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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (60 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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El paisaje no se dulcificó a medida que continuaban hacia el este, ni tampoco el tiempo. Hacía un frío glacial y las infladas nubes de polvo negro arañaban el cielo. La escasa vegetación que veían era raquítica y enfermiza. Seguían lo que semejaba un sendero, aunque lo sinuoso de su trazado denotaba más las huellas de animales salvajes que las de la mano del hombre. Las charcas eran poco frecuentes y el agua de las que encontraban era hielo que habían de fundir para abrevar los caballos.

—¡Maldito polvo! —tronó Ulath de improviso de cara al cielo, desprendiéndose de la tela que le cubría la boca y la nariz.

—Tranquilo —le dijo Tynian.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Ulath, escupiendo polvo—. ¡Ni siquiera sabemos en qué dirección vamos! —Volvió a taparse la cara y siguió cabalgando, murmurando para sí.

Los caballeros continuaron avanzando con dificultad, haciendo saltar con los cascos pequeños terrones de tierra helada.

Era evidente que la melancolía que los había ganado en las montañas que se alzaban al oeste del golfo de Merjuk empezaba a asentarse de nuevo en ellos, y Sparhawk cabalgaba cautelosamente, observando con pesar cómo se deterioraba rápidamente el estado de ánimo de sus compañeros al tiempo que mantenía, vigilante, la mirada en los barrancos y salientes rocosos que los rodeaban. Bevier y Tynian estaban enzarzados en una sombría conversación.

—Es un pecado —decía obstinadamente Bevier—. Su sola sugerencia es una herejía y una blasfemia. Los padres de la Iglesia lo han razonado, y la razón, proviniendo como proviene de Dios, es patrimonio de Dios. Por ello es el propio Dios quien nos dice que Él y sólo Él es divino.

—Pero... —se dispuso a aducir Tynian.

—Escuchadme, amigo mío —lo interrumpió Bevier—. Puesto que Dios nos dice que no existen otras divinidades, es un terrible pecado el que cometemos creyendo lo contrario. Estamos embarcados en una búsqueda basada en una superstición infantil. Los zemoquianos son un peligro, sin duda, pero un peligro terrenal, al igual que los eshandistas. No tienen aliados supranaturales. Estamos desperdiciando nuestras vidas buscando a un mítico enemigo que sólo existe en las enfermizas mentes de nuestros enemigos paganos. Pienso dialogar con Sparhawk al respecto y no dudo de que podré persuadirlo para que abandonemos esta vana aventura.

—Eso sería lo mejor —convino, si bien un tanto dubitativo, Tynian.

Los dos parecían ignorar por completo que Sparhawk cabalgaba a una distancia desde la que podía oírlos con toda claridad.

—Tenéis que hablar con él, Kurik —pedía Kalten al escudero de Sparhawk—. No tenemos la más remota posibilidad.

—Decídselo vos —gruñó Kurik—. Yo soy un criado y no me corresponde a mí decirle a mi señor que es un loco y un suicida.

—Con franqueza, creo que deberíamos saltarle por la espalda y atarlo. No es únicamente mi vida la que trato de salvar, comprendedlo, sino también la suya.

—Comparto vuestra opinión, Kalten.

—¡Qué vienen! —gritó Berit, señalando una nube de polvo que giraba en remolino—. ¡A las armas!

Los agudos gritos de guerra de los amigos de Sparhawk contenían una nota de pánico y su arremetida tenía un cariz desesperado. Embistieron la nube de polvo, descargando las hachas y espadas contra el aire.

—¡Ayudadlos, Sparhawk! —rogó Talen con voz chillona.

—¿Ayudarlos a qué?

—¡Los monstruos! ¡Los matarán a todos!

—Lo dudo mucho, Talen —replicó fríamente Sparhawk, observando cómo sus amigos agitaban la nube con las armas—. Se enfrentan a algo que no está a su altura.

Talen lo miró airadamente un momento y luego se alejó varios metros, profiriendo juramentos por lo bajo.

—Infiero que vos tampoco veis nada en el polvo —comentó con calma Sephrenia.

—Eso es lo que es, pequeña madre: sólo polvo.

—Deshagamos la ilusión. —Habló brevemente en estirio y luego gesticuló.

La abultada y espesa acumulación de polvo pareció estremecerse y encogerse sobre sí por un instante y después emitió un largo y audible suspiro y resbaló hasta el suelo.

—¿Adonde han ido? —bramó Ulath, mirando en derredor y blandiendo el hacha.

Los demás caballeros parecían igualmente perplejos, y las miradas que le dirigían a Sparhawk estaban cargadas de sombrías sospechas.

Después de aquel incidente, lo evitaron y cabalgaron con torvo ceño, hablando en susurros entre sí y lanzándole furtivas miradas cargadas de hostilidad. A la noche instalaron el campamento en la banda de sotavento de un escalpado acantilado donde las erosionadas rocas blancas sobresalían de una malsana acumulación de arcilla desconchada que parecía afectada por alguna plaga. Sparhawk preparó la cena y sus amigos no quisieron quedarse sentados con él en el fuego como era habitual. Sacudió la cabeza con pesar y se fue a acostar.

—Despertad, caballero, si os place.

La voz, dulce y suave, parecía expresar un inmenso amor. Sparhawk abrió los ojos y se halló en un pabellón de alegres colores, más allá de cuya puerta se extendía un gran prado verde, lleno de flores silvestres. Había árboles, antiguos y colosales, con las ramas cargadas de aromáticas flores, que se prolongaban hasta un reluciente mar de un profundo color azul, enjoyado con el resplandor de los reflejos del sol. El cielo era como no había visto otro igual. Era un arco iris que cubría la totalidad de la cúpula celeste, bendiciendo al mundo que albergaba bajo ella.

La criatura que lo había despertado siguió a su lado, dándole golpéenos con el hocico y tocando impacientemente con una pata el suelo alfombrado del pabellón. Era una cierva muy pequeña, de una deslumbrante blancura que casi resultaba incandescente. Tenía unos ojos grandes y enternecedores de color castaño que reflejaban una docilidad, una confianza y un carácter tan afable que habrían conmovido a cualquiera. Sus modales, no obstante, eran insistentes. No cabía duda de que quería que se levantara.

—¿He dormido demasiado? —preguntó, algo preocupado por la posibilidad de haberla ofendido.

—Estabais fatigado, caballero —respondió automáticamente, como si acudiera en su defensa incluso ante la autocrítica—. Vestíos con cierto esmero —recomendó la mansa cierva—, pues me han ordenado que os lleve en presencia de mi ama, que gobierna este reino y a quien todos sus súbditos adoran.

Sparhawk le acarició cariñosamente el níveo cuello y sus grandes ojos se derritieron de amor. Se levantó y miró su armadura. Estaba como debiera estar: negra como el azabache y damasquinada en plata. Notó con agrado al ponérsela que no pesaba más que una gasa de seda. No era, sin embargo, de acero. A pesar de lo imponente de su espada, sabía que ésta cumplía una función meramente ornamental en aquel reino de hadas rodeado por un mar enjoyado que residía feliz bajo un cielo multicolor. Allí no había peligros, odio, ni discordia, y todo era duradera paz y amor.

—Debemos apresurarnos —le dijo la cierva—. Nuestra barca nos espera en aquella playa donde las pequeñas olas juegan con voluptuoso abandono bajo la luz siempre cambiante de nuestro encantado cielo. —Lo condujo con preciosos y delicados pasos al prado besado por las flores, un prado de aroma tan dulce que uno podía desmayarse por el halago que producía en los sentidos.

Pasaron junto a una blanca tigra indolente echada de espaldas bajo el cálido sol matinal en tanto que sus cachorros peleaban propinándose desmañados zarpazos que querían imitar la ferocidad. La blanca cierva se detuvo un momento para restregar el hocico en la cara de la felina, la cual le correspondió dándole un gran y afectuoso lametazo que le humedeció todo un lado de la cara, de la barbilla a la punta de la oreja.

Las hierbas coronadas de flores se inclinaban ante la tibia brisa al tiempo que Sparhawk seguía al níveo animal en dirección a la azulada sombra de los viejos árboles. A ellos sucedía en suave pendiente hasta un mar de azur una playa de gravilla de alabastro donde los aguardaba una embarcación que más semejaba un ave que un bajel. Esbelta era su proa, y airosa como el cuello de un cisne. Dos alas de albas velas se erguían sobre su cubierta de roble y las amarras daban tirones como si ansiaran hacerse a la mar.

Sparhawk observó a la blanca gama, se inclinó y, tomándola con un brazo bajo el pecho y el otro tras las ancas, la levantó sin apenas esfuerzo. El animal no forcejeó por librarse, pero sus enormes ojos expresaron una alarma momentánea.

—Calmaos —la tranquilizó—. Solamente os desplazo hasta la nave que nos aguarda para que no os enfriéis tocando las aguas que nos separan de ella.

—Sois muy amable, gentil caballero —le agradeció, apoyando confiadamente la barbilla en su hombro mientras él se adentraba con paso decidido en las juguetonas aguas.

En cuanto hubieron embarcado, su ansioso bajel partió con un brinco, enfrentándose valientemente a las olas, y pronto surgió ante ellos el lugar adonde se dirigían. Era un pequeño islote verde coronado con una arboleda sagrada de una antigüedad que no alcanzaba a conjeturar la imaginación, bajo cuyo desplegado ramaje vio Sparhawk las resplandecientes columnas de mármol de un templo.

Otra embarcación, no menos airosa y despreocupada de los caprichos de la cambiante brisa, también surcaba el mar de azur en dirección al islote que los atraía. Y, cuando posaron los pies en la dorada playa, sir Sparhawk reconoció los muy amados rostros de sus compañeros. Sir Kalten, inquebrantable y franco; sir Ulath, fuerte como un toro y valiente como un león; sir...

Sparhawk se despertó y sacudió la cabeza para ahuyentar la bruma de extravagantes imágenes que perduraban en su mente.

En algún lugar, un piececito golpeó el suelo con exasperación.

-¡No me hagáis enfadar, Sparhawk! —lo regañó una voz conocida—. ¡Ahora volveos a dormir de inmediato!

Lentamente los arrojados caballeros ascendieron la suave pendiente que conducía al islote coronado de árboles, contándose las aventuras vividas aquella mañana. A sir Kalten lo guiaba un tejón blanco; a sir Tynian, un león blanco; a sir Ulath, un gran oso blanco, y a sir Bevier, una nívea paloma. El joven aspirante a caballero, Berit, seguía a un cordero blanco; Kurik, a un fiel perro blanco, y Talen, a un armiño.

Sephrenia, vestida de blanco y con una guirnalda de flores en la cabeza, los aguardaba en las escalinatas de mármol del templo, y, sentada con toda calma en la rama de un roble que precedía a cualquier otro ser vivo, estaba la reina de aquel reino de hadas, la diosa niña Aphrael. Llevaba una túnica en lugar de aquel burdo sayo y tenía la cabeza tocada por un halo de luz. Puesto que ya no era preciso disimular con la flauta, ahora alzaba la voz entonando un claro y puro canto de bienvenida. Entonces se puso en pie y descendió por el aire con tanta naturalidad como si hubiera bajado por una escalera y, al llegar al fresco y lujuriante césped de la arboleda sagrada, se puso a bailar y giró y rió entre ellos, repartiendo besos a mansalva con su boquita de piñón. Aun cuando sus pies hollaran livianamente la blanda hierba, Sparhawk advirtió al instante que ése era el origen de aquellas manchas verdosas que siempre le habían intrigado. Besó incluso a aquellas níveas criaturas que habían conducido a los héroes ante su eminente presencia. Sparhawk gruñó para sus adentros, contrariado por lo vano de sus esfuerzos por evitar las floridas descripciones que le acudían a la mente. Aphrael hizo un gesto imperioso, indicándole que se arrodillara, le rodeó el cuello con sus bracitos y lo besó varias veces.

—Si no paráis de burlaros de mí, Sparhawk —le murmuró al oído—, os despojaré de vuestra armadura y os pondré a pastar con los corderos.

—Perdonad mi error, divina señora. —Le sonrió.

La pequeña rió y volvió a besarlo. Sephrenia había mencionado en una ocasión el hecho de que a

Aphrael le encantaban los besos, una característica que no parecía haber cambiado en ella. Comieron para desayunar frutos desconocidos para el hombre y después descansaron a placer en la suave hierba, arrullados por los cantos de los pájaros posados en el ramaje de la sagrada arboleda. Entonces Aphrael se levantó y, tras realizar un nuevo recorrido para recibir besos de todos los miembros del grupo, les habló con grave semblante.

—A pesar de la aflicción que me ha causado mi ausencia de vuestro lado durante los últimos solitarios meses —manifestó—, no os he hecho venir aquí sólo para disfrutar de esta gozosa reunión, por más que ésta alegre mi corazón. Os habéis congregado a petición mía y con la ayuda de mi querida hermana —dirigió a Sephrenia una radiante y amorosa sonrisa —con el fin de qué pueda comunicaros algunas verdades. Disculpadme que no profundice demasiado en ellas, ya que son verdades divinas que me temo que se hallen fuera del alcance de vuestra comprensión; pues por más que me funda el amor que siento por cada uno de vosotros, debo deciros, sin ánimo cruel, que igual que yo aparecí ante vosotros como una niña, de la misma manera aparecéis vosotros ante mí. Por ello, no voy a asaltar las fronteras de vuestro entendimiento con cuestiones que no podríais discernir.

—Miró sus expresiones de perplejidad—. ¿Qué os pasa a todos? —preguntó con exasperación. Sparhawk se puso en pie, hizo señas a la pequeña diosa para que se acercara y la llevó aparte.

—¿Qué? —inquirió ésta enojada.

—¿Estáis en disposición de recibir consejo? —le preguntó.

—Os escucho. —Su tono no prometía nada.

—Estáis apabullándolos con elocuencia, Aphrael. Kalten parece en estos momentos un buey desnucado. Somos hombres simples, pequeña diosa. Habréis de hablarnos sencillamente si queréis que os entendamos.

—He trabajado semanas en este discurso, Sparhawk —se lamentó, haciendo pucheros.

—Es un discurso encantador, Aphrael. Cuando contéis esto a los otros dioses, lo cual me consta que haréis, recitádselo como si lo hubierais pronunciado ante nosotros al pie de la letra. Estoy seguro de que se desvanecerán de deleite. En aras de la brevedad, ya que esta noche no va a durar eternamente, y en aras de la claridad, transmitidnos una versión resumida. Y también podríais prescindir de ese tono de sermón, que tiende a provocar somnolencia.

—Oh, muy bien, Sparhawk —accedió, torciendo levemente el gesto—, pero estáis privándome de toda la diversión.

—¿Podréis perdonarme alguna vez?

La niña le sacó la lengua y lo acompañó hasta donde se encontraban los demás.

—Este oso refunfuñón sugiere que vaya directamente al grano —dijo, mirando pícaramente de soslayo a Sparhawk—. Supongo que será perfecto como caballero, pero no está muy dotado para la poesía.

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