El zemoquiano se echó atrás, con el rostro desencajado a causa del terror. Dado que el ritual de salutación estirio exigía besar las palmas de las manos, el «permiso» de Sephrenia era una clara invitación al suicidio.
—Perdonadme, suprema sacerdotisa —imploró con voz temblorosa el hombre.
—Me parece que no —contestó sin miramientos la mujer. Miró a los otros zemoquianos, que tenían los ojos desorbitados por el horror—. Este manojo de basura me ha ofendido —les dijo—. Obrad según es costumbre.
Los zemoquianos desmontaron a toda prisa, bajaron del caballo a su cabecilla y, venciendo su resistencia, lo decapitaron en el acto. Sephrenia, que normalmente habría presenciado con repulsión tal muestra de salvajismo, observó la escena con expresión imperturbable.
—Adecuado —aprobó sin entusiasmo—. Exponed lo que resta de él según la manera habitual y continuad con vuestro trabajo.
—Ah.. eh... temible sacerdotisa —tartamudeó uno de ellos—, ahora no tenemos jefe.
—Vos habéis hablado y por lo tanto vos tomaréis el mando. Si actuáis como es debido, seréis recompensado. Si obráis mal, en vuestra mente llevaréis el castigo. Ahora quitad a esta carroña de mi paso.
—Apretó los talones contra los flancos de Ch'iel y la esbelta yegua blanca echó a andar, evitando delicadamente pisar los charcos de sangre que había en el suelo.
—El que ostenta el mando entre los zemoquianos parece estar sujeto a ciertos riesgos —comentó Ulath a Tynian.
—Así es —convino Tynian.
—¿Realmente teníais que hacerle eso, lady Sephrenia? —preguntó Bevier con tono consternado.
—Sí. El zemoquiano que ofende a los sacerdotes es castigado siempre, y en Zemoch sólo existe un castigo.
—¿Cómo habéis conseguido que se moviera el dibujo de la serpiente? —inquirió Talen, trasluciendo cierto temor en la mirada.
—No se ha movido —respondió la mujer—. Sólo ha parecido que se movía.
—Entonces no lo habría mordido de veras, ¿no es cierto?
—Él habría creído que sí, y el resultado habría sido el mismo.¿Hasta dónde os ha indicado Kring que nos adentráramos en este bosque, Sparhawk?
—Aproximadamente el trecho recorrido en una jornada —repuso el caballero—. Nos desviaremos hacia el sur en el linde oriental de la foresta, justo antes de llegar a las montañas.
—Pongámonos en marcha pues.
Todos estaban un tanto impresionados por la aparente transformación de Sephrenia. La despiadada arrogancia que había manifestado durante el encuentro con los zemoquianos había sido tan radicalmente diferente de su comportamiento normal que incluso los había asustado un poco también a ellos. Cabalgaron entre la penumbra del bosque abatidos y en silencio, lanzando frecuentes miradas en dirección a la mujer, hasta que al cabo ésta refrenó su palafrén.
—¿Vais a parar de mirarme así? —les dijo cáusticamente—. No me han salido dos cabezas. Estoy representando el papel de una sacerdotisa zemoquiana y obrando tal como lo haría una sacerdotisa de Azash. Cuando uno imita a un monstruo, debe hacer a veces cosas monstruosas. Prosigamos. Contadnos una historia, Tynian, para apartar de nuestras mentes este desagradable incidente.
—Sí, pequeña madre —acordó el deirano de ancho rostro. Sparhawk había advertido que, tal vez de modo inconsciente, todos habían adoptado aquella forma de tratamiento para dirigirse a ella.
Acamparon en el bosque esa noche y reemprendieron camino a la mañana siguiente bajo un cielo todavía nublado. El aire era cada vez más frío conforme iban ascendiendo. Alrededor de mediodía llegaron al linde oriental de la foresta y giraron hacia el sur, aunque permanecieron bajo su espesura a unos cien metros del linde para aprovechar el resguardo que ofrecía a las miradas.
Tal como había indicado Kring a Sparhawk, a última hora del día encontraron una gran arboleda afectada por una plaga. Los desnudos troncos muertos de los árboles se sucedían en la ladera de la montaña semejando una leprosa cascada, hediondos e infestados de hongos, ocupando una franja de una legua de ancho.
—Este sitio tiene el aspecto... y el olor... de las afueras del infierno —observó Tynian con voz sombría.
—Quizá se deba al tiempo nuboso —apuntó Kalten.
—No creo que los rayos del sol mejoren mucho la impresión que causa—disintió Ulath.
—¿Qué puede haber dejado baldía una región tan extensa? —preguntó Bevier con un estremecimiento.
—La tierra en sí está enferma —respondió Sephrenia—. No nos demoremos demasiado en este bosque maldito, queridos. Aunque un hombre no es un árbol, el nocivo miasma de este lugar no puede ser saludable.
—Nos queda poco rato de luz del día, Sephrenia —señaló Kurik.
—Eso no constituirá un problema. Dispondremos de luz suficiente para seguir cabalgando después de que haya anochecido.
