—Es, en verdad, un regio presente —aseguró Lanzarote cortésmente—, pero harán falta tres yuntas de bueyes para transportarla, señora, y sólo Dios sabe cuántos carpinteros para armarla otra vez. —Levantó la cabeza para escuchar; luego respondió a gritos—: ¡Iré en un momento, hombre! ¡No puedo estar en todas partes al mismo tiempo! —Luego hizo una reverencia a las señoras—. Tengo que poner este ejército en marcha. ¿Puedo ayudaros a montar?
—Creo que Ginebra prefiere viajar en la litera —dijo Igraine.
—Vaya, será como si el sol se ocultara detrás de una nube —sonrió el caballero—; pero haced vuestra voluntad, señora. Espero que otro día nos iluminéis.
Ginebra se sintió placenteramente azorada, como le sucedía ante cada una de esas frases bonitas. Nunca sabía si hablaba en serio o si estaba bromeando. Al ver que se alejaba volvió a sentir miedo. Grandes caballos a su alrededor, multitud de hombres yendo de aquí para allí: aquello parecía un auténtico ejército y ella, sólo un fardo sin importancia, casi botín de guerra. En silencio permitió que Igraine la ayudara a subir a la litera, en la que había muchos almohadones y una manta de pieles, y se acurrucó en un rincón.
—¿Dejo abiertas las cortinas, para que entre aire y luz? —preguntó Igraine, instalándose cómodamente en los cojines.
—¡No! —exclamó la muchacha, con voz sofocada—. Me… me siento mejor si están corridas.
La señora se encogió de hombros y cerró las cortinas. Por una rendija observó la partida de los jinetes y la maniobra de las carretas para ponerse en línea. Una dote principesca, en verdad: jinetes armados con todo el equipo para sumarse a los ejércitos de Arturo, casi como las legiones romanas que había oído describir.
La novia había apoyado la cabeza en los almohadones; estaba muy pálida y tenía los ojos cerrados.
—¿Os encontráis mal? —preguntó Igraine.
Ella negó con la cabeza.
—Pero todo es… tan grande… Tengo… tengo miedo —susurró.
—¿Miedo? ¡Pero mi querida niña…! —Igraine se interrumpió y acabó por decir—: Bueno, pronto os encontraréis mejor.
Ginebra escondió la cabeza entre los brazos cruzados: apenas se dio cuenta de que la litera empezaba a moverse, pues se había hundido voluntariamente en una somnolencia que le permitiría tener el pánico a raya. El nudo de terror en el vientre se apretaba más y más. Era sólo una novia con todas sus pertenencias, propiedad de un gran rey que no se había molestado siquiera en ir a ver qué clase de mujer le enviaban junto con los caballos y el equipo. Una yegua más, una yegua de cría para el gran rey, al que con suerte daría un heredero varón.
Ginebra temió que la sofocara aquella ira. Pero no tenía que enfadarse, no era decoroso, la madre superiora le había dicho que la misión de la mujer era casarse y tener hijos. Habría querido quedarse en el convento, hacerse monja, aprender a leer y a dibujar bonitas letras con la pluma y el pincel, pero eso no era adecuado para una princesa; tenía que obedecer en todo la voluntad de su padre, como si fuera la de Dios. Aquél era su castigo por ser como Eva: pecadora, llena de ira y rebeldía. Susurrando una plegaria, regresó voluntariamente a la semiinconsciencia.
Igraine, resignada a viajar tras esas cortinas cerradas, se preguntaba qué problema podía tener la muchacha. No había dicho una palabra contra la boda (claro que ella tampoco se rebeló contra su enlace con Gorlois). Pero ¿por qué se acurrucaba detrás de las cortinas en vez de ir con la cabeza erguida al encuentro de su nueva vida? ¿Qué la asustaba? No se casaba con un anciano que la triplicara en edad: Arturo era joven y estaba dispuesto a honrarla y respetarla.
