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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (4 page)

BOOK: La reina suprema
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El rey asintió.

—Éste no es buen lugar para analizar la estrategia de un reino, señor Lanzarote. Ya he visto lo que podéis hacer con el animal. Es vuestro, huésped.

El caballero le hizo una profunda reverencia de gratitud, pero Ginebra vio que le brillaban los ojos como a un niño encantado.

—Pasad a mi salón — invitó su padre—. Beberemos juntos y luego os haré una propuesta.

Ginebra bajó del muro para correr a las cocinas, donde la esposa de su padre supervisaba a las cocineras.

—Señora, mi padre va a entrar con Lanzarote, el emisario del gran rey; querrán comer y beber.

Alienor la miró perpleja.

—Gracias, Ginebra. Ve a acicalarte y sirve tú misma el vino. Estoy demasiado atareada.

Ginebra corrió a su cuarto, se puso su mejor vestido y prendió de su cuello un collar de cuentas de coral. Luego se soltó el pelo, encrespado por el trenzado, y se ajustó la pequeña diadema de oro. Bajó con paso grácil y ligero; sabía que el vestido azul le sentaba como ningún otro.

Fue en busca de una jofaina de bronce con agua caliente y pétalos de rosa y la llevó al salón. Cuando su padre entró con Lanzarote, se hizo cargo de las capas y, después de colgarlas, les ofreció el agua para lavarse las manos. Al ver la sonrisa del visitante comprendió que la había reconocido.

—¿No nos conocimos en la isla de los Sacerdotes, señora?

—¿Conocéis a mi hija, señor?

Lanzarote asintió con la cabeza, mientras Ginebra decía, con su voz más tímida (a su padre le disgustaba oírla hablar con descaro):

—Me enseñó el camino del convento cuando me perdí, padre.

Leodegranz le sonrió con comprensión.

—¡Pequeña cabeza de chorlito! Se pierde con sólo alejarse tres pasos de la puerta. Y bien, señor Lanzarote, ¿qué pensáis de mis caballos?

—Ya os lo he dicho: son mejores que cuantos podamos comprar o criar —respondió—. Tenemos algunos de los reinos moros de Hispania y los hemos cruzado con nuestros ponis de las tierras altas, pero necesitamos más. Vos los tenéis en buen número: podría enseñaros a adiestrarlos para la batalla…

—No —lo interrumpió el rey—. Ya soy viejo y no tengo deseos de aprender nuevos métodos de combate. Tengo hijas de mis tres matrimonios anteriores; cuando se case la mayor, será su esposo quien conduzca a mis hombres a la batalla. Que él los adiestre como le parezca. Decid a vuestro rey que venga para que discutamos el asunto.

Lanzarote contestó algo envarado:

—Soy primo y capitán de mi señor Arturo, pero no puedo decirle que vaya a lugar alguno.

—Rogadle, pues, que venga, pues este anciano no desea apartarse de su hogar —dijo el rey, con cierta ironía—. Si no lo hace por mí, tal vez lo haga por saber cómo dispondré de mis animales y de sus jinetes armados.

Lanzarote le hizo una reverencia, diciendo:

—Lo hará, sin duda.

—Es suficiente, pues; sírvenos un poco de vino, hija mía —ordenó el rey. Ginebra se acercó tímidamente para escanciar el vino en las tazas—. Ahora vete, muchacha, para que el invitado y yo podamos charlar.

Ginebra esperó en el jardín hasta que vio partir a Lanzarote; entonces salió al camino y lo aguardó con el corazón palpitante. ¿La creería demasiado audaz? Pero él sonrió al verla y, con esa sonrisa, se adueñó de su corazón.

—¿No tenéis miedo de ese caballo tan fiero?

Lanzarote negó con la cabeza.

—Creo, mi señora, que no ha nacido el caballo que yo no pueda montar.

Ella dijo, casi en un susurro:

—¿Es cierto que domináis a los animales con vuestra magia?