—¿Qué hizo enfermar a la tierra, lady Sephrenia? —inquirió Berit, mirando a su alrededor los blancos árboles que se erguían sobre el contaminado suelo como implorantes manos esqueléticas.
—No hay modo de saberlo, Berit, pero la fetidez de este paraje es el hedor de la muerte. Es posible que en el subsuelo se hallen horrores que no alcanza a definir la imaginación. Apuremos el paso para dejar atrás este lugar.
El cielo se oscureció con la proximidad del crepúsculo, pero, al cerrar la noche, los secos árboles comenzaron a despedir en torno a sí un repulsivo resplandor verdusco.
—¿Estáis provocándola vos, Sephrenia? —preguntó Kalten—. La luz, quiero decir.
—No —respondió ésta—. La luz no tiene nada que ver con la magia.
—Debí haberlo recordado —dijo Kurik, riendo con cierto pesar.
—¿Recordar el qué? —se interesó Talen.
—Los troncos podridos y sustancias parecidas a veces brillan en la oscuridad.
—No lo sabía.
—Has pasado demasiado tiempo en las ciudades, Talen.
—Uno tiene que ir al sitio donde están los clientes. —El chiquillo se encogió de hombros—. No se saca demasiado beneficio estafando a las ranas.
Continuaron cabalgando en el transcurso de las primeras horas de la noche entre aquel tenue relumbre verdoso, con la nariz y la boca embozadas con la capa, y poco antes de medianoche llegaron a una empinada loma cubierta de árboles. Prosiguieron un trecho y después asentaron el campamento en un hondo barranco donde el aire nocturno se les antojó dulce y puro tras interminables horas de soportar la fetidez de aquel bosque muerto.
La perspectiva que se presentó ante ellos a la mañana siguiente cuando coronaron la loma no era mucho más alentadora, pues, si el día anterior había estado presidido por una blancura de muerte, lo que les aguardaba aquella jornada era también una expresión de muerte, aun cuando su tono predominante fuera esta vez negro.
—¿Qué diantre es esto? —exclamó Talen, observando la bullente extensión de negro fango de apariencia pegajosa.
—Las ciénagas de alquitrán que mencionó Kring —respondió Sparhawk.
—¿Podemos rodearlas?
—No. El alquitrán se filtra por la pared de un acantilado y las ciénagas se prolongan varias leguas hasta las colinas que hay al pie de las montañas.
Las ciénagas, semejantes a grandes charcos de reluciente y resbaladiza humedad burbujeante, se extendían hasta una estribación rocosa de la que los separaban tal vez unos ocho kilómetros. Cerca de la otra orilla se elevaba un penacho de llama azulada casi tan alto como la aguja que remataba la catedral de Cimmura.
—¿Cómo vamos a cruzar esto? —se desesperó Bevier.
—Con mucho cuidado, diría yo —replicó Ulath—. He atravesado en varias ocasiones terrenos de arenas movedizas en Thalesia. Hay que desperdiciar un montón de tiempo tanteando con un palo... que sea bien largo, a ser posible.
—Los keloi tienen marcado el camino —les aseguró Sparhawk—. Clavaron estacas en tierra firme.
—¿Y en qué lado de las estacas se supone que debemos poner el pie? —inquirió Kalten.
—Kring no lo especificó —contestó Sparhawk con despreocupación—. Imagino, no obstante, que no habremos recorrido mucho trecho antes de averiguarlo.
Bajaron la pendiente y se introdujeron con prudencia en el untuoso cenagal negro. Sparhawk comenzó a experimentar un ligero mareo al cabo de poco debido al aire cargado, impregnado de penetrante olor a nafta que flotaba sobre el lodazal.
Siguieron avanzando pesadamente, al paso lento que dictaba la necesaria cautela, mientras a su alrededor surgían de las profundidades unas grandes y viscosas burbujas que estallaban produciendo extraños sonidos. Ya cerca de la ribera sur, pasaron junto al ardiente pilar, una columna de llamas azules que brillaba con flujo incesante de las entrañas de la tierra, y a partir de allí el terreno comenzó a elevarse y pronto se hallaron fuera de la ciénaga. Tal vez fuera el calor de los hirvientes gases que emanaban de la tierra lo que hizo el contraste tan patente, pero, cuando los hubieron dejado atrás, notaron el aire mucho más frío.
—Se avecina mal tiempo —predijo Kurik—. Probablemente lluvia al principio, pero creo que después va a nevar.
—Ningún viaje entre montañas es completo sin nieve —observó Ulath.
—¿Qué señal debemos reconocer ahora? —preguntó Tynian a Sparhawk.
—Ésa —respondió éste, apuntando a un elevado peñasco cuya cara recorrían anchas vetas amarillas—. Kring da unas instrucciones excelentes. —Miró al frente y vio un árbol con un trozo de corteza arrancada—. Estupendo —dijo—. El sendero que lleva al desfiladero está marcado. Sigamos cabalgando antes de que empiece a llover.