Aquella noche durmieron en una tienda levantada en sitio seco, oyendo el viento y la lluvia. Igraine se despertó en mitad de la noche por los gimoteos de Ginebra.
—¿Qué pasa, hija? ¿Os encontráis mal?
—No… ¿Creéis que gustaré a Arturo, señora?
—No hay motivos para dudarlo —observó Igraine amable—. Bien sabéis que sois hermosa.
—¿Sí? —Su voz suave sonaba a ingenuidad, no a una coqueta búsqueda de cumplidos—. La señora Alienor dice que tengo la nariz demasiado grande y más pecas que una vaquera.
—La señora Alienor… —Igraine se contuvo, recordando que tenía que ser caritativa; aquella mujer no era mucho mayor que Ginebra, y había tenido cuatro hijas en seis años—. Creo que es algo corta de vista. Sois encantadora, de verdad. Nunca he visto cabello tan bello como el vuestro.
—No creo que a Arturo le interese la belleza —comentó la muchacha—. Ni siquiera averiguó si yo era bizca, coja o si tenía el labio leporino.
—A las mujeres se nos desposa por la dote, Ginebra —explicó delicadamente Igraine—; pero el gran rey también se casa con quien le aconsejan sus asesores. ¿Creéis acaso que él no pasa las noches desvelado, preguntándose qué le ha deparado la suerte? ¿Creéis que no sentirá gratitud y gozo cuando vea que le aportáis también belleza, buen carácter e instrucción? Es joven y no tiene mucha experiencia con mujeres. Y no dudo que Lanzarote le haya contado lo bella y virtuosa que sois.
Ginebra dejó escapar el aliento.
—Lanzarote es primo de Arturo, ¿verdad?
—Sí. Es hijo de Ban de Benwick y de mi hermana, la suma sacerdotisa de Avalón. Nació del Gran matrimonio. ¿Sabéis lo que es? En la baja Britania, algunos pueblos exigen los antiguos ritos paganos. El mismo Uther fue coronado así, aunque no le pidieron que se desposara con la Tierra; esa responsabilidad la asumió Merlín.
Ginebra comentó:
—No sabía que aún se practicaran esos ritos. Y a Arturo… ¿también lo coronaron así?
—No me lo ha dicho. Tal vez las cosas ya han cambiado y Merlín sea sólo su principal consejero.
—¿Conocéis al Merlín, señora?
—Es mi padre.
—¿De verdad? —La muchacha la miró fijamente en la oscuridad—. ¿Es verdad que Uther Pendragón se os presentó bajo la apariencia de Gorlois, por las artes mágicas de Merlín, para induciros a yacer con él confundiéndolo con vuestro esposo?
Igraine parpadeó; le había llegado el rumor de que el primogénito de Uther había nacido con indecorosa celeridad, pero no conocía aquella historia.
—¿Eso se dice?
—Así lo cuentan algunos bardos.
—Pero no es cierto —dijo la señora—. Llegó con la capa y el anillo que había arrebatado en combate a Gorlois, quien era traidor a su gran rey, pero yo sabía perfectamente que se trataba de Uther.
Se le anudó la garganta; aún le parecía que su amado estaba con vida, ausente en alguna campaña.
—¿Amabais a Uther? ¿No fue obra de la magia de Merlín?
—No —aseguró Igraine—. Lo amaba mucho. Os deseo la misma suerte: que vos y mi hijo lleguéis a amaros así.
—Eso espero yo también.
Ginebra volvió a aferrarle la mano. Sus dedos eran pequeños y blandos, fáciles de quebrar; no era una mano apta para atender recién nacidos u hombres heridos, sino para finos bordados y para la oración. Leodegranz habría hecho bien en dejar a esa niña en su convento y Arturo, en buscar otra novia. Sin embargo, ella no era mejor al unirse a Gorlois; tal vez la muchacha se fortaleciera con los años.
