—Perdona, madre. Y vos, mi señora.
Con el brazo en alto, llamó a un joven moreno y delgado, que tenía una cicatriz en la cara y cojeaba perceptiblemente.
—Cay, mi chambelán y hermano de leche —dijo—. Cay, te presento a Ginebra, mi reina y señora.
El mozo le hizo una sonriente reverencia.
—A vuestro servicio.
—Como ves —continuó Arturo—, mi señora ha traído sus muebles y pertenencias. Bienvenida a vuestra casa, señora. Cay hará poner vuestras cosas donde se lo ordenéis. Y ahora permitid que me retire, pues tengo que ocuparme de los hombres, los caballos y el equipo.
Se inclinó profundamente otra vez. Se lo notaba aliviado, y Ginebra se preguntó si estaría decepcionado con ella o si, de la boda, sólo le interesaba la dote de jinetes. Ya lo esperaba, pero aun así le habría gustado recibir una acogida más personal. Cayó en la cuenta de que el joven de la cicatriz aguardaba sus órdenes, educado y respetuoso. No le inspiraba miedo.
Tocó otra vez las fuertes murallas, como para reconfortarse y afirmar la voz. Cuando habló, su tono fue el de una reina.
—En la carreta mayor, señor Cay, encontraréis una mesa irlandesa. Es el presente de bodas que mi padre envía a mi señor Arturo, un botín de guerra muy antiguo y valioso. Encargaos de que la armen en el salón grande. Pero antes haced preparar una habitación para mi señora Igraine y asignadle a alguien para que la atienda.
En el fondo estaba sorprendida; había hablado como corresponde a una reina. Y Cay no parecía renuente en absoluto a aceptarla como tal, pues se inclinó en una profunda reverencia, diciendo:
—Se hará de inmediato, reina y señora mía.
D
urante toda la noche los grupos de viajeros se fueron reuniendo ante el castillo; con la primera luz, del día, Ginebra vio que toda la ladera estaba cubierta de caballos, tiendas y multitud de hombres y mujeres.
—Parece una fiesta —dijo a Igraine, con quien había compartido la cama.
La otra sonrió.
—Cuando el gran rey toma esposa, hija, esta isla está de fiesta. Mirad: aquellos hombres son los acompañantes de Lot de Orkney.
Aunque no lo dijo en voz alta, pensó: «Tal vez Morgana esté con ellos.» Qué extraño resultaba que, durante todos sus años fértiles, la mujer aprendiera a pensar ante todo en sus hijos varones. En cuanto a las hijas, una sólo pensaba que crecerían para pasar a otras manos; se las criaba para otra familia. En cambio, ella tenía con Morgana un vínculo del alma que jamás se quebraría, tal como había descubierto durante la coronación de Arturo.
—¡Cuánta gente! —musitó Ginebra—. No sospechaba que hubiera tanta gente en Britania.
—Y vos seréis su gran reina. Es aterrador, lo sé —reconoció Igraine—. Lo mismo sentí yo al casarme con Uther.
Por un momento le pareció que Arturo había errado en la elección de esposa. Ginebra era bella, sí; tenía buen carácter y educación; pero una reina tenía que ocupar su sitio a la vanguardia de la corte, y ésta parecía demasiado tímida.
Dicho en términos más sencillos, la reina era la Señora del rey. Desde el comienzo de la civilización, la misión de los hombres había sido conseguir alimentos y proteger de invasores el hogar que albergaba a las embarazadas, los niños y los ancianos, mientras que la misión de las mujeres era hacer de ese hogar un sitio seguro para ellos. Así como el rey se unía a la suma sacerdotisa en las bodas simbólicas con la tierra, como señal de que aportaría fuerza a su país, así la reina, en una unión similar con el rey, creaba un símbolo de la fuerza central existente tras todos los ejércitos y todas las guerras: el hogar.
