—Tranquila, Meleas. Tal vez no haya tanta prisa. Manda a alguien por agua para lavarme y búscame un vestido limpio. ¿Quiénes son todas estas mujeres?
Resultó que eran las esposas de algunos caballeros y de ciertos reyes vasallos, que también irían a Camelot; era más seguro viajar en caravana.
—Allí estaréis cerca de vuestro hogar —comentó Elaine, como si eso pudiera terminar con la mala disposición de la reina—. Podréis visitar a la esposa de vuestro padre y a vuestras hermanas. También es posible que vuestra madrastra quiera vivir con nosotros en Camelot, en ausencia de Leodegranz.
«No sería un placer para ninguna de las dos», pensó Ginebra. Pero de inmediato se sintió avergonzada. Habría querido poner fin a todo aquello con unas cuantas palabras. «Estoy embarazada, no puedo viajar.»
Pero la acobardaba el torrente de preguntas entusiastas que causaría. Arturo tenía que enterarse antes que nadie.
C
uando Ginebra entró en el salón grande, que parecía desnudo y vacío sin la mesa redonda y el esplendor de sus tapices, Arturo estaba sentado a una mesa de caballetes, cerca del fuego; lo rodeaban cinco o seis de sus compañeros y otros se arracimaban a poca distancia. ¡No podía darle la noticia ante toda la corte! Esperaría hasta que estuvieran solos en la cama, por la noche, era el único momento en que lo tenía sólo para sí. Pero en cuanto la vio se levantó para abrazarla.
—¡Ginebra, queridísima! Esperaba que el mensaje de Gawaine te retuviera en Tintagel, sana y salva.
—¿Te disgusta que haya regresado?
—No, por supuesto. Todavía no hay peligro en las carreteras y tuvisteis suerte. Pero esto significa que mi madre…
—Murió hace dos días; la sepultamos dentro de los muros del convento —dijo Ginebra—. Partí de inmediato para traerte la noticia. ¡Y ahora me reprochas que no me haya quedado en Tintagel!
—No es un reproche, querida esposa, sino preocupación por ti —dijo Arturo con suavidad—. Pero ya veo que el señor Griflet te cuidó bien. Ven a sentarte conmigo.
La condujo hasta un banco para sentarla a su lado. La vajilla de plata y loza había desaparecido, probablemente enviada a Camelot. Las paredes estaban desnudas; la comida se sirvió en toscos cuencos de madera, de los que se tallan en los mercados.
—¡Esto ya parece asolado por una batalla! —comentó Ginebra, hundiendo un trozo de pan en el cuenco.
—Me pareció mejor enviar todo anticipadamente a Camelot —explicó el rey—. Ha venido tu padre. Sin duda querrás saludarlo.
Leodegranz estaba sentado a poca distancia, aunque fuera del círculo más íntimo. Al darle un beso, Ginebra sintió sus hombros huesudos bajo las manos; siempre había sido corpulento e imponente y ahora, de pronto, lo encontraba viejo y cansado.
—Mi señor Arturo hizo mal en hacerte viajar por el campo en esta época —dijo Leodegranz—. Igraine tiene una hija soltera que tendría que haber estado junto a su lecho de muerte. ¿Dónde está la duquesa de Cornualles?
—No lo sé —dijo Arturo—. Mi hermana es una mujer adulta y no necesita pedirme permiso para ir de un lado a otro.
—Sí, así sucede con los reyes —comentó Leodegranz quejumbroso—. Mandamos sobre todo, menos sobre nuestras mujeres. Alienor es igual. Y mis tres hijas, que aún no son siquiera casaderas y ya quieren gobernar la casa. Las verás en Camelot. Ginebra; las envié allí para que estuvieran protegidas. Isolda, la mayor, ya está en edad de ser una de tus damas.
Ginebra cabeceó, asombrada al pensar que su media hermana ya tenía edad para ir a la corte. Sin duda Arturo la casaría con uno de sus mejores caballeros, quizá con uno de sus primos.