Él echó la cabeza atrás en una resonante carcajada.

—De ningún modo, señora. No hay magia. Me gustan los caballos, los comprendo y sé cómo funciona su mente. Eso es todo. ¿Tengo aspecto de hechicero?

—Pero… dicen que sois de la sangre del pueblo de las hadas —adujo ella.

La risa de Lanzarote se tornó grave.

—Es verdad, mi madre es de la antigua raza que gobernó esta tierra al principio. Es una mujer muy sabia, sacerdotisa de la isla de Avalón.

—Veo que no queréis hablar mal de vuestra madre —decidió Ginebra—, pero las hermanas de Ynis Witrin decían que las mujeres de Avalón eran brujas malvadas y adoratrices del diablo.

Él negó con la cabeza, todavía muy serio.

—No es así. No conozco bien a mi madre, porque me crié en otro lugar. Pero puedo deciros que no es mala. Puso en el trono a mi señor Arturo y le dio la espada con la que se enfrenta a los sajones. ¿Os parece que eso es malvado? En cuanto a su magia, sólo los ignorantes pueden decir que es hechicera. Me parece bien que una mujer sea sabia.

Ginebra dejó caer la cabeza.

—Yo no soy sabia; soy muy estúpida. Cuando estaba con las hermanas sólo aprendí a leer el misal, pues con eso bastaba, y luego las cosas que aprendemos las mujeres: a cocinar, a preparar ungüentos y a curar heridas.

—Para mí todo eso es un misterio aún mayor que el adiestramiento de los caballos, que vos creéis arte de magia —comentó Lanzarote con su amplia sonrisa. Luego se inclinó desde el caballo para tocarle la mejilla—. Si Dios es bondadoso y los sajones esperan algunas lunas más, volveré a veros cuando regrese con el cortejo del gran rey. Rezad por mí, señora.

Y partió. Ginebra lo siguió con la mirada, palpitante el corazón, pero esta vez la sensación era casi placentera. Él regresaría, deseaba regresar. Y su padre quería casarla con alguien que supiera conducir jinetes a la batalla; ¿quién mejor que el primo del gran rey y capitán de su caballería? ¿Estaría pensando en casarla con Lanzarote? Sintió que enrojecía de placer y felicidad. Por primera vez se sentía hermosa y audaz.

Pero dentro del salón, su padre dijo:

—Lanzarote es un hombre gallardo. Y sabe de caballos. Pero es demasiado apuesto para que puedan reconocérsele otras cualidades…

Ginebra dijo, sorprendida de su osadía:

—Si el gran rey lo ha nombrado capitán, ha de ser su mejor combatiente.

Leodegranz se encogió de hombros.

—Siendo primo del gran rey era difícil que lo dejaran sin un puesto en sus ejércitos. ¿Ha tratado de conquistar tu corazón… o —añadió, con un gesto intimidatorio— tu doncellez?

Ella sintió que enrojecía otra vez y se enfureció consigo misma.

—No. Es un hombre honorable y no me ha dicho nada que no pueda repetir en vuestra presencia, padre.

—Bueno, que no se te pasen ideas raras por esa cabeza de chorlito —refunfuñó Leodegranz—. Puedes aspirar a más que eso el mozo no es sino uno de los bastardos del rey Ban con sabe Dios quién. ¡Una damisela de Avalón!

—Su madre es la Dama de Avalón, suma sacerdotisa del pueblo antiguo… y él mismo es hijo de un rey.

—¡Ban de Benwick, que tiene seis o siete hijos varones ilegítimos! —aclaró su padre—. ¿Por qué casarte con un capitán del rey? Si todo marcha como lo he planeado, te casarás con el gran rey en persona.

Ginebra se echó atrás, musitando:

—¡Me daría miedo ser la gran reina!