El desfiladero era en realidad el antiguo lecho de un riachuelo. El clima de Eosia había cambiado con el correr de las eras y, a medida que Zemoch se volvía más y más árido, el riachuelo que había labrado pacientemente el angosto paso había ido secándose hasta no quedar más recuerdo de él que el empinado barranco que surcaba la imponente pared de roca.
Tal como había pronosticado Kurik, la lluvia se inició al caer la tarde en forma de una constante llovizna que acabó por impregnarlo todo.
—Sir Sparhawk —llamó Berit desde atrás—, me parece que deberíais darle una mirada a esto. Sparhawk tiró de las riendas y volvió sobre sus pasos.
—¿De qué se trata, Berit?
Berit señaló hacia poniente, donde el sol no era más que un disco de un gris apenas más claro que el del resto del encapotado cielo. En el centro de aquella esfera más pálida flotaba una amorfa nube negra como el carbón.
—Está moviéndose en dirección contraria, sir Sparhawk —señaló Berit—. El resto de las nubes se desplazan hacia el oeste y ésta viene en dirección este, justo hacia nosotros. Es parecida a aquella en la que se escondían esos hombres del alba, ¿no es cierto? Aquella que estaba siguiéndonos...
—En efecto, Berit —reconoció Sparhawk, sintiendo que se le encogía el corazón—. ¡Sephrenia! —llamó.
La mujer se reunió con ellos.
—Ahí está de nuevo —le comunicó Sparhawk, apuntándola con el dedo.
—Ya veo. ¿No esperaríais que se fuera sin más, Sparhawk?
—Confiaba en que así sería. ¿Podemos hacer algo?
—No.
—Entonces continuaremos avanzando —decidió con aire resuelto.
Con la luz menguante del atardecer, siguieron lentamente el curso del empinado barranco que serpenteaba por la roca. Al doblar una pronunciada curva, vieron un desprendimiento de roca, que estrictamente hablando no era tal, sino una pared desplomada: un lugar donde la cara sur de la quebrada se había desgajado y caído en el cauce, cegándolo, al parecer, por completo.
—Esto es bastante intimidante—observó Bevier—. Espero que Kring os diera buenas indicaciones, Sparhawk.
—Se supone que debemos torcer a la izquierda aquí —les comunicó Sparhawk—. Encontraremos una maraña de ramas, troncos y maleza en el lado inferior del desprendimiento, pegada a la cara norte del barranco, que oculta la entrada de un pasadizo subterráneo. Los keloi lo utilizan cuando van a Zemoch en busca de orejas.
—Vayamos a mirar —propuso Kalten, enjugándose la cara.
En la penumbra que preludiaba la noche, la pila de árboles cortados y arbustos enredados presentaba el aspecto genuino de una fortuita acumulación de madera flotante y detritos que en todo barranco arrastran consigo las crecidas de la primavera. Talen desmontó, trepó por un tronco inclinado y se asomó a una oscura brecha que se abría entre la broza.
—Hola —gritó. El sonido de su voz retornó como un eco.
—Probemos a ver si responde alguien —sugirió Tynian.
—Lo hemos encontrado, Sparhawk —anunció el chico—. Hay un gran espacio hueco detrás de esta pila.
—Pongámonos manos a la obra, entonces —sugirió Ulath, lanzando una mirada al lluvioso y plomizo cielo—. Podríamos pasar la noche allá adentro —añadió—. Sería un refugio contra las inclemencias del tiempo, y, de todas formas, ya está anocheciendo.
Compusieron yugos con troncos de árboles desperdigados y utilizaron los mulos de carga para apartar la maraña de troncos y arbustos. La boca del pasadizo era triangular, dado que el lado exterior se apoyaba contra la cara norte de la quebrada, y su interior era angosto y olía a humedad.
—Está seco —apreció Ulath—, y a buen recaudo de las miradas. Podríamos adentrarnos un poco más y encender fuego. Si no nos secamos la ropa, estas cotas de mallas van a estar completamente oxidadas mañana por la mañana.
—Tapemos antes la abertura —aconsejó Kurik, si bien del tono de su voz se desprendía que no abrigaba grandes esperanzas de que la pila de maleza fuera a cortar el paso a la oscura nube que venía siguiéndolos desde Thalesia.
Después de cubrir el agujero, encendieron antorchas y caminaron unos cien metros por la estrecha galería hasta un lugar donde ésta se ensanchaba.
—¿Os parece bien aquí? —preguntó Kurik.
—Al menos está seco —aprobó Kalten. Removió con el pie el arenoso suelo del pasadizo y desenterró un pedazo de descolorida madera—. Puede que incluso encontremos leña suficiente para encender fuego.
Se instalaron para hacer noche en aquel reducido refugio y pronto tuvieron encendida una pequeña fogata.
-Continúa varios cientos de metros más allá —informó Talen, que había ido a explorar lo que restaba del corredor—. El otro extremo está tapado con maleza igual que el de abajo. Kring disimula con mucho cuidado la existencia de este pasadizo.
—¿Qué tiempo hace en el otro lado? —preguntó Kurik.
—Está cayendo aguanieve, padre.