Con los primeros rayos del sol, el campamento se puso en movimiento. Ginebra estaba pálida y débil; al tratar de levantarse le sobrevino una arcada. Por un momento, a Igraine le asaltó una sospecha nada caritativa, pero la descartó de inmediato: aquella muchacha enclaustrada y tímida estaba enferma de miedo, nada más.
—Os dije que la litera cerrada os descompondría —dijo enérgicamente—. Tenéis que montar a caballo y tomar aire fresco; de lo contrario llegaréis a la boda con las mejillas pálidas. «Y si tengo que viajar un día más entre cortinas voy a enloquecer», añadió para sí—. Si montáis. Lanzarote viajará a vuestro lado para charlar con vos y animaros.
Ginebra se trenzó el cabello, se arregló el velo y llegó a beber algo de cerveza de cebada; luego se guardó un trozo de pan en el bolsillo, diciendo que lo comería más tarde.
Lanzarote estaba en pie desde el alba. Cuando Igraine le sugirió que acompañara a la joven se le encendieron los ojos.
—Será un placer, señora.
Ella los siguió, feliz de estar en soledad con sus pensamientos. ¡Qué hermosos eran los dos! Lanzarote, tan moreno y vital; Ginebra, blanca y dorada. Arturo también era rubio; los hijos serían deslumbrantes. Descubrió, con cierta sorpresa, que estaba deseosa de ser abuela. Sería agradable tener niños para mimar sin tener que preocuparse por ellos. Mientras soñaba despierta, observó que la muchacha montaba bien erguida; había recuperado el color y estaba sonriendo. Le había hecho bien tomar aire.
Y entonces Igraine vio cómo se miraban.
«¡Dios santo! Así me miraba Uther cuando yo era la esposa de Gorlois: como si estuviera famélico y yo fuera un bocado fuera de su alcance. ¿Qué puede resultar de esto si se aman? Lanzarote es honorable y ella parece virtuosa. ¿Cómo puede terminar esto sino en angustias?» Luego se reprochó esas sospechas; los jóvenes cabalgaban a una distancia decente y no se tocaban siquiera las manos. Si sonreían era porque ella iba a su boda y él a entregar jinetes a su rey, primo y amigo. «Soy una vieja malpensada.»
Sin embargo, su preocupación no pasó. Que el gran rey se casara con una doncella cuyo corazón pertenecía a otro era una verdadera tragedia. Pero la dote estaba pagada, la novia había abandonado la casa paterna y los súbditos se estaban reuniendo para presenciar la boda. No había modo de impedir el casamiento sin guerra y ruina.
Llegaron a Caerleon poco después del anochecer. El castillo se elevaba en una colina, sobre un antiguo fuerte romano del que aún quedaba parte de la mampostería. Por un momento, al ver las laderas cubiertas de tiendas y gente, Igraine se preguntó si el lugar estaba sitiado; luego comprendió que todos habían acudido para presenciar la boda del gran rey. Al ver a la muchedumbre Ginebra volvió a palidecer, aterrorizada. Lanzarote estaba tratando de dar alguna dignidad a aquella larga columna.
—Es una pena que os dejéis ver tan fatigada por el viaje —reconoció Igraine—, pero allí viene Arturo, que nos sale al encuentro.
La muchacha estaba tan cansada que apenas levantó la cabeza. Arturo, con su larga túnica azul y la espada al cinto, en su preciosa vaina carmesí, se detuvo un momento para hablar con Lanzarote, a la vanguardia de la columna. Luego se acercó a ellas e hizo una reverencia a su madre.
—¿Has tenido un buen viaje, señora?
Pero Igraine notó que dilataba las pupilas al ver la belleza de Ginebra. Y casi pudo leer los pensamientos de la muchacha: «Sí, soy bella. Lanzarote me considera bella. ¿Complaceré a mi señor Arturo?»
Él le ofreció una mano para ayudarla a desmontar, y viendo que se tambaleaba un poco le alargó los brazos.
