—No acabo de comprenderos.
—Creo que todos hemos reparado en ello en varias ocasiones. Todos hemos padecido esos repentinos accesos de duda y depresión. —Esbozó una tenue sonrisa—. Ese es un rasgo impropio del carácter de los caballeros de la Iglesia. La mayor parte del tiempo sois optimistas hasta el límite de la locura. Esa vacilación y ese pesimismo es algo que nos viene impuesto desde fuera. ¿Es esto lo que sentís? ¿Es ése el problema?
—No se trata de mí —le aseguró—. Me encuentro un poco abatido, pero creo que es simplemente a consecuencia del tiempo. Son los otros los que me inquietan. Kalten ha venido a preguntarme hoy por qué teníamos que ser nosotros los que hacemos esto. Kalten jamás haría una pregunta semejante. Por lo general hay que contenerlo, pero ahora me parece que lo único que desea es abandonarlo todo e irse a casa. Si todos mis amigos juzgan de este modo la situación, ¿por qué no siento yo lo mismo?
La mujer fijó la mirada en la nieve que continuaba abatiéndose, y él se sorprendió una vez más por el esplendor de su belleza intemporal.
—Creo que os teme —apuntó al cabo de unos momentos.
—¿Kalten? Qué tontería.
—No me refiero a él. Es Azash quien os teme, Sparhawk.
—Eso es absurdo.
—Lo sé, pero de todas formas creo que es verdad. Vos poseéis un control sobre el Bhelliom como jamás nadie lo ha tenido. Ni siquiera Ghwerig tenía un poder tan absoluto sobre la gema. Ésa es la verdadera razón del miedo de Azash. Por eso no se atreve a enfrentarse directamente a vos y trata, en su lugar, de descorazonar a vuestros amigos. Está atacando a Kalten, Bevier y los demás porque teme atacaros a vos.
—¿A vos también? —preguntó—. ¿Habéis sucumbido como los otros a la desesperación?
—Por supuesto que no.
—¿Por qué «por supuesto»?
—Tardaría demasiado en explicároslo Yo me haré cargo de esto, Sparhawk. Acostaos.
Al amanecer los despertó un sonido familiar, claro y puro; una melodía de flauta que, aunque en tono menor, parecía henchida de un goce infinito. Sparhawk zarandeó a Kalten al tiempo que en sus labios se asentaba lentamente una sonrisa.
—Tenemos compañía —anunció.
Kalten se incorporó de un salto, alargando la mano hacia la espada, y entonces oyó la música de la flauta.
—¡Hombre! —Sonrió—. Ya era hora. Será una alegría volver a verla. Salieron de la tienda y miraron en derredor. Todavía nevaba y la niebla, pertinaz, seguía desdibujando las siluetas de los árboles. Sephrenia y Kurik estaban sentados junto al fuego.
—¿Dónde está? —preguntó Kalten, escrutando entre la nieve.
—Está aquí —respondió sin inmutarse Sephrenia, tomando un sorbo de té.
—No la veo.
—No tenéis por qué verla, Kalten. Sólo debéis saber que está aquí.
—No es lo mismo, Sephrenia —arguyó, evidenciando sólo una ligera decepción en la voz.
—Al fin lo consiguió, ¿eh? —Kurik se echó a reír.
—¿Qué consiguió? —inquirió Sephrenia.
—Pescar a un grupo de caballeros de la Iglesia delante de las mismas narices del Dios elenio.
—No seáis necio. Ella no haría tal cosa.
—¿No? Fijaos en Kalten. Tiene la expresión más parecida a la adoración que he visto nunca en su cara. Si en estos momentos montara algo semejante a un altar, sin duda se hincaría de rodillas.
—Tonterías —replicó Kalten, levemente embarazado—. Me gusta, eso es todo. Me hace sentir a gusto cuando está cerca.
—Por supuesto —dijo Kurik con escepticismo.
—Creo que no deberíamos seguir hablando de este tema cuando venga Bevier —advirtió Sephrenia—, Podríamos confundirlo.
