengo para hablar contigo, esposa mía.
Ella le alargó la mano.
—Lo comprendo. Esto es más un consejo que un festín de bodas, esposo y señor mío.
Él rió con cierta melancolía.
—Últimamente todo en mi vida parece ser así. Un rey no hace nada en privado. Bueno, casi nada —se corrigió, sonriendo azorado—. Creo que habrá pocas excepciones, esposa mía. La ley exige que nos acuesten en una misma cama, pero lo que suceda después sólo es asunto nuestro.
Una vez más, en un torrente de vergüenza, Ginebra cayó en la cuenta de que se había olvidado otra vez de él por observar a Lanzarote, pensando en lo mucho que le habría gustado unirse en matrimonio con él; ¿qué condenado destino la había hecho gran reina? Estaba sumida en aquellas cavilaciones cuando la sombra de la señora Morgana cayó sobre ellos. Arturo le abrió espacio a su lado.
—Ven a sentarte con nosotros, hermana mía; siempre habrá lugar para ti —dijo, con una voz tan lánguida que Ginebra se preguntó cuánto habría bebido—. Hemos preparado un entretenimiento algo más emocionante que la música del bardo, por bella que sea. Ignoraba que supieras cantar, hermana. Te sabía hechicera, pero músico no. ¿Nos has encantado?
—Espero que no —rió Morgana—; de lo contrario, no me atrevería a cantar nunca más. Se cuenta que un bardo cantó hasta convertir a los malvados gigantes en un círculo de piedras. Y allí están todavía, pétreos y fríos.
—En mi convento —comentó Ginebra—, decían que un santo transformó en piedras a un círculo de hechiceras dedicadas a sus ritos malvados.
Lanzarote comentó perezosamente:
—Si tuviera tiempo libre para estudiar, creo que trataría de averiguar quién construyó ese anillo de piedras y por qué.
Morgana se echó a reír.
—En Avalón se sabe. Viviana podría decíroslo.
—Pero lo que digan las hechiceras puede ser tan cierto corno las fábulas de vuestras monjas, Ginebra… Perdón: reina y señora mía. No quise faltar al respeto a tu esposa. Arturo, pero la llamaba por su nombre cuando todavía era casi una niña.
Morgana comprendió que no había hecho sino buscar una excusa para pronunciar en voz alta el nombre de la reina. Arturo bostezó:
—Si eso no molesta a mi señora, tampoco a mí, querido amigo. Dios no permita que sea de esos hombres que pretenden apartar a sus esposas de otros seres humanos. Si un marido no puede conservar la fidelidad de su mujer, probablemente no la merece. —Y se inclinó para coger la mano de Ginebra—. Creo que este festín está durando demasiado. Lanzarote, ¿cuánto falta para que los jinetes estén listos?
—Creo que no mucho —dijo el caballero apartando deliberadamente la vista de la reina—. ¿Quiere mi señor que vaya a ver?
Morgana pensó: «Se está torturando. No soporta ver a Ginebra con Arturo ni dejarla a solas con él.» Y deliberadamente convirtió la verdad en una broma:
—Creo, Lanzarote, que los novios desean estar un rato a solas. ¿Por qué no vamos a ver si los jinetes ya están preparados?
Lanzarote pidió con voz ronca:
—Con vuestro permiso, señor.
Arturo asintió con la cabeza y Morgana lo cogió de la mano. Él se dejó llevar, pero se volvió a medias, como si no pudiera apartar los ojos de Ginebra. A Morgana se le encogió el corazón; no soportaba verlo sufrir, pero al mismo tiempo quería llevárselo lejos, para no ver cómo miraba a Ginebra.
—Recuerdo —comentó— que hace años, en Avalón, dijiste que la caballería era la clave para vencer a los sajones. Supongo que eso es lo que planeas para estos jinetes.
—He estado adiestrándolos, sí. Nunca imaginé que una mujer pudiera recordar un dato de estrategia militar, prima.
—Como todas las mujeres de estas islas vivo temiendo a los sajones —respondió Morgana riendo—. Cierta vez pasé por una aldea donde habían violado a todas las mujeres, tanto a las niñas de cinco años como a las ancianas desdentadas. Cualquier esperanza de alejarlos para siempre me interesa, quizá más que a los hombres, que sólo tienen que temer la muerte.
—No se me había ocurrido —reconoció él, sombrío. De pronto le estrechó la mano—. Ya no recordaba las arpas de Avalón. Creo detestar ese lugar, pero a veces alguna nimiedad me devuelve allí: un arpa, el olor de las manzanas, los reclamos de las aves acuáticas al atardecer…
—¿Te acuerdas del día en que escalamos el Tozal? —preguntó Morgana delicadamente.
—Lo recuerdo, sí. —Y Lanzarote añadió con súbita amargura—: Ojalá no hubieras estado consagrada a la Diosa aquel día.
—Lo mismo he deseado yo —dijo Morgana en voz baja. De pronto se le quebró la voz.
Lanzarote la miró con preocupación a los ojos.
—Morgana, prima, nunca te he visto llorar.
—¿Te asustan las lágrimas femeninas, como a la mayoría de los hombres?
Él negó con la cabeza y le rodeó los hombros con el brazo.
—No —confesó quedamente—. Me asustan las que nunca lloran, porque las sé más fuertes que yo.
Estaban pasando bajo el dintel de las cuadras. Olía agradablemente a heno y paja. Fuera, los hombres iban de un lado a otro, instalando grandes muñecos de cuero rellenos de paja y ensillando los caballos. Uno de ellos resultó ser Gawaine.
