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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (73 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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—¿Vamos a arrojarlo al mar entonces? —inquirió Kalten. La pequeña asintió.

—¿No lo han intentado antes otros? —observó Ulath—. El conde de Heid tiró la corona del rey Sarak al lago Venne, según recuerdo, y el Bhelliom volvió a salir a la luz.

—El mar es mucho más hondo que el lago Venne —contestó—. Las aguas son aquí muchísimo más profundas que en cualquier otro lugar del mundo, y nadie sabe dónde se encuentran estos parajes.

—Nosotros sí —se mostró en desacuerdo Ulath.

—¿Ah, sí? ¿Dónde estamos? ¿En qué trecho de costa de qué continente? —Señaló hacia los densos nubarrones que ocultaban el firmamento—. ¿Y dónde está el sol? ¿De qué lado cae el este y dónde el oeste? Lo único que sabéis de cierto es que os halláis a orillas del mar en algún lugar. Podéis contárselo a quien queráis, y entonces todo hombre venidero podrá ponerse a dragar el mar en cualquier momento, y jamás nadie encontrará el Bhelliom, porque nunca se sabrá exactamente dónde buscarlo.

—¿Entonces queréis que lo lance al mar? —preguntó Sparhawk mientras desmontaba.

—Todavía no, Sparhawk —repuso la diosa—. Antes debemos hacer algo. ¿Podéis traer ese saco que os pedí que guardarais, Kurik?

Kurik asintió, se encaminó a su caballo y abrió una de las alforjas. Sparhawk sintió de nuevo que algo no funcionaba como debiera.

Kurik regresó con un pequeño saco de lona, del cual extrajo una caja de acero con una tapa sujeta con bisagras y un sólido pestillo. Lo tendió a la niña y ésta sacudió la cabeza, apartando las manos.

—No deseo tocarla —dijo—. Sólo quiero mirarla para comprobar que es adecuada. —Se inclinó y examinó atentamente el cofrecillo.

Cuando Kurik levantó la tapa, Sparhawk vio que el interior estaba revestido de oro—. Mis hermanos hicieron un buen trabajo —aprobó—. Es perfecta.

—El acero se oxidará con el tiempo —objetó Tynian.

—No, querido —le respondió Sephrenia—. Esta caja concreta no se oxidará nunca.

—¿Y qué hay de los dioses troll, Sephrenia? —preguntó Bevier—. Nos han demostrado que son capaces de influir en fas mentes de los hombres. ¿No podrán llamar a alguien y dirigirlo al lugar donde esté oculta la caja? No creo que los complazca la perspectiva de pasar el resto de la eternidad en el fondo del mar.

—Los dioses troll no pueden establecer contacto con los hombres sin la ayuda del Bhelliom —explicó la estiria—, y el Bhelliom carece de poder mientras está encerrado en un recipiente de acero. Permaneció indefenso en aquel yacimiento de hierro de Thalesia desde el inicio de este mundo hasta el día en que Ghwerig lo extrajo de allí. Es posible que esto no sea infalible, pero creo que es lo mejor que podemos hacer.

—Depositad el cofre en el suelo, Kurik —indicó Flauta—, y abridlo. Sparhawk, sacad el Bhelliom de la bolsa y ordenadle que duerma.

—¿Para siempre?

—Dudo que ello fuera factible. Este mundo no perdurará tanto, y, una vez que desaparezca, el Bhelliom se hallará en libertad de proseguir su viaje.

Sparhawk se desató la bolsa del cinto y desenroscó el alambre que la mantenía cerrada. Después la puso boca abajo y la Rosa de Zafiro cayó en su mano. Sintió cómo ésta se estremecía con una especie de alivio al ver interrumpida su reclusión.

—Rosa Azul —dijo con voz calmada—, soy Sparhawk de Elenia. ¿Me reconocéis?

La gema lanzó profundos destellos azulados que no demostraban hostilidad ni tampoco una simpatía especial. Los mudos gruñidos que le pareció percibir en las profundidades de la mente, no obstante, le hicieron saber que los dioses troll no compartían aquella actitud neutral.

—Ha llegado la hora de que durmáis, Rosa Azul —anunció Sparhawk a la joya—. No padeceréis dolor y, cuando despertéis, seréis libre.

La rosa volvió a estremecerse y disminuyó su cristalino relumbre, casi como si expresara gratitud.

—Dormid ahora, Rosa Azul —dijo suavemente, sosteniendo con ambas manos aquel objeto de valor incalculable.

Después lo puso en la caja y cerró con firmeza la tapa. Sin decir nada, Kurik le entregó un pequeño candado, hábilmente labrado. Sparhawk asintió y lo cerró sobre el pestillo, reparando al hacerlo en que el candado no tenía ojo de cerradura. Miró interrogativamente a la diosa niña.

—Arrojadlo al mar —señaló ésta con tono perentorio.