—Arturo y yo le buscaremos marido —dijo.
—Lanzarote sigue soltero —sugirió su padre—. Y también el duque Marco de Cornualles. Aunque sería mejor que Marco se casara con la señora Morgana, para defender sus tierras. Sé que es una doncella de Avalón, pero no dudo que él podría domarla.
Ginebra sonrió al pensar en Morgana, mansamente casada con el candidato que ellos consideraran conveniente. Y de inmediato se enfadó. A ninguna mujer se le permitía hacer su voluntad, ¿por qué a Morgana sí? ¡Arturo tenía que imponer su autoridad y casarla antes de que los avergonzara a todos! Olvidaba convenientemente que, cuando Arturo quiso unirla a Lanzarote, ella se había opuesto. «Ah, fui egoísta. Como no puedo tenerlo para mí le niego una esposa.» Pero no: se alegraría de verlo casado, siempre que fuera con una muchacha virtuosa.
—¿No estaba la duquesa de Cornualles entre tus damas? —preguntó Leodegranz.
—Sí, pero hace algunos años nos dejó para reunirse con su tía y aún no ha vuelto.
¿Dónde estaba realmente Morgana? Aquello no podía continuar. Arturo tenía derecho a conocer el paradero de su parienta más cercana, ahora que su madre había muerto, Pero sin duda Morgana habría acudido junto a Igraine, si hubiera sabido…
Volvió a ocupar su sitio junto a Arturo. Lanzarote y el rey estaban dibujando con la punta de la daga en las tablas de madera, mientras comían distraídamente del mismo plato. Ginebra se mordió el labio; en realidad, para la atención que su esposo le prestaba, bien habría podido quedarse en Tintagel. Cuando iba a retirarse a otro banco con sus damas, Arturo levantó la mirada con una sonrisa y le alargó el brazo.
—No, querida, no quería alejarte. Tengo que discutir algo con mi capitán de caballería, pero también hay aquí lugar para ti. —Hizo una seña a uno de los criados—. Traed otro plato de carne para mi señora. También hay pan recién horneado.
—Ya he comido suficiente —dijo Ginebra, reclinándose un poco contra el hombro de Arturo mientras él le daba unas palmaditas distraídas. Lanzarote estaba al otro lado, cálido y sólido; entre los dos se sentía segura y protegida.
—Mira, ¿no podemos subir los caballos por aquí? Mientras las carretas de intendencia dan un rodeo por la planicie, los jinetes pueden ir a campo traviesa, ligeros y veloces. Lo más probable es que desembarquen aquí… —Señaló un punto en el tosco mapa que había dibujado—. Leodegranz, Uriens, venid a ver…
El padre de Ginebra se acercó en compañía de otro hombre, delgado, moreno y apuesto, aunque encanecido y arrugado.
—Os saludo, rey Uriens —dijo Arturo—. ¿Conocéis a mi señora Ginebra?
—Es un placer, señora. Cuando el país esté en paz os presentaré a mi esposa. Pero no será este verano. Tenemos un trabajo pendiente. —Y se inclinó sobre el mapa de Arturo—. Cuando se viaja al sur del país del Estío es preciso mantenerse lejos de los pantanos.
—Esperaba no tener que subir las colinas —dijo Lanzarote.
Uriens negó con la cabeza.
—Con un cuerpo de caballería tan grande es preferible.
—Los caballos pueden resbalar en las piedras y fracturarse las patas.
—Es preferible eso que acabar engullidos por el pantano, hombres, caballos y carretas. Mirad: aquí está la antigua muralla romana…
—Hemos hecho tantos garabatos que ya no veo —se impacientó Lanzarote. Sacó del hogar un palo largo y, después de apagar el extremo, usó la punta de carbón para dibujar en el suelo—. Aquí está el país del Estío; aquí, los lagos y la muralla romana. Tenemos trescientos jinetes aquí… y doscientos más aquí.
—¿Tantos? —exclamó Uriens incrédulo—. ¡Tantos como las legiones del César!
—Hemos tenido siete años para adiestrarlos.
—Hay soldados que aún no saben combatir a caballo —observó Uriens—. Por mi parte, peleaba bien a pie con mis hombres.
—Me alegro —replicó Arturo de buen humor—. No tenemos caballos ni arneses para todos. —Rió entre dientes, dando una palmada a Ginebra en la espalda—. ¡En todo este tiempo apenas he tenido oro para comprar sedas a mi reina! Todo se ha ido en caballos, herreros y sillas de montar. —De pronto desapareció su alegría, dejándolo casi ceñudo—. Y ahora se avecina la gran prueba. Esta vez los sajones vienen en aluvión, amigos míos, y nos doblan en número. Si no logramos detenerlo sólo comerán en este país los cuervos y los lobos.
—Es la ventaja de la caballería —apuntó Lanzarote muy serio—. Un jinete armado puede combatir contra cinco o diez soldados. Si hemos acertado en nuestros cálculos detendremos a esos sajones de una vez por todas. Y si no…, bueno, moriremos defendiendo nuestra tierra y nuestro hogar.
Arturo le dedicó una de sus raras y dulces sonrisas. Ginebra pensó, con una punzada de dolor: «A mí nunca me sonríe así. Pero cuando le dé la noticia…»
Por un momento Lanzarote le devolvió la sonrisa, pero luego suspiró.
—He recibido un despacho de mi hermanastro Lionel, el primogénito de Ban, diciendo que se haría a la mar en tres días. Ya debe de estar navegando. Tiene cuarenta naves y espera empujar a los barcos sajones hacia las rocas o hacia la costa de Cornualles, donde no les será fácil desembarcar. Luego marchará con sus hombres a reunirse con nosotros. Tengo que enviarle un mensajero para que sepa dónde nos congregaremos.
En aquel momento se oyeron voces en la puerta de la habitación. Un hombre alto, delgado y canoso entró a grandes pasos por entre bancos y mesas. Ginebra no había visto a Lot desde antes de la batalla del bosque de Celidon.
—¡ Vaya, no esperaba ver el salón de Arturo sin su mesa redonda !
—La mesa ya está en Camelot, tío —dijo el rey levantándose—. Lo que ves aquí es un campamento armado que espera el alba para enviar allí al resto de las mujeres. La mayoría ya han Partido, con todos los niños.
Lot hizo una reverencia a Ginebra, objetando:
—¿Y no es peligroso que las mujeres y los niños viajen por un país que se prepara para guerrear?
—Los sajones aún no han penetrado tanto; si parten enseguida, no hay peligro.
—Pero ¿por qué a Camelot, mi señor Arturo?
—Es fácil de defender. Bastan cincuenta hombres. Si dejara a las mujeres en Caerleon tendría que dejar a doscientos o más. Esperaba poder establecer la corte en Camelot antes de que llegaran los sajones; así tendrían que cruzar toda Britania para encontrarnos y podríamos enfrentarnos a ellos en el lugar que escogiéramos. Si los lleváramos hacia los pantanos del país del Estío, el cieno haría parte del trabajo y las pequeñas gentes de Avalón los diezmarían con sus flechas duende.
—A pesar de todo, lo harán —dijo Lanzarote—. Avalón ya ha enviado a trescientos hombres y hay más en camino. Y Merlín me ha dicho que también enviaron jinetes a vuestro país, mi señor Uriens, para convocar a todos los del pueblo antiguo que moran en vuestras colinas. Tenemos jinetes para combatir en la planicie, multitud de arqueros y espadachines de infantería en las colinas y los valles, y hombres de las Tribus, armados de lanzas y hachas, más el pueblo antiguo para las emboscadas. ¡Creo que podemos enfrentarnos a todos los sajones de la Galia y las costas del continente!