—Señora y esposa mía, os doy la bienvenida a mi casa, vuestro hogar. Dios quiera que seáis feliz aquí y que este día sea tan jubiloso para vos como para mí.
Ginebra sintió el carmesí en las mejillas. Sí, Arturo era apuesto, con aquel pelo rubio y los ojos grises, graves y serenos. ¡Qué diferente del alegre y animado Lanzarote! ¡Y qué distinta era su manera de mirarla! Lanzarote la contemplaba como si fuera una estatua de la Virgen; Arturo, en cambio, la estaba observando sobriamente, como a una desconocida de la que aún no se sabe si es amiga o enemiga.
—Os doy las gracias, esposo y señor mío. Como veis, os he traído los hombres y los caballos de mi dote.
—¿Cuántos caballos? —preguntó él de inmediato.
Ginebra quedó confundida. ¿Qué sabía ella de sus preciosos caballos? ¿Era preciso dejar tan en claro que no era ella lo que le interesaba, sino su dote? Irguiéndose en toda su estatura (era alta para ser mujer), respondió con dignidad:
—No lo sé, mi señor Arturo; no los he contado. Tendréis que preguntárselo a vuestro capitán de caballería. Sin duda, el señor Lanzarote podrá deciros la cifra, hasta la última yegua y el último potrillo.
«Oh, bien por la muchacha», pensó Igraine, viendo que Arturo palidecía ante la réplica. Él sonrió con melancolía.
—Perdonad, mi señora. Nadie pretende que os ocupéis de estas cosas. Pero pensaba también en los hombres que os acompañan; me parece adecuado darles la bienvenida como nuevos súbditos, así como la doy a su señora.
Por un momento dejó entrever sus pocos años. Paseando la vista por aquella multitud de hombres, caballos, carretas, bueyes y carreteros, alargó las manos en un gesto de impotencia.
—En medio de este barullo sería difícil que me oyeran. Permitidme conduciros hasta las puertas del castillo. —La cogió de la mano para guiarla por el camino, buscando los sitios más secos—. Temo que esta construcción es vieja y lúgubre. Era la fortaleza de mi padre, pero yo no la he habitado desde que tengo memoria. Cuando los sajones nos dejen en paz por un tiempo, tal vez podamos hallar un sitio más adecuado para vivir, pero por el momento es menester conformarse con esto.
Al cruzar las puertas, Ginebra tocó la muralla. Era de gruesa y firme piedra romana; parecía estar allí desde el comienzo del mundo. Allí no había peligro. Deslizó por el muro un dedo casi amoroso.
—A mí me parece bella. No dudo que aquí estaré segura…, es decir, aquí seré feliz.
—Eso espero, señora… Ginebra —Era la primera vez que la llamaba por su nombre y lo pronunciaba con un acento raro. De pronto se preguntó dónde se habría criado—. Soy muy joven para estar a cargo de todo esto, hombres y reinos. Me alegra contar con alguien que me ayude.
Le tembló la voz como si tuviera miedo. Sin embargo, ¿qué podía temer un hombre?
—Mi tío político, Lot de Orkney, dice que su esposa gobierna tan bien como él en su ausencia. Estoy dispuesto a haceros el mismo honor, señora: permitir que gobernéis a mi lado.
El pánico volvió a contraer el estómago de la muchacha. ¿Cómo podía esperar algo así de ella? ¿Qué importaba lo que hicieran esos bárbaros del norte?
—Jamás me atrevería a pretender tanto, rey y señor mío —dijo con voz débil y trémula.
Igraine intervino con firmeza.
—Arturo, hijo mío, ¿en qué estás pensando? La niña ha cabalgado durante dos días enteros y está exhausta. Con el lodo del camino todavía en los zapatos no se puede planear la estrategia de los reinos. Te lo ruego: llévanos al encuentro de tus chambelanes, que ya habrá tiempo para que te familiarices con tu prometida.
Ginebra notó que la piel de Arturo era aún más clara que la suya; por segunda vez lo vio enrojecer como un niño regañado.