Sparhawk se sintió extremadamente reacio a hacerlo. Sabía que, confinado como estaba, el Bhelliom no estaba influyéndolo. La renuencia era suya. Durante un tiempo, durante el corto período de unos meses, había poseído algo incluso más eterno que las estrellas, cualidad de la que de algún modo había sido partícipe sólo con tocarlo. Era aquello lo que confería al Bhelliom su infinito valor. Su belleza, su perfección, no guardaban realmente relación con su pesar, aun cuando ansiara volver a verlo, percibir por última vez su suave brillo azul en las manos. Sabía que, una vez que se hubiera desprendido de él, algo muy importante habría desaparecido de su vida y él pasaría el resto de sus días con una vaga sensación de privación que podría menguar con el curso de los años, pero nunca remitir por completo.

Se armó de valor, reconociendo en todo su peso el dolor de la pérdida para así poder aprender a soportarla, y luego lanzó el pequeño recipiente de acero tan lejos como pudo sobre el embravecido mar.

La caja trazó una rauda trayectoria sobre el violento oleaje, en el transcurso de la cual comenzó a brillar, sin destellos rojos ni azules ni de cualquier otra tonalidad, sino con una pura incandescencia blanca. Siguió alejándose, a una distancia muy superior a la que cualquier hombre habría sido capaz de arrojarla, y luego, como una estrella fugaz, cayó dibujando un airoso arco en la perpetuamente cambiadiza superficie de las aguas.

—¿Ya está? —inquirió Kalten—. ¿Esto es cuanto habíamos de hacer? Flauta asintió con los ojos anegados de lágrimas.

—Ya podéis regresar todos —les comunicó. Se sentó bajo el árbol y extrajo tristemente su caramillo de entre los pliegues de su túnica.

—¿No vais a venir con nosotros? —le preguntó Talen.

—No —repuso, suspirando, la niña—. Me quedaré un rato aquí. —Entonces se llevó la flauta a la boca e interpretó un triste canto de pesar y quebranto.

Habían recorrido un corto trecho seguidos por la melancólica melodía cuando Sparhawk se volvió para mirar. El árbol seguía, por supuesto, allí, pero Flauta había desaparecido.

—Ha vuelto a dejarnos —dijo a Sephrenia.

—Sí, querido —suspiró la mujer.

El viento arreció mientras se alejaban del promontorio, llevando consigo una rociada de humedad salina que se les pegaba a los rostros. Sparhawk trató de escudarse la cara tras la capucha, pero fue en vano. Por más que lo intentaba, las finas gotas seguían azotándole las mejillas y la nariz. Aún tenía la cara mojada cuando se despertó repentinamente y se incorporó. Se enjugó la salada capa y alargó la mano hacia la túnica. El Bhelliom ya no estaba allí.

Sabía que debería hablar con Sephrenia, pero antes quería averiguar algo. Se levantó y salió de la casa donde se habían guarecido para pasar la noche y se encaminó al establo, situado dos puertas más abajo, donde habían dejado el carro en el que yacía Kurik. Sparhawk dobló suavemente la manta que lo tapaba y tocó la fría frente de su amigo.

Kurik tenía la cara mojada, y, cuando Sparhawk se llevó la punta del dedo a la lengua, notó el sabor salobre del mar. Permaneció sentado largo rato, considerando con vértigo la inmensidad de lo que la diosa niña había descartado tan a la ligera tildándolo de «imposible». El poder combinado de los dioses menores de Estiria era capaz, al parecer, de lograr cualquier cosa. Finalmente decidió no intentar siquiera formular una definición de lo que había sucedido. Sueño o realidad o algo intermedio entre ambos... ¿qué más daba? El Bhelliom se hallaba seguro ahora, y eso era cuanto importaba.

Se dirigieron al sur, pasando por Korakach y Gana Dorit, donde cambiaron el rumbo hacia el oeste en dirección a la frontera lamorquiana. Una vez en las tierras bajas, comenzaron a encontrar soldados zemoquianos que huían a oriente. No había ningún herido ni se percibían otras señales de que hubieran participado en batalla alguna.

Cabalgaban sin experimentar nada cercano a la euforia de la victoria. La nieve se convirtió en lluvia al dejar atrás las montañas y el lúgubre gotear del cielo pareció acompasarse a su estado de ánimo. Nadie contó relatos ni se vanaglorió de hazañas de camino al oeste. Todos estaban muy cansados y lo único que deseaban era regresar al hogar.

El rey Wargun se encontraba en Kadum con un gran ejército. Estaba firmemente instalado allí, sin avanzar, aguardando a que el tiempo escampara y se secara el terreno. Sparhawk y los demás fueron conducidos a sus cuarteles generales, los cuales se hallaban instalados, como era de esperar, en una taberna.

—Ésta sí que es una buena sorpresa —comentó el medio borracho monarca de Thalesia al patriarca Bergsten mientras entraban Sparhawk y sus amigos—. No pensaba volver a verlos nunca más. ¡Hola, Sparhawk! Acercaos al fuego. Bebed algo y contadnos qué habéis estado haciendo.

Sparhawk se quitó el yelmo y atravesó el suelo cubierto de juncos de la taberna.

—Fuimos a la ciudad de Zemoch, Su Majestad —informó concisamente—. Y, ya que estábamos allí, matamos a Otha y Azash. Después emprendimos el camino de regreso.