—Y tendremos que hacerlo —dijo Lot—. He combatido contra los sajones desde los tiempos de Ambrosio, al igual que Uriens, pero nunca tuvimos que enfrentarnos a nada como el ejército que viene ahora hacia nosotros.
—Esperaba este día desde mi coronación. La Dama del Lago me lo anunció al darme a
Escalibur
. Y ahora envía a todos los hombres de Avalón para que combatan bajo el estandarte del Pendragón.
—Todos estaremos allí —prometió Lot.
Pero Ginebra se estremeció. Arturo se mostró solícito:
—Has cabalgado durante dos días, querida, y tendrás que partir de nuevo al amanecer. ¿Puedo llamar a tus damas para que te lleven a la cama?
Ginebra negó con la cabeza, retorciendo las manos en el regazo.
—No, no estoy cansada… No me parece bueno que los paganos de Avalón combatan junto a un rey cristiano, Arturo. Y cuando los reúnas bajo ese estandarte pagano…
Lanzarote intervino delicadamente:
—Preferiríais que las gentes de Avalón se quedaran cruzadas de brazos mientras sus hogares caen en manos de los sajones mi reina? Britania también es suya y el Pendragón es el rey al que han jurado fidelidad.
—Eso es lo que no me gusta —explicó Ginebra, tratando de afirmar la voz para no parecer una niña entre hombres—. No me gusta que combatamos en el mismo bando que el pueblo de Avalón Esta batalla tendría que ser el enfrentamiento de los hombres civilizados, seguidores de Cristo y descendientes de Roma, contra quienes no conocen a nuestro Dios. El pueblo antiguo tan enemigo como los sajones; no tendremos un país cristiano hasta que esas gentes hayan desaparecido junto con sus dioses demoníacos. Y tampoco me gusta que enarboles un estandarte pagano, Arturo. Tendrías que luchar bajo la cruz de Cristo, como Uriens, para que podamos distinguir al amigo del enemigo.
Lanzarote parecía horrorizado
—¿También soy vuestro enemigo, Ginebra?
Ella negó con la cabeza.
—Sois cristiano, Lanzarote.
—Mi madre es esa perversa Dama del Lago a la que condenáis por brujería. Me crié en Avalón y el pueblo antiguo es mi pueblo. Mi padre, un rey cristiano, celebró el Gran Matrimonio con la Diosa por su tierra.
Su expresión era dura y colérica. Arturo apoyó la mano en la empuñadura de
Escalibur
. Al ver sus dedos apoyados en los mágicos símbolos de la vaina y las serpientes tatuadas en sus muñecas, Ginebra apartó la mirada, diciendo:
—¿Cómo puede Dios darnos la victoria si no alejamos de nosotros los símbolos de la hechicería, si no combatimos bajo su cruz?
Leodegranz propuso:
—Os ofrezco el estandarte de la cruz, mi señor Arturo. Enarboladlo por vuestra reina.
Arturo negó con la cabeza. Sólo en el rubor de sus pómulos se notaba que estaba enfadado.
—Juré combatir bajo el estandarte real del Pendragón y eso es lo que haré. No soy ningún tirano. Quien quiera llevar la cruz en su escudo puede hacerlo, pero el estandarte del Pendragón es el símbolo de que todos los pueblos de Britania lucharán juntos: cristianos, druidas y antiguos.
—Y las águilas de Uriens y el gran cuervo de Lothian irán junto al dragón —concluyó Lot, levantándose—. ¿No está Gawaine aquí, Arturo?
—Lo echo de menos tanto como tú, tío, pero tuve que enviarlo a Tintagel con un mensaje.
—Oh, tenéis caballeros de sobra para custodiaros —observó Lot, agrio—. Veo que Lanzarote no se aparta un paso de vuestro lado, listo para llenar el vacío.
Aunque rojo de ira, Lanzarote contestó delicadamente:
—Siempre es así, tío: todos los compañeros de Arturo competimos por el honor de estar cerca del rey, pero cuando Gawaine está aquí todos pasamos a un segundo plano.