Igraine negó con la cabeza, impaciente. Toda la cuestión de símbolos y verdades interiores estaba bien para una sacerdotisa de Avalón, pero ella había reinado sin pensar en aquellas cosas. Ginebra tendría tiempo para reflexionar sobre todo aquello cuando fuera anciana y ya no lo necesitara.
—Venid, niña. El día de vuestra boda es conveniente que os vista la madre de vuestro esposo, ya que no tenéis aquí a la vuestra.
La joven parecía un ángel; su cabellera de oro casi opacaba el brillo de la guirnalda dorada que le puso. El vestido era de sutil tejido blanco, como una telaraña, más caro que el oro, llevado de un país remoto. Quedaba tela suficiente para que Arturo se hiciera una túnica de gala; ese era el regalo de bodas que Ginebra le llevaba.
Lanzarote llegó para acompañarlas a la misa que precedería la ceremonia. Luego podrían dedicar el resto del día a comer y festejar. Él también estaba resplandeciente con su capa carmesí, pero llevaba ropa de montar.
—¿Nos abandonáis, Lanzarote?
—No —dijo él, sobriamente—. Soy uno de los jinetes que participará en la exhibición de la tarde. Arturo considera que es hora de dar a conocer a los súbditos sus planes para la caballería.
Y una vez más, Igraine vio la expresión transfigurada de sus ojos al fijarse en Ginebra y la sonrisa luminosa con que la muchacha lo contemplaba. No necesitaban de palabras. Volvió a tener el presentimiento de que nada bueno surgiría de aquello: tan sólo angustia.
Mientras avanzaban por los pasillos se les fueron uniendo criados y nobles, todos los que iban a misa. En la escalinata de la capilla se encontraron con dos jóvenes que llevaban, corno Lanzarote, largas plumas negras en la gorra. ¿Sería el distintivo de los compañeros de Arturo?
—¿Dónde está Cay, hermano? —preguntó Lanzarote—. ¿No tendría que estar aquí para acompañar a mi señora a la iglesia?
Uno de los recién llegados, un hombre corpulento y recio a quien Ginebra encontró cierto parecido con Lanzarote, dijo:
—Cay y Gawaine están vistiendo a Arturo para la boda. Él me envió para reemplazarle por ser pariente de la señora Igraine. —Y se inclinó ante ella—. ¿Es posible que no me reconozcáis, señora? Soy Balan, hijo de la Dama del Lago. Os presento a Balin, mi hermano de leche.
Ginebra los saludó cortésmente con la cabeza, pensando «¿Es posible que este Balan, tan grande y rudo, sea hermano de Lanzarote? Es como si un toro se dijera hermano de un finísimo potro del sur.» Balin, en cambio, era bajo y rubicundo, de pelo y barba tan amarillos como los de un sajón.
—Creo que tú también tendrías que estar con él, Lanzarote —añadió Balan riendo—. Arturo está enfermo de nervios, como cualquier novio. Aunque en el campo de batalla pelee como el mismo Pendragón, hoy demuestra que todavía es un niño.
«Pobre Arturo —pensó Ginebra—; esta boda es más penosa para él que para mí; yo no tengo más que obedecer la voluntad de mi padre.»
—Mi señor Lanzarote —dijo delicadamente—, ¿no preferiríais acompañar a mi señor Arturo?
Sus ojos le respondieron claramente que no deseaba separarse de ella. En aquellos dos días había aprendido a leer esos mensajes mudos. Nunca habían intercambiado una palabra que no pudieran gritar en presencia de Igraine, Merlín y todos los obispos reunidos. Pero por primera vez lo veía indeciso entre deseos opuestos.
—Lo último que deseo es apartarme de vos, señora, pero Arturo es mi primo y amigo.
—Dios no permita que me interponga entre vosotros —exclamó Ginebra dándole la mano a besar—. Id junto a mi rey y señor, y decidle… —Vaciló, asombrada de su audacia; ¿sería decoroso decirlo? Pero dentro de una hora sería la esposa de Arturo, bien podía expresar interés por él—. Decidle que le devuelvo de buen grado a su leal capitán y que lo aguardo con amor y obediencia, señor.