—Bien hecho —aprobó, pestañeando, Wargun. Luego se echó a reír y miró en derredor con ojos nublados—. ¡Eh, tú! —gritó a uno de los guardias apostados en la puerta—. Ve a buscar a lord Vanion y dile que han llegado sus hombres. ¿Encontrasteis algún lugar donde encerrar a vuestros prisioneros, Sparhawk?

—No hicimos prisioneros, Su Majestad.

—Bonita manera de guerrear. Sarathi va a enfadarse con vosotros. Quería someter a Annias a juicio.

—Lo habríamos traído, Wargun —señaló Ulath a su rey—, pero no estaba presentable.

—¿Quién de vosotros lo mató?

—En realidad fue Azash, Su Majestad —explicó Tynian—. El dios de los zemoquianos estaba muy enojado con Otha y Annias y obró en consecuencia.

—¿Y qué ha sido de Martel, la princesa Arissa y el bastardo Lycheas?

—Sparhawk dio muerte a Martel —refirió Kalten—. Ulath decapitó a Lycheas y Arissa ingirió veneno.

—¿Murió?

—Eso suponemos. Estaba muy aplicada en ello cuando la dejamos. Entonces entró Vanion y se encaminó inmediatamente a Sephrenia. Su secreto —que no era tal, puesto que cualquiera que tuviera ojos sabía lo que sentían uno por el otro —se propagó a los cuatro vientos cuando se abrazaron con un apasionamiento impropio de ambos. Vanion besó la mejilla de la menuda mujer que amaba desde hacía varias décadas.

—Pensaba que os había perdido —dijo con voz quebrada por la emoción.

—Sabéis que nunca os abandonaré, querido —repuso la estiria.

Sparhawk esbozó una sonrisa. Aquel «querido» con que se dirigía a todos ellos había disimulado bastante eficazmente los verdaderos «queridos» que le había dedicado a Vanion. Aun así, había una significativa diferencia en la manera como lo decía, observó.

Relataron con bastante minuciosidad lo que había ocurrido desde que habían salido de Zemoch, omitiendo, sin embargo, un buen número de referencias teológicas.

Entonces Wargun dio comienzo, con voz cavernosa y pronunciación un tanto deficiente a causa de la bebida, al relato de lo acaecido en Kelosia durante aquel largo intervalo. Los ejércitos de Occidente habían seguido la estrategia que habían ideado en Chyrellos antes del inicio de la campaña, la cual había dado, al parecer, satisfactorios resultados.

—Y entonces —concluyó el achispado monarca—, justo cuando estábamos a punto de enzarzarnos en serio combate, los cobardes giraron todos sobre sus talones y se dieron a la fuga.

¿Por qué nadie me planta cara y lucha conmigo? —se lamentó con voz quejumbrosa—. Ahora voy a tener que perseguirlos por todas esas montañas de Zemoch para atraparlos.

—¿Por qué molestarse? —le preguntó Sephrenia.

—¿Que por qué molestarme? —exclamó Wargun—. Para impedir que vuelvan a atacarnos, por eso. —Bamboleándose sobre la silla, se sirvió con pulso inseguro una nueva jarra de cerveza.

—¿Para qué desperdiciar las vidas de vuestros hombres? —le hizo ver la estiria—. Azash está muerto, y Otha también. Los zemoquianos no volverán a venir.

Wargun la miró con fijeza y luego descargó un puñetazo en la mesa.

—¡Quiero exterminar a alguien! —tronó—. ¡No me dejasteis acabar con los rendoreños! ¡Me hicisteis ir a Chyrellos antes de que pudiera rematar la faena! ¡Pero yo seré un troll bizco si os dejara arrebatarme de nuevo esta oportunidad! —Entonces se le pusieron los ojos vidriosos y, deslizándose lentamente bajo la mesa, comenzó a roncar.

—Vuestro rey sorprende por su fijeza de propósito —comentó Tynian a Ulath.

—Wargun es un hombre simple. —Ulath se encogió de hombros—. En su cabeza no hay espacio para dos ideas a la vez.

—Iré con vosotros a Chyrellos, Sparhawk —anunció Vanion a Sparhawk—. Tal vez pueda ayudaros a convencer a Dolmant para que le corte las alas a Wargun. —Aquélla no era, por supuesto, la verdadera razón por la que Vanion quería acompañarlos, pero Sparhawk prefirió no hacer preguntas.

Partieron de Kadum a primera hora del día siguiente. Los caballeros se habían quitado la armadura y viajaban en cota de mallas, túnicas y pesadas capas, lo cual no contribuyó de manera apreciable a aligerar su marcha, pero les proporcionó cierto grado de comodidad. La lluvia continuaba cayendo un día tras otro, en forma de una monótona y brumosa llovizna que parecía despojar el paisaje de toda traza de color. En aquel lúgubre final del invierno, cabalgaban sufriendo el frío y, sobre todo, la humedad, de la que nunca acababan de desprenderse. Pasaron por Moterra y se dirigieron a Kadach, donde cruzaron el río y prosiguieron al trote rumbo sur hacia Chyