LA REINA SUPREMA introduce al lector en la corte de Lothian, al norte del país, donde habitan las tribus de raza celta. Allí reina Lot de Orkney en compañía de su esposa Morgause, hermana de la madre de Arturo. La vida es dura en los largos inviernos y la moral relajada a causa de las costumbres de Lot y la ninfomanía de Morgause, quien, no obstante, dirige la corte con acierto y aconseja bien a su esposo en los asuntos de estado. Por el contrario, en Caerleon, sede de Arturo y Ginebra, los comportamientos se rigen por los principios cristianos, aunque la pasión de la Reina Suprema por Lancelot…
Marion Zimmer Bradley
La reina suprema
La nieblas de Avalon - 2
ePUB v1.2
ualah17.07.12
Título original:
The Mist of Avalon Book 2: The High Queen
Marion Zimmer Bradley, 1982
Traducción: Edith Zilli
Ilustración: Alfred Tennyson, Gustave Doré
Retoque portada: ualah, Enylu
Editor original: ualah (v1.0- 1.1)
ePub base v2.0
La gran reina
M
uy al norte, donde reinaba Lot, la nieve se amontonaba en las montañas, e incluso a mediodía era frecuente una neblina de apariencia crepuscular. En los raros días en que brillaba el sol. los hombres podían salir a cazar, pero las mujeres seguían encerradas en el castillo. Morgause, que movía perezosamente el huso (hilar le resultaba tan detestable como siempre, pero en la habitación había demasiada oscuridad para labores más finas), levantó la mirada al sentir la corriente helada de la puerta.
—Hace mucho frío, Morgana —dijo en tono de leve reproche—. Te has quejado de frío todo el día, ¿y ahora quieres convertirnos en carámbanos?
—No me quejaba —dijo la joven—. ¿Acaso he dicho una palabra? Pero el ambiente está más viciado que el de una letrina y el humo apesta. Quiero respirar, ¡nada más! —Cerró la puerta de un empellón y volvió al fuego, temblando y frotándose las manos—. Desde principios de verano no he dejado de tener frío.
—No lo dudo —dijo Morgause—. Ese pequeño pasajero que llevas te roba todo el calor de los huesos. Él está cómodo y abrigado mientras su madre tiembla. Siempre sucede lo mismo.
—Al menos ya ha pasado la Navidad; ahora amanece más temprano y oscurece más tarde —dijo una de las damas—. Dentro de un par de semanas tendrás a tu recién nacido en los brazos.
Morgana, sin responder, se plantó junto al fuego, estremecida y frotándose las manos como si le dolieran. Parecía su fantasma: la cara se le había afilado adquiriendo una delgadez cadavérica; las manos esqueléticas contrastaban con el abultado vientre. Tenía grandes ojeras y los párpados enrojecidos, como llagados de tanto llorar; sin embargo, en todas las lunas que llevaba en la casa. Morgause no la había visto derramar una sola lágrima.
«Me gustaría consolarla, pero ¿cómo, si no llora?»
Llevaba un vestido viejo de su tía y una sobreveste azul oscuro, raída y grotescamente larga. Su aspecto era desgarbado, casi harapiento, y a Morgause la exasperaba que no se hubiera tomado siquiera el trabajo de acortarla un poco. Tenía los tobillos tan hinchados que sobresalían de los zapatos, como consecuencia de comer sólo hortalizas secas y carnes saladas, lo único que había en aquella época del año. Todos necesitaban comer caliente. Tal vez los hombres tuvieran suerte en la cacería; entonces tendrían carne fresca y quizás algunas hierbas del arroyo; eso era lo que deseaba cualquier embarazada, sobre todo en las postrimerías del invierno.
Su hermosa cabellera también estaba enmarañada en una trenza floja; parecía llevar semanas sin rehacerla. Por fin cogió un peine que tenían siempre a mano y, volviendo la espalda al fuego, alzó uno de los perritos falderos de Morgause para peinarlo. «Harías mejor en peinarte tú misma», pensó su tía; pero no dijo nada. En los últimos tiempos la joven estaba tan irritable que no había modo de hablar con ella. Era natural, tan cerca de la fecha. Al sentir los tirones del peine en el pelo apelmazado, el perrillo lanzó un chillido; Morgana lo acalló con una voz mucho más suave de la que ningún ser humano le había oído en aquellos días.
—Ya no puede faltar mucho, Morgana —dijo la reina delicadamente—. Cuando comience febrero ya habrá pasado, sin duda.
—No veo la hora. —Morgana dio una última palmada al perro y lo puso en el suelo—. Bueno, ahora estás decente, cachorro. ¡Qué bonito estás con ese pelo tan suave!
—Voy a avivar el fuego —dijo una de las mujeres, llamada Beth, arrimando la rueca a un cesto de lana—. Los hombres ya han de estar en casa; ha oscurecido. —Mientras caminaba hacia el hogar tropezó con un palo suelto y estuvo a punto de caer—. Gareth, diablillo, ¿quieres recoger estas basuras?
Arrojó el palo al fuego y Gareth, de cinco años, lanzó un aullido de indignación: ¡aquella astilla era uno de sus soldados!
—Bueno, hijo, es de noche y tus soldados tienen que volver al campamento —intervino Morgause enérgica.
El niño, mohíno, llevó su ejército a un rincón, pero apartó uno o dos soldados para guardarlos cuidadosamente en un pliegue de su túnica. Eran mayores que los otros y Morgana, semanas antes, los había tallado en una tosca representación de hombres con yelmo y armadura, teñidas las capas de carmesí conjugo de bayas.
—¿Me haces otro caballero romano, Morgana?
—Ahora no, Gareth —contestó—. Me duelen las manos por el frío. Quizá mañana.
Él se apoyó en su rodilla, ceñudo y exigente:
—¿Cuándo tendré edad para ir de caza con padre y Agravaín?
—Faltan unos cuantos años, supongo. —Morgana sonrío—. Será cuando tengas la estatura suficiente para no perderte en los ventisqueros.
—¡Ya soy alto! —dijo el niño estirándose—. ¡Mira: cuando estás sentada soy más alto que tú, Morgana! —Le dio una patada a una silla, inquieto—. ¡Aquí no hay nada que hacer!
—Bueno, puedo enseñarte a hilar para que no te aburras —dijo Morgana.
Pero el niño hizo una mueca y se apartó.
—¡Voy a ser caballero! ¡Los caballeros no hilan!
—Es una pena —observó Beth, agria—. Si supieran lo que cuesta hilar no gastarían tanto las capas y las túnicas.
—Pero hubo un caballero que hilaba, según cuenta la leyenda. —Morgana alargó los brazos hacia el niño—. Ven aquí. No, siéntate en el banco. Ya pesas mucho para que te tenga en el regazo. Hace mucho tiempo, antes de que vinieran los romanos, había un caballero llamado Aquiles sobre el que pesaba una maldición. Una anciana hechicera dijo a su madre que moriría en combate, y ésta le puso faldas y lo escondió entre las mujeres, donde aprendió a hilar, a tejer y hacer todo lo que hacen las doncellas.
—¿Y murió en combate?
—Por supuesto que sí: cuando pusieron sitio a la ciudad de Troya, Aquiles acudió con todos los guerreros y resultó el mejor de todos.
—Cuando esté en la corte y sea uno de los caballeros de Arturo —aseveró Gareth, con los ojos redondos como platos—, seré el mejor guerrero y en las justas ganaré todos los premios. ¿Qué fue de Aquiles?
—No lo recuerdo. Hace mucho tiempo que oí ese cuento —respondió Morgana, llevándose las manos a la espalda, como si le doliera.
—Háblame de los caballeros de Arturo, Morgana. Conoces a Lanzarote, ¿verdad?
—No la molestes, Gareth, no se encuentra bien —advirtió Morgause—. Corre a las cocinas, a ver si pueden darte una torta de avena.
El niño, aunque ceñudo, sacó su caballero de madera y se fue hablándole por lo bajo:
—Bueno, señor Lanzarote, saldremos a matar a todos los dragones del lago…
—No habla más que de guerras y de su preciado Lanzarote —comentó Morgause impaciente—. ¡Como si no bastara con tener a Gawaine lejos, combatiendo con Arturo! Cuando Gareth sea mayor, espero que haya paz en este país.
—Habrá paz —dijo Morgana distraída—, pero no servirá de nada, pues él morirá a manos de su mejor amigo…
—¿Qué? —gritó su tía mirándola fijamente.
Pero la joven tenía los ojos perdidos, vacuos. Morgause la sacudió delicadamente, inquiriendo:
—Hija, ¿te encuentras mal?
Morgana parpadeó. Luego negó con la cabeza.
—Perdona. ¿Qué me decías?
—¿Qué te decía? Más bien, ¿qué me decías tú a mí? —Pero la expresión inquieta de su sobrina le erizó la piel. Entonces le acarició la mano, desechando aquellas lúgubres palabras como producto de un delirio. Prefería no pensar que la muchacha había tenido un momento de videncia—. Supongo que estabas soñando con los ojos abiertos. Tienes que cuidarte más, Morgana. Casi no comes, no duermes…
—La comida me repugna —suspiró la joven—. Ojalá fuera verano para comer fruta… Anoche soñé que comía las manzanas de Avalón…
Le tembló la voz; bajó la cabeza para que Morgause no viera las lágrimas que le pendían de las pestañas, pero apretó los puños para no llorar.
—Todos estamos hartos del pescado salado y el tocino ahumado —dijo su tía—. Pero si Lot ha tenido buena caza podrás comer carne fresca. Tu preparación de sacerdotisa te ha habituado a ayunar, pero tu hijo no puede soportar el hambre y la sed. Y estás demasiado delgada.
—¡No te burles! —se enfadó Morgana, señalando su abultado vientre.
—Pero tus manos y tu cara son puro hueso. No puedes dejar de comer. Tienes que pensar en tu hijo.
—Pensaré en su bienestar cuando él piense en el mío —dijo Morgana— levantándose bruscamente.
Pero su tía la cogió de las manos para obligarla a sentarse otra vez.
—Hija querida, sé lo que estás pasando. He tenido cuatro hijos, ¿recuerdas? Estos últimos días son peores que todos los meses anteriores.
—¡Debí tener el buen tino de deshacerme de él a tiempo!
Morgause abrió la boca para replicar con aspereza, pero suspiró.
—Es demasiado tarde para pensar así; en diez días más terminará todo.
Sacó un peine de entre los pliegues de su ropa y comenzó a desenmarañar la enredada trenza de Morgana.
—Déjalo —protestó la muchacha, apartando la cabeza—. Lo haré yo misma. ¡Dame ese peine!
—Quédate quieta, pequeña —la instó Morgause—. ¿Recuerdas que, cuando eras niña, solías pedir que te peinara yo, porque tu niñera te daba tirones? —Fue desenredando un mechón tras otro, entre caricias afectuosas—. Tienes un pelo precioso.
—Oscuro y áspero como las crines en invierno.
—No: fino como lana de oveja negra, y brillante como la seda —corrigió su tía—. Espera. Te lo trenzaré. Siempre he deseado tener una hija, para poder vestirla y trenzarle el pelo así… —Atrajo la cabeza oscura hacia su pecho y Morgana se dejó llevar, trémula de lágrimas que no podía derramar—. Ah, bueno, bueno, pequeña mía, no llores. Ya falta poco.
—Es que… esto es tan oscuro… Siento nostalgia del sol…
—En verano tenemos sol de sobra; hay luz incluso a medianoche. Por eso en invierno recibimos tan poca.
Morgana seguía temblando en sollozos incontrolables. Morgause la estrechó contra sí, meciéndola con suavidad.
—Bueno, pequeña, bueno, te comprendo. Yo tuve a Gawaine en lo peor del invierno. El día era oscuro y tormentoso como éste; tenía sólo dieciséis años y mucho miedo. Lot estaba lejos, en la guerra; me horrorizaba verme tan gorda, estaba siempre descompuesta y me dolía la espalda. Y me encontraba completamente sola entre mujeres desconocidas. ¿Puedes creer que tenía mi vieja muñeca escondida en la cama y por la noche me abrazaba a ella, llorando? Era tan niña… Al menos tú ya eres una mujer adulta. Y ahora, aquel niño está combatiendo contra los sajones. ¡Ah, sí! Ahora recuerdo que tenía una noticia para darte: Marged, la esposa del cocinero, ya ha dado a luz; supongo que por eso las gachas estaban tan llenas de grumos esta mañana. Así que tendrás una nodriza a mano. Aunque cuando veas a tu hijo querrás amamantarlo tú misma, sin duda.