Los demás también salieron de las tiendas luciendo anchas sonrisas y Ulath reía a carcajadas. Su estado de ánimo había mejorado enormemente, y la oscura mañana se les antojaba casi soleada. Hasta los caballos estaban frescos, fogosos casi. Sparhawk y Berit fueron a llevarles su ración matinal de grano.
Faran
solía despertarse con un aspecto de clara desazón, pero ese día el grande y feo ruano parecía tranquilo, sereno incluso. Estaba observando una gran haya de amplia copa. Sparhawk lanzó una ojeada en la misma dirección y se quedó paralizado. Aun cuando el árbol estuviera medio oculto por la niebla, le pareció ver con bastante claridad la conocida figura de la niña que acababa de librarlos de su desesperación con su alegre canción. Su apariencia era exactamente la misma que presentaba la primera vez que la habían visto. Estaba sentada en una rama, con la flauta de pan pegada a los labios, una cinta de hierba trenzada alrededor de su brillante pelo negro, el mismo sayo corto de lino ceñido a la cintura y los piececitos manchados de hierba cruzados a la altura de los tobillos. Sus grandes ojos oscuros lo miraban fijamente, y en cada una de sus mejillas se adivinaba un hoyuelo.
—Berit —dijo en voz baja Sparhawk—, mirad. El joven aprendiz se volvió y se paró de pronto.
—Hola, Flauta —la saludó con sorprendente naturalidad.
Aphrael hizo sonar un breve trino en respuesta y continuó con su melodía. Después la niebla se arremolinó en torno al árbol y, cuando se despejó, ella ya no estaba. Su música, sin embargo, seguía sonando.
—Tiene buen aspecto, ¿eh? —observó Berit.
—No podía ser de otro modo —concedió, riendo, Sparhawk.
Los días parecieron transcurrir en un suspiro a partir de entonces Lo que antes había sido una penosa y tediosa marcha entre la nieve y la penumbra tenía ahora un aire casi festivo. Reían y bromeaban y hacían incluso caso omiso del tiempo, pese a que éste no había mejorado sensiblemente. Seguía nevando cada noche y cada mañana, pero, hacia mediodía, la nieve cedía gradualmente paso a la lluvia, y ésta fundía el manto blanco formado por la noche de modo que, pese a haber de cabalgar continuamente sobre el fango, la nieve no se acumulaba lo suficiente para entorpecer su avance. De tanto en tanto, el sonido de la flauta de Aphrael surgía entre la niebla, alentándolos a proseguir.
Varios días más tarde llegaron a una colina desde la que se dominaba la plomiza extensión del golfo de Merjuk, medio velada por la neblina y la fría llovizna. En la orilla cercana se apiñaban varios edificios de escasa altura.
—Debe de ser Albak —identificó Kalten. Se enjugó la cara y observó atentamente la población—. No veo humo —apreció—. No, esperad.
Hay una chimenea encendida cerca del centro del pueblo.
—Podemos ir allí pues —decidió Kurik—. Vamos a tener que robar una barca.
Bajaron por la ladera de la colina y entraron en Albak. Las calles, sin pavimentar, estaban cubiertas de nieve medio fundida que no habían convertido en lodo las pisadas, una señal inconfundible de que la población estaba deshabitada. La única espiral de humo, fina y desmayada, brotaba de la chimenea de un edificio bajo con apariencia de cobertizo que daba a una especie de plaza.
—Una taberna, a juzgar por el olor —señaló Ulath tras olfatear el aire.
Desmontaron y entraron en una larga estancia de techo bajo, con vigas ahumadas y el suelo cubierto de enmohecida paja, fría, húmeda y maloliente. No había ventanas y la única luz procedía de un pequeño fuego que ardía en un lugar en el otro extremo, donde un hombre jorobado vestido con harapos rompía un banco a patadas para hacer leña con él.
—¿Quién viene? —preguntó.
—Viajeros —respondió Sephrenia en estirio, con un tono de voz raro en ella—. Buscamos un lugar para pasar la noche.
—Aquí no miréis —gruñó el jorobado—. Ésta es mi casa.