—Todo te da miedo —apuntó el padre, brutal—. Por eso necesitas a un hombre que cuide de ti. Y mejor el rey que su capitán. —Viendo que a su hija le temblaban los labios añadió, otra vez cordial—: Bueno, bueno, no llores, niña. Confía en mí sé lo que te conviene. Para eso estoy aquí, para cuidarte y buscar un buen marido para mi hermosa cabeza de chorlito.

Si se hubiera enfurecido, Ginebra habría podido aferrarse a su rebeldía. «Pero ¿cómo puedo quejarme de tan buen padre que sólo piensa en mi bienestar?», pensó angustiosamente.

3

A
principios de primavera, en el año siguiente a la coronación de Arturo, la señora Igraine, sentada en su claustro, bordaba un juego de manteles de altar. Siempre le había encantado ese tipo de labores y allí, en el convento, podía hacer buen uso de su habilidad. Sólo dos o tres de las hermanas sabían tejer la seda o hacer bordados finos; de ellas, Igraine era la más diestra.

Estaba algo preocupada. Aquella mañana, al sentarse con su bastidor, había creído oír una vez más el grito; le parecía que Morgana, en algún lugar, clamaba: «¡Madre!», y el grito era de tormento y desesperación. Pero el claustro estaba silencioso y desierto a su alrededor. Pasado un momento, Igraine se santiguó y continuó con su labor.

«Aun así…» Desechó resueltamente la tentación. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la videncia, pues era obra del demonio. No quería ningún trato con la hechicería: los dioses antiguos de Avalón debían de estar aliados con el Diablo para haber podido conservar su fuerza en un país cristiano. Y ella había entregado a su hija a esos Dioses.

A finales del verano anterior, Viviana le había enviado un mensaje que decía: «Si Morgana está contigo, dile que todo va bien.» Igraine, preocupada, respondió que no la veía desde la coronación de Arturo; en todo aquel tiempo la había creído sana y salva en Avalón. La madre superiora del convento se escandalizó al saber que se había recibido un mensaje de aquel impío lugar y prohibió todo intercambio.

Igraine quedó muy atribulada. Que Morgana hubiera abandonado la isla sin conocimiento ni permiso de la Dama era algo tan inaudito que le congelaba la sangre. ¿Dónde podía estar? ¿Habría huido con algún amante? ¿Estaría conviviendo ilegalmente, sin cumplir con los ritos de Avalón ni de la Iglesia? ¿Habría ido a casa de Morgause? ¿O acaso estaba muerta? Pero Igraine resistía con firmeza la tentación constante de utilizar la videncia.

Aun así, durante gran parte del invierno, fue como si Morgana caminara a su lado; no ya la pálida y sombría sacerdotisa que había visto durante la coronación, sino la niña de sus años solitarios en Cornualles, la pequeña solemne de los ojos oscuros, con su hermano en brazos. ¿Cuántas veces había descuidado a Morgana después de casarse con su amado Uther y darle un hijo varón? La niña no era feliz en la corte, y tampoco amaba a Uther. Y por ese motivo, tanto como por las súplicas de Viviana, había permitido que Morgana se educara en Avalón.

Sólo ahora se sentía culpable; ¿acaso se había apresurado al desprenderse de su hija, a fin de dedicarse por entero a Uther y a los hijos que tuviera de él? Contra su voluntad resonaba en su mente un viejo dicho de Avalón: «La Diosa no ofrece sus dones a quienes los rechazan.» Al separarse de sus hijos (uno de ellos, por su seguridad), ¿no habría sembrado ella misma la semilla de la pérdida? Tal vez la Diosa no estaba dispuesta a dar otro hijo a quien se había desprendido con tanta facilidad de la primogénita. Lo había discutido más de una vez con su confesor; éste le aseguraba que, en cuanto a Arturo, todo varón tiene que ser puesto bajo tutela tarde o temprano, pero que había hecho mal en permitir que Morgana fuera a Avalón. Si la niña era desdichada en la corte de Uther, habría tenido que estudiar en algún convento.