Lanzarote sonrió. El gesto pareció estirar dentro de ella una cuerda que le tensó igualmente la boca. ¿Cómo podía sentirse tan unida a él? Toda su vida parecía haberse concentrado en los dedos tocados por aquellos labios. Tragó saliva y, de pronto, supo qué era lo que sentía. Pese a sus abnegados mensajes de amor y obediencia a Arturo, habría vendido su alma por retroceder en el tiempo y decir a su padre que sólo se casaría con Lanzarote.
«¿Es una broma cruel de Dios que haya comprendido lo que siento cuando ya es demasiado tarde? ¿O acaso una malvada treta del demonio para apartarme de mi deber?» No oyó la respuesta de Lanzarote; sólo supo que le había soltado la mano y ya se alejaba. Apenas oyó las palabras corteses de Balin y Balan. De pronto se dio cuenta de que Igraine le estaba hablando:
—Os dejo con los caballeros, querida mía. Deseo hablar con Merlín antes de la misa.
Tardíamente se le ocurrió que la señora esperaba su autorización para hacerlo. Su rango de gran reina ya era una realidad.
Igraine cruzó el patio, murmurando excusas a las personas que empujaba en su intento por llegar hasta donde estaba Taliesin. Aunque todo el mundo lucía coloridas ropa de fiesta, él vestía la sombría túnica gris de siempre.
—Padre…
—Igraine, hija mía. —Le resultó consolador que el anciano druida le hablara como cuando ella tenía catorce años—. Os suponía atendiendo a la novia. ¡Qué bella es! Arturo ha encontrado un tesoro.
—Padre —suplicó Igraine bajando la voz para que nadie la oyera—, tengo que preguntaros algo: ¿hay algún modo honorable de que Arturo pueda evitar esta boda?
Taliesin parpadeó consternado.
—No, no lo creo. Ya está todo dispuesto para unirlos después de la misa. ¿Acaso se nos ha engañado? ¿Es estéril, indecorosa o…? —Merlín cabeceó desconcertado—. A menos que fuera leprosa o estuviera embarazada de otro hombre, no habría manera de impedirlo. Y aun así, no se podrían evitar ni el escándalo ni la ofensa que convertirían a Leodegranz en enemigo. ¿Por qué lo preguntáis, Igraine?
—Creo que es virtuosa. Pero he visto las miradas que cruza con Lanzarote. La novia está deslumbrada por otro hombre y éste es el mejor amigo del novio; esto sólo puede traer la desgracia.
Los viejos ojos de Merlín eran tan penetrantes como siempre.
—Ah, conque es así. Siempre he pensado que nuestro Lanzarote era mucho más apuesto y encantador de lo que le convenía. Sin embargo, el muchacho es honorable. Tal vez no sean sino fantasías juveniles que caerán en el olvido cuando el matrimonio se haya consumado, reducidas sólo a cierta melancolía.
—En nueve casos de diez, diría que estáis en lo cierto. Pero no los habéis visto. Yo sí.
Taliesin volvió a suspirar.
—No digo que os equivoquéis, Igraine, pero ¿qué podemos hacer? Para Leodegranz sería un insulto tal que declararía la guerra a Arturo. Y su reinado ya soporta demasiados desafíos ¿Sabéis que un rey del norte le mandó decir que había afeitado las barbas a once monarcas para hacerse una capa y que lo mismo haría con él si no le enviaba tributo?
—¿Y qué hizo Arturo?
—Le respondió que su barba era incipiente y no le serviría para la capa. Y le envió la cabeza barbuda de un sajón muerto en combate, con el mensaje que de ella obtendría más provecho, y que él no exigía tributo a los reyes amigos ni se lo pasaba. Así la cuestión quedó zanjada. Pero como veis, Arturo no puede permitirse el lujo de crearse más enemigos, y Leodegranz sería uno terrible. Será mejor que despose a esa niña. Creo que diría lo mismo aunque la hubieran sorprendido en la cama con Lanzarote.
Igraine se descubrió retorciéndose las manos.
—¿Qué vamos a hacer?
Merlín le tocó delicadamente la mejilla.
—Haremos lo que es preciso, lo que los dioses ordenan, como siempre. Ninguno de nosotros se embarcó en este asunto por su felicidad, hija mía. Hagamos lo que hagamos para tratar de moldear nuestro destino, el final está en manos de los dioses… o de Dios, como prefiere el obispo. Cuanto más envejezco, más me convenzo de que poco importa qué palabras usemos para decir la misma verdad.
—A la Dama no le gustaría oíros hablar así —dijo un hombre moreno y flaco que estaba tras él. Su túnica oscura podía ser la de un sacerdote o un druida.
Taliesin se volvió a medias, sonriente.
—Aun así, Viviana sabe que es la verdad. Igraine, creo que aún no conocéis a nuestro más importante bardo. Lo he traído para que cante y toque en la boda de Arturo. Os presento a Kevin.
El hombre se inclinó profundamente Igraine notó que caminaba apoyándose en un bastón tallado; un niño de doce o trece años cargaba con su arpa. Rara vez se ofrecían las enseñanzas druídicas a quienes presentaban alguna deformidad, pues se pensaba que los dioses señalaban así los defectos internos Pero decirlo habría sido una grosería imperdonable; su don tenía que de ser muy grande para que se lo aceptara a pesar de todo.
La había distraído de su objetivo, pero al pensarlo mejor llegó a la conclusión que Taliesin estaba en lo cierto. No había manera de impedir la boda sin un escándalo y, probablemente, una guerra. Dentro de la iglesia las luces estaban encendidas y comenzaba a tañer la campana. Igraine entró. Taliesin se arrodilló con dificultad. El niño que cargaba el arpa de Kevin lo imitó, pero no el bardo, aunque ella no supo si fue por rechazo al cristianismo o porque no podía flexionar la rodilla. El obispo también lo miró, ceñudo.
—Escuchad las palabras de nuestro Señor Jesucristo —comenzó—. «Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estaré, y todo aquello que pidáis en mi nombre os será concedido…»
Igraine, aunque estaba de rodillas y con la cara cubierta por el velo, percibió la entrada de Arturo, acompañado por Cay, Lanzarote y Gawaine; vestía una fina túnica blanca y una capa azul, sin más ornamento que la delgada diadema de oro de su coronación y las piedras preciosas que adornaban la vaina de la gran espada. Ginebra, con un delicado vestido blanco, estaba de rodillas entre Balin y Balan. Lot, encanecido y delgado, entre Morgause y uno de sus hijos menores; detrás de él…
Fue como si una lira hubiera tocado algún acorde agudo, prohibido, destacando sobre lo que entonaba el sacerdote. Levantó la cabeza con cautela, tratando de ver a la persona arrodillada allí. Detrás de Morgause entrevió la cara y la silueta de Morgana, como una nota discordante en la armonía del oficio sagrado. Había cambiado; estaba más delgada y más bella, y vestía una sencilla túnica de lana oscura, con una decorosa cofia blanca en la cabeza. No hacía nada, mantenía la cabeza gacha y los ojos bajos, como la viva imagen de la atención respetuosa. Pero hasta el mismo sacerdote parecía captar la impaciencia que emanaba de ella, pues se interrumpió dos veces para mirarla. Como no podía acusarla de hacer nada que no fuera completamente decoroso y decente, al cabo de un momento prosiguió con el servicio.
Pero Igraine también estaba distraída. Aunque trataba de concentrarse en el oficio y murmuraba las respuestas debidas, no podía pensar en las palabras del cura, ni en su hijo, ni en Ginebra, que parecía estar observando a Lanzarote al amparo del velo. Ahora sólo podía pensar en su hija. Terminada la boda podría preguntarle adonde había ido y qué le había pasado.