Arrojó varios pedazos de banco al hogar, se tapó los hombros con una grasienta manta y, ya sentado, acercó hacia sí una jarra de cerveza y luego extendió las manos en dirección a las débiles llamas.
—Nos iremos de buen grado a otro lugar —le dijo la mujer—. Pero necesitamos información acerca de algo.
—Id a preguntar a otro.
La miró con ojos entornados, bizqueando y dirigiendo la vista a un lado de ella, con la peculiar forma de atisbar que tienen las personas casi ciegas.
Sephrenia cruzó el suelo sucio de paja y se encaró al maleducado jorobado.
—Parece que vos sois el único que queda aquí —señaló.
—Sí —confirmó sombríamente—. Todos los demás se marcharon para morir en Lamorkand. Yo moriré aquí. Así no tendré que caminar tanto. Ahora marchaos de aquí.
La mujer alargó el brazo y luego lo volvió hacia la barba incipiente del zemoquiano. La imagen de la cabeza de serpiente se irguió sobre la palma de su mano, agitando la lengua. El cegato jorobado frunció el entrecejo y volvió a un lado y otro la cabeza, esforzándose por ver lo que tenía en la mano. Después emitió un grito de terror, se incorporó y, al retroceder, tropezó con el taburete y derramó la cerveza.
—Tenéis permiso para presentarme vuestro saludo —dijo Sephrenia con tono implacable.
—No sabía quién erais, sacerdotisa —farfulló—. Perdonadme, por favor.
—Veremos. ¿No hay nadie más en el pueblo?
—Nadie, sacerdotisa... Sólo yo. Estoy demasiado tullido para viajar y no veo casi. Me dejaron aquí.
—Buscamos a otro grupo de viajeros: cuatro hombres y una mujer. Uno de ellos tiene el pelo blanco y el otro parece un animal. ¿Los habéis visto?
—No me matéis, os lo ruego.
—Hablad pues.
—Ayer pasaron por aquí unas personas que quizá fueran las que estáis buscando. No puedo asegurarlo porque no se acercaron lo bastante al fuego para que pudiera verles las caras, pero los oí hablar. Dijeron que iban a ir a Aka y de allí a la capital. Robaron la barca de Tassalk. —El jorobado se sentó en el suelo, se rodeó el tronco con los brazos y comenzó a balancearse rítmicamente, murmurando para sí.
—Está loco —susurró Tynian a Sparhawk.
—Sí —acordó tristemente éste.
—Todos se han ido —canturreó el jorobado—. Todos se han ido para morir por Azash. Matar a los elenios y luego morir. Azash ama la muerte. Todos muertos. Todos muertos. Todos muertos por Azash.
—Vamos a llevarnos una barca —interrumpió sus desvaríos Sephrenia.
—Lleváosla. Lleváosla. Nadie volverá. Todos morirán, y Azash se los comerá. Sephrenia le dio la espalda y regresó a donde aguardaban los otros.
—Vayámonos de aquí —dijo con voz inflexible.
—¿Qué va a ser de él? —le preguntó Talen con aire apenado—. Está completamente solo y casi ciego.
—Morirá —replicó con brusquedad la estiria.
—¿Solo? —inquirió sombríamente Talen.
—Todo el mundo muere solo, Talen. —La maga salió resueltamente de la pestilente taberna. Una vez fuera, no obstante, se abatió y dio rienda suelta al llanto.
Sparhawk sacó un mapa de la alforja y lo examinó con entrecejo fruncido.
—¿Para qué iba a ir Martel a Aka? —murmuró a Tynian—. Representa desviarse varias leguas de su camino.
—Hay una carretera de Aka a Zemoch —observó Tynian, señalando el mapa—. Hemos estado sometiéndolo a una presión constante y sus caballos deben de estar casi extenuados.
—Puede que sea esto —concedió Sparhawk—. Y a Martel nunca le ha gustado viajar a campo traviesa.
—¿Seguiremos la misma ruta?
