—Necesitamos un militar, hermanos míos —prosiguió Emban —Ahora necesitamos un general en lugar de un presidente. Contamos en nuestras filas con cuatro generales que son, claro está, los preceptores de las cuatro órdenes.
Se produjo una excitada agitación, pero Emban la contuvo alzando una mano.
—Ahora bien —reanudo su alocución—, ¿nos atrevemos a distraer a uno de estos insuperables genios militares de la vital tarea de defender Chyrellos? Creo que no. ¿Dónde buscaremos pues? —Hizo una pausa —Debo incumplir una solemne promesa que formulé a uno de mis hermanos —confesó—. Ruego que tanto él como Dios sean capaces de hallar en sus corazones la bondad para perdonarme. Disponemos, de hecho, de un hombre con formación militar entre nosotros, queridos hermanos. En su modestia, él nos había ocultado este hecho, pero una humildad que nos priva de su talento en tiempos de crisis no se corresponde con la virtud. —Su redonda cara adoptó una expresión de sincero pesar—. Perdonadme, Dolmant —dijo—, pero no me da elección. Mi deber para con la Iglesia antecede incluso al dedicado a un amigo.
Dolmant lo miró con gelidez.
—Supongo —confió, suspirando —que, cuando concluya esta reunión, mi querido hermano de Demos me lacerará rigurosamente, pero estoy bien acolchado y las magulladuras no serán tan visibles... espero. En su juventud, el patriarca de Demos fue acólito de la orden pandion y...
Se produjo un súbito parloteo inconexo en la estancia.
—El preceptor Vanion de dicha orden —continuó, elevando la voz, Emban—, que era a su vez novicio por la misma época, me asegura que nuestro santo hermano de Demos era un consumado guerrero y podría fácilmente haber ascendido al rango de preceptor de no haber hallado nuestra Santa Madre otras aplicaciones para sus vastos talentos. —Volvió a guardar silencio—. Loemos a Dios, hermanos míos, porque nunca hubimos de tomar tal decisión. Elegir entre Vanion y Dolmant habría sido posiblemente una tarea que se halla fuera del alcance de nuestra sabiduría conjunta. —Siguió hablando un rato, colmando de alabanzas a Dolmant, y después miró en derredor—. ¿Cuál es nuestra decisión, hermanos? ¿Imploraremos a nuestro hermano de Demos que nos guíe en estos momentos en que estamos amenazados por el más grave peligro?
Makova se quedó mirándolo y abrió la boca un par de veces como si estuviera a punto de hablar, pero en cada ocasión la cerró de golpe.
Sparhawk colocó las manos en el respaldo del banco de delante e, inclinándose, habló en voz queda al anciano monje allí sentado.
—¿Acaso se ha quedado de repente mudo el patriarca Makova, compadre? Habría dicho que a estas alturas ya estaría subiéndose por las paredes.
—En cierto sentido sí se ha quedado mudo, caballero —respondió el monje—. Existe una antigua costumbre, una norma casi podría decirse en la jerarquía, que prohíbe que un patriarca proponga su propia candidatura para cualquier puesto, por más insignificante que éste sea. Se considera como una falta de modestia.
—Loable costumbre, ésa —apreció Sparhawk.
—Yo también lo veo así, caballero. —El monje sonrió—. No sé por qué, Makova suele producirme somnolencia.
—A mí también —confesó Sparhawk, sonriéndole a su vez—. Supongo que ambos deberíamos rezar para fortalecer nuestra paciencia... Un día de éstos.
Makova miró desesperado a su alrededor, pero ninguno de sus amigos se decidió a hablar, bien porque no tuvieran nada que decir en su favor o bien porque previeran el escaso éxito de su propuesta.
—Votemos —propuso de forma un tanto hosca.
—Buena idea, Makova —aceptó, complacido, Emban—. Pongámonos manos a la obra. El tiempo vuela.