Al enterarse de que su hija no estaba en Avalón, Igraine pensó enviar un mensajero a la corte del rey Lot, para averiguar si estaba allí, pero aquel invierno fue terrible; cada día era una batalla contra el frío, los sabañones y la cruel humedad; incluso las hermanas pasaron hambre por compartir sus alimentos con mendigos y campesinos.

Morgana, sola y aterrorizada. ¿Morgana agonizando? ¿Dónde, Dios santo? Apretó entre los dedos la cruz que le pendía del cinturón, como a todas las hermanas del convento. «Madre Santa, guárdala, aunque sea una pecadora y una hechicera. Jesús, compadécete de ella, tal como te compadeciste de la mujer de Magdala, que era peor…»

Le consternó ver que había dejado caer una lágrima en la fina labor. Como temía manchar el bordado, se enjugó los ojos con el velo de hilo y apartó el bastidor, tratando de aclararse la vista. Ah, estaba envejeciendo. ¿O acaso eran las lágrimas las Que le empañaban la visión?

Aunque se inclinó resueltamente sobre el bordado, la cara de Morgana se presentó de nuevo ante ella: en su imaginación creyó oír el grito desesperado, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. Tal corno ella misma había clamado por su madre al nacer su hija. La asaltó el terror: Morgana, dando a luz Dios sabía dónde, en aquel invierno desesperante… En la coronación de Arturo, Morgause había hecho algún comentario sobre los ascos que le hacía a la comida, como las mujeres embarazadas. Contra su voluntad. Igraine se descubrió contando con los dedos. Sí, de ser así Morgana habría tenido a su hijo en pleno invierno… Y ahora, ya en plena templada primavera, creyó oír otra vez aquel grito. Deseaba acudir, pero ¿adonde, adonde?

Detrás de ella se oyó una pisada y una tos leve. Era una de las niñas que se educaban en el convento.

—Señora —dijo—, os esperan visitantes en el salón exterior. Uno de ellos es el arzobispo en persona.

Igraine apartó su bordado. No se había manchado, al fin y al cabo. «Las lágrimas que derraman las mujeres no dejan ninguna señal en el mundo», pensó con amargura.

—¿Para qué me busca nada menos que el arzobispo?

—No me lo dijo, señora, y creo que tampoco a la madre superiora —dijo la niña, bien dispuesta a chismorrear un rato.

—¿Y quiénes son los otros?

—No lo sé, señora, pero la madre superiora le quería prohibir la entrada a uno… —Abrió mucho los ojos—. ¡Dijo que era mago, hechicero y druida!

Igraine se levantó.

—Es Merlín de Britania, mi padre. Y no es hechicero, hija, sino un erudito que ha estudiado las artes de los sabios. Hasta los padres de la Iglesia dicen que los druidas son buenos y nobles.

La niña le hizo una pequeña reverencia, aceptando la corrección, mientras ella se cubría el rostro con el velo.

En el salón exterior no sólo esperaban Merlín y un hombre extraño y austero, con la sotana oscura que comenzaban a adoptar los eclesiásticos, sino un tercero al que apenas reconoció. Por un momento fue como ver el rostro de Uther.

—¡Gwydion! —exclamó, para corregirse de inmediato—: Arturo. Perdona el olvido.

Iba a arrodillarse ante el gran rey, pero él alargó una mano para impedírselo.

—Jamás te arrodilles en mi presencia, madre. Lo prohíbo.

Igraine se inclinó ante Merlín y el agrio arzobispo.

—Os presento a mi madre, la reina de Uther —dijo Arturo.

Y el prelado respondió, tensando los labios en algo que tenía que pasar por sonrisa:

—Pero ahora tiene un honor más alto que la realeza: ser esposa de Cristo.

«Esposa, difícilmente —pensó ella—: simplemente una viuda que ha buscado refugio en su casa.» Pero inclinó la cabeza sin decir nada. Arturo continuó:

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