—Me parece que no. El tiene pocos conocimientos sobre navegación, de modo que se pasará varios días dando tumbos por el golfo. Kurik, en cambio, es un marino, y podremos cruzar sin demora hasta la otra orilla. Desde la ribera oriental a la capital tardaremos quizá tres días. Tenemos posibilidades de llegar antes que él. Kurik —llamó—, vayamos a buscar una barca.
Sparhawk estaba acodado en la barandilla de la amplia chalana embreada que Kurik había seleccionado. La dirección de los vientos se había modificado a su favor y su nave surcaba velozmente las picadas aguas del golfo hacia el este. Sparhawk extrajo del interior de su túnica la carta de Ehlana.
«Amado:
»Si todo ha salido bien, ahora os encontráis muy cerca de la frontera zemoquiana. Debo creer que todo ha ido bien o de lo contrario me volveré loca. Vos y vuestros compañeros vais a conseguir vuestro propósito, mi querido Sparhawk. Tengo la misma certidumbre al respecto como si el propio Dios me lo hubiera revelado. Nuestras vidas están extraña—mente controladas, amor mío. Estábamos destina—dos a amarnos... y a casarnos. Creo que no tuvimos una posibilidad real de elección... aun cuando yo por nada del mundo habría escogido a otro. Nuestro encuentro y nuestro matrimonio formaban parte de un designio más grandioso, al igual que la coincidencia y reunión de vuestros compañeros. ¿Quién en el mundo podía poseer talentos más adecuados para ayudaros que los grandes hombres que cabalgan con vos? Kalten y Kurik, Tynian y Ulath, Bevier y el querido Berit, tan joven y tan valeroso, todos se han unido a vos movidos por el amor y por un anhelo compartido. Sin duda no podéis fracasar, ama—do mío, teniendo a tales guerreros a vuestro lado. Apresuraos, paladín y esposo mío. Llevad a vuestros invencibles amigos a la guarida de nuestro antiguo enemigo y enfrentaos allí con él. Que tiemble Azash, pues el caballero Sparhawk llegará con el Bhelliom en la mano, y ni todos los poderes del infierno podrán superarlo. Apresuraos, querido, y sabed que no sola—mente vais armado con el Bhelliom, sino también con mi amor.
»Os amo
»Ehlana»
Sparhawk leyó la misiva varias veces, constatando la marcada tendencia a la oratoria que dominaba en ella. Incluso en sus cartas, su esposa adoptaba el tono de una alocución pública. A pesar de lo conmovedor de su contenido, él habría preferido algo menos ceremonioso, más genuino, porque, aun sabiendo que los sentimientos que expresaba eran auténticos, sentía que su afición por las frases bien construidas se entrometía entre ellos.
—Oh, bueno —suspiró—. Seguramente se relajará cuando lleguemos a conocernos mejor. Entonces Berit salió a cubierta y Sparhawk recordó algo. Releyó la carta y tomó rápidamente una decisión.
—Berit —lo llamó—, ¿podría hablar un momento con vos?
—Desde luego, sir Sparhawk.
—He pensado que tal vez os gustaría ver esto. —Sparhawk le tendió la carta.
—Pero es algo personal, sir Sparhawk —objetó Berit, mirándola.
—Me parece que os concierne. Podría ayudaros a resolver un problema que tenéis últimamente. Berit leyó la misiva y su rostro adoptó una extraña expresión.
—¿Os alivia en algo? —le preguntó Sparhawk.
—¿... lo sabíais? —tartamudeó, ruborizado.
—Sé que os será difícil creerlo, amigo mío —explicó, sonriendo irónicamente, Sparhawk—, pero yo también fui joven en un tiempo. Lo que os ha ocurrido a vos le ha sucedido probablemente a todo joven que ha pasado por esta vida. En mi caso, se produjo cuando fui a la corte por primera vez. Ella era una joven aristócrata, y yo estaba absolutamente convencido de que el sol salía y se ponía en sus ojos. Todavía pienso en ella de vez en cuando... con bastante cariño, en realidad. Ahora es mayor, claro está, pero sus ojos todavía me causan temblor cuando me miran.