En aquella ocasión fueron sesenta y cinco votos favorables a que Dolmant asumiera la presidencia y cincuenta y cinco los contrarios. Otro de los partidarios del primado de Cimmura había cambiado de facción.
—Mi hermano de Demos —dijo Emban a Dolmant cuando se hubo finalizado y anunciado el resultado del recuento—, ¿seríais tan amable de adoptar el puesto de presidente?
Dolmant se adelantó en tanto que Makova recogía malhumoradamente sus papeles y se alejaba con paso majestuoso del atril.
—Me honráis hasta un punto que supera mi capacidad de expresar gratitud, hermanos míos —agradeció Dolmant—. Por ahora, me limitaré a decir gracias de manera que podamos pasar a tratar sin dilación la crisis que nos afecta. Nuestra necesidad más perentoria es una fuerza más numerosa bajo el mando de los caballeros de la Iglesia. ¿Cómo podemos conseguirla?
—La fuerza de que habla nuestro venerado presidente se halla a nuestro alcance, hermanos míos—anunció a la asamblea Emban, que ni se había molestado en sentarse—. Cada uno de nosotros tiene un destacamento de soldados eclesiásticos a su disposición. En vista de la vicisitud actual, propongo que de inmediato transfiramos el control de dichas tropas a las órdenes militantes.
—¿Nos despojaréis de nuestra única protección, Emban? —protestó Makova.
—La salvaguarda de nuestra Sagrada Ciudad es mucho más importante, Makova —replicó Emban—. ¿Dirá la historia de nosotros que fuimos tan cobardes que negamos nuestra ayuda a nuestra Santa Madre en su hora de congoja movidos por la timidez y una timorata preocupación por nuestro propio pellejo? Quiera Dios que tan medroso tipo de persona no nos contamine con su presencia. ¿Qué responde la jerarquía? ¿Haremos este insignificante sacrificio en beneficio de la Iglesia?
El rumor de asentimientos tuvo una ligera nota de aflicción en ciertas alas.
—¿Desea algún patriarca solicitar una votación al respecto? —inquirió Dolmant con fría corrección, paseando la mirada por las ahora silenciosas gradas—. En ese caso, que el secretario deje constancia de que la propuesta del patriarca de Usara ha sido aceptada por aclamación unánime. Los escribanos redactarán después documentos pertinentes que habrá de firmar cada uno de los miembros de la jerarquía, transfiriendo el mando de su destacamento individual de soldados eclesiásticos a las órdenes militantes para que éstas organicen la defensa de la ciudad. —Hizo una pausa—. ¿Quiere alguien hacerme el favor de solicitar al comandante de la guardia personal del archiprelado que se presente ante la jerarquía?
Un sacerdote se deslizó por la puerta y poco después entró un musculoso oficial pelirrojo, con un bruñido peto y armado con un escudo repujado y una anticuada espada corta. Su expresión mostraba a las claras que estaba al corriente de la llegada del ejército.
—Una pregunta, coronel —le dijo Dolmant—. Mis hermanos me han pedido que presida sus deliberaciones. En ausencia de un archiprelado, ¿hablo yo en su lugar?
—Así es, Su Ilustrísima —admitió el coronel tras reflexionar un momento, evidenciando cierta complacencia.
—Esto es inaudito —protestó Makova, sin duda reconcomido por no haber sacado ventaja de aquella escondida norma durante su propia presidencia.
—También lo es la situación, Makova —le hizo ver Dolmant—. En la historia de la Iglesia únicamente se ha declarado cinco veces una crisis de fe, y, en cada uno de dichos períodos, un vigoroso archiprelado ocupaba el trono que tan tristemente se alza vacío ante nosotros. Afrontados a circunstancias tan extraordinarias, debemos improvisar. Esto es lo que vamos a hacer, coronel. Todos los patriarcas van a firmar un documento cediendo el mando de sus destacamentos individuales a los caballeros de la Iglesia. Para ahorrar tiempo e innecesarias discusiones, en cuanto dichos documentos estén firmados, vos y vuestros hombres escoltaréis a cada uno de los patriarcas hasta los cuarteles de sus diversas fuerzas, donde cada cual confirmará en persona su orden escrita.