—Ah, prima —saludó a Morgana—. No la traigas aquí, Lanzarote; no es buen lugar para una señora; algunas de estas condenadas bestias son indómitas. ¿Sigues decidido a montar el potro blanco?
—Quiero que Arturo pueda montarlo en la próxima batalla, aunque me rompa el cuello domándolo.
—No bromees con esas cosas —advirtió el primo.
—¿Quién dice que estoy bromeando? Si Arturo no puede, lo montaré yo mismo. Y esta tarde lo exhibiré en honor de la reina.
—No te arriesgues por eso, Lanzarote —pidió Morgana—. Ginebra no sabe diferenciar un caballo de otro. Podrías cruzar el patio en una jaca y ella quedaría tan impresionada como ante las hazañas de un centauro.
Por un momento la mirada del joven fue casi despectiva pero ella la interpretó con claridad: «Morgana no puede comprender mi necesidad de exhibirme fuerte en este día.»
—Ve a ensillar, Gawaine, y anuncia que estaremos listos dentro de media hora —indicó—. Pregunta a Cay si quiere ser el primero.
—No me digáis que Cay va a montar con esa pierna inútil —se extrañó uno de los hombres, que hablaba con acento extranjero.
Gawaine se volvió con fiereza:
—¿Le negaríais eso, el único ejercicio militar para el que su cojera no tiene ninguna importancia?
—No, no, ya comprendo —dijo el soldado. Y continuó ensillando su caballo.
Morgana tocó la mano de Lanzarote y él la miró, otra vez con aire travieso. «Aquí se olvida del amor y es otra vez dichoso —pensó—. Si pudiera mantenerse ocupado en las caballerizas no tendría que sufrir por Ginebra ni por ninguna mujer.»
Lanzarote la condujo entre las hileras de corceles atados. Morgana vio el hocico plateado y la larga crin que parecía de lino; el animal era grande, tan alto como Lanzarote. Cabeceó y su resoplido fue como el fuego exhalado por los dragones.
—Oh, qué belleza. —El caballero le apoyó una mano en el hocico—. Yo mismo lo domé. Fue mi regalo de bodas a Arturo y juré que estaría listo para montar en el día de su boda.
—Un presente magnífico —comentó ella.
—No: lo único que podía regalarle. No soy rico y él tiene joyas y oro en abundancia.
«Cuánto ama a Arturo —pensó Morgana—; por eso se atormenta de este modo. Si fuera un mujeriego como Gawaine no me preocuparía: Ginebra es virtuosa y sería un placer verlo rechazado.»
—Me gustaría montarlo —dijo—. No temo a ningún caballo.
Él se echó a reír.
—Tú no temes nada, ¿verdad, Morgana?
—Oh, no es así, primo —le corrigió, súbitamente seria—. Hay muchas cosas que me dan miedo.
—Yo tengo miedo de morir antes de haber probado todo lo ofrece la vida. Por eso no rechazo ningún desafío.
—No parece que te queden muchas cosas sin probar —comentó Morgana.
—Claro que sí. Cada vez que dejo pasar una me arrepiento amargamente; me pregunto qué debilidad, qué estupidez, me impide hacer mi voluntad.
Y de pronto se volvió para rodearla con los brazos, estrechándola con fuerza.
«Por desesperación —pensó Morgana con amargura—: no soy yo lo que desea, sino olvidar por un momento que esta noche Ginebra estará en los brazos de Arturo.» Él movió las manos sobre sus pechos, con la destreza que da la práctica, y apretó los labios contra los suyos, haciéndole sentir toda la longitud de su cuerpo. Morgana, inmóvil en sus brazos, con un creciente deseo que era como el dolor, abrió los labios bajo su boca y se dejó recorrer por sus manos. Pero cuando quiso llevarla hacia un montón de paja, reaccionó con una débil protesta.
—Estás loco, querido mío. Hay medio centenar de soldados y jinetes pululando por la cuadra.
—¿Te molesta? —susurró Lanzarote.
Y Morgana respondió, temblando de excitación:
—No, ¡no! —Y se dejó acostar.
En el fondo de su mente había un pensamiento resentido: «La duquesa de Cornualles, la sacerdotisa de Avalón, revolcándose en las cuadras como una campesina cualquiera, sin tener siquiera la excusa de Beltane.» Pero lo apartó de sí, dejando a Lanzarote hacer lo que deseara sin resistirse. «Mejor esto que romper el corazón a Arturo.» No sabía si aquel pensamiento había sido suyo o del hombre que la cubría con su cuerpo y la magullaba con manos furiosas: sus besos eran casi salvajes. Como él le quería quitar el vestido a tirones, se movió para desabrocharlo.
Y un momento después se oyó un clamor, gritos, un ruido similar al martilleo sobre un yunque, un alarido de miedo y, de súbito, diez voces a la vez:
—¡Capitán! ¡Señor Lanzarote! ¿Dónde está el capitán?
—Aquí abajo, me pareció…
Uno de los soldados más jóvenes corría entre los pesebres. Lanzarote lanzó un juramento por lo bajo e interpuso el cuerpo entre el muchacho y Morgana, mientras ella, casi desnuda, escondía la cara en el velo y se acurrucaba en la paja.
—¡Demonios! ¿No puedo ausentarme un momento…?
—Oh, señor, venid pronto. Uno de los caballos nuevos Había una yegua en celo… Dos de los potros comenzaron a pelear y creo que uno se ha fracturado una pata.
—¡Por los fuegos del infierno! —Lanzarote se apresuró en arreglarse la ropa, irguiendo toda su estatura frente al soldado. —Voy a…