—Se volvió entonces hacia los preceptores—. Lord Abriel —dijo—, ¿asignaréis vos y vuestros compañeros preceptores caballeros para que tomen a su cargo a los soldados y los reúnan en un lugar de vuestra elección? Nuestro despliegue debe ser rápido y decidido.
—Lo haremos de buen grado, Su Ilustrísima —aceptó, poniéndose en pie, Abriel.
—Gracias, mi señor Abriel —correspondió Dolmant antes de volver la mirada a las filas de la jerarquía, que se levantaban grada a grada, sobre el—. Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, hermanos míos —aseveró —Ahora parece lo más apropiado que procedamos de inmediato a traspasar nuestros soldados a los caballeros de la Iglesia y pues tal vez podamos dedicarnos a buscar consejo en Dios. Quizás él en su infinita sabiduría, nos sugiera otras medidas que podamos adoptar para defender su amada Iglesia. Por lo tanto, sin objeción, la jerarquía suspende sus reuniones hasta que el tiempo de crisis haya pasado.
—Brillante —se admiró Bevier—. En una serie de golpes magistrales han arrebatado el control de la jerarquía a Annias, le han despojado de sus soldados e impedido la celebración de ulteriores votaciones mientras nosotros no estemos aquí para detenerlos.
—Es una lástima que haya terminado tan deprisa —se lamentó Talen—. Tal como están las cosas, sólo necesitamos un voto más para elegir nuestro propio archiprelado.
Sparhawk sentía un inmenso regocijo cuando, en compañía de sus amigos, se sumó a la multitud que se aglomeraba en la puerta de la sala de audiencia. Aun cuando Martel siguiera representando una grave amenaza para la Ciudad Sagrada, habían logrado sustraer el control de la jerarquía a Annias y sus secuaces, y la debilidad de su dominio sobre sus votos había quedado patente con la defección de cuatro de sus patriarcas sobornados. Mientras se disponía a alejarse a paso lento de la estancia, volvió a notar aquella sensación de abrumadora aprensión que ya le era familiar. Se volvió a medias y, aquella vez, incluso la vio parcialmente. La sombra se encontraba detrás del trono del archiprelado, dando la impresión de ondular mansamente en la penumbra. Sparhawk se llevó la mano a la pechera de la sobreveste para asegurarse de que el Bhelliom seguía en su sitio. La joya estaba segura, y sabía que el cordel de la bolsa ceñía con fuerza su embocadura. Su razonamiento había resultado, al parecer, algo erróneo. La sombra podía aparecer independientemente del Bhelliom. Se hallaba incluso allá adentro, en el edificio más sagrado de la fe elenia. Había pensado que, de todos los lugares, en aquél se vería libre de ella, pero no era así. Turbado, continuó saliendo con sus amigos de la sala que ahora se le antojaba oscura y helada.
El atentado contra la vida de Sparhawk se produjo casi inmediatamente después de ver la sombra. Un monje con la cara tapada por la capucha, uno de tantos entre la muchedumbre agolpada en la puerta, se volvió de improviso e impulsó una pequeña daga directamente a la cara del alto pandion, que no protegía entonces la visera. Fue sólo gracias a sus reflejos bien entrenados que salió con vida de aquélla. Sin pensarlo, detuvo el ímpetu de la mano que empuñaba la daga con su antebrazo acorazado y luego aferró al monje, el cual, con un grito de desesperación, se clavó la reducida arma en su propio costado. Luego se puso rígido, y Sparhawk notó el violento estremecimiento que le recorrió el cuerpo. El clérigo perdió toda expresión en el semblante y se vino abajo desmadejado.
—¡Kalten! —susurró Sparhawk a su amigo—. ¡Échame una mano. Manténlo en pie. Kalten se apresuró a colocarse al otro lado del cadáver del monje y lo tomó del brazo.
—¿No se encuentra bien nuestro hermano? —les preguntó otro eclesiástico cuando trasponían el umbral.
—Se ha desmayado —repuso Kalten con desenvoltura—. Hay personas que no soportan las multitudes. Mi amigo y yo vamos a llevarlo alguna habitación apartada para que recobre el aliento.
—muy hábil —lo halagó Sparhawk.
—Ves, Sparhawk? Puedo pensar yo sólito. —Kalten señaló con la cabeza la puerta de una antesala próxima—. Llevémoslo allí y examinémoslo.
Arrastraron al muerto hasta allí y cerraron la puerta tras ellos. Kalten le arrancó la daga del costado.
—No es un arma muy penetrante —observó con desdén.
—Era suficiente —gruñó Sparhawk—. Un simple rasguño con ella lo ha dejado tieso como una tabla.
—¿Veneno? —apuntó Kalten.
—Probablemente..., a menos que el espectáculo de su propia sangre haya podido con él. Observémoslo. —Sparhawk se inclinó y abrió el hábito del monje.
El «monje» era un rendoreño.
—¿No es interesante? —ironizó Kalten—. Parece que ese ballestero que ha estado intentando matarte ha comenzado a solicitar ayuda.
—Quizás éste es el ballestero.
—De ningún modo, Sparhawk. El ballestero ha estado ocultándose entre el populacho y cualquiera que tenga un mínimo de cerebro reconocería a un rendoreño. No habría podido confundirse tranquilamente entre la multitud.
—Sin duda tienes razón. Dame la daga. Se la enseñaré a Sephrenia.
—Martel no quiere realmente enfrentarse a ti, ¿no es cierto?
—¿Qué te hace pensar que Martel está detrás de esto?
—¿Qué te hace pensar lo contrario? ¿Qué hacemos con esto?
—Kalten señaló al cadáver tendido en el suelo.
—Dejarlo. Los vigilantes de la basílica acabarán por dar con él y se ocuparán de disponer de él en nuestro lugar.
Muchos de los soldados eclesiásticos presentaron su dimisión al enterarse de que eran transferidos bajo el mando de los caballeros de la Iglesia. Al menos así lo hicieron los oficiales, ya que los soldados rasos no tienen la posibilidad de renunciar a su condición. Dichas dimisiones fueron, no obstante, desestimadas, pero los caballeros tampoco pasaron por alto los sentimientos de los diversos coroneles, capitanes y tenientes que sentían intensa congoja moral por tener que seguir al frente de sus fuerzas en tales circunstancias, por lo que de buen grado despojaron a P oficiales de su rango y los enrolaron como soldados rasos. Después hicieron marchar a las tropas de rojas túnicas hacia la gran plaza de delante de la basílica para preparar su despliegue por las murallas y las puertas de la ciudad interior.
—¿Habéis tenido algún problema? —preguntó Ulath a Tynian cuando, conduciendo cada uno un importante destacamento de soldados, se encontraron en un cruce de calles.
—Algunas dimisiones, nada más. —Tynian se encogió de hombros—. La oficialidad de esta partida se compone de nuevos miembros.
—La mía también —replicó Ulath—. Un montón de sargentos ostentan el mando ahora.
—Me he topado con Bevier hace poco —comentó Tynian mientras cabalgaban hacia la puerta principal de la ciudad interior—. Parece, no sé por qué, que él no tiene ese problema.
—El motivo debería ser bastante evidente, Tynian. —Ulath esbozó una mueca—. Se ha propagado la noticia de lo que le hizo al capitán que trató de impedirnos la entrada a la basílica. —Ulath se quitó el yelmo coronado de cuernos de ogro y se rascó la cabeza—. Creo que fue la plegaria que dirigió después lo que heló la sangre a la mayoría. Una cosa es descabezar a un nombre en el transcurso de una discusión, pero rogar luego por su alma produce misteriosamente un efecto inquietante en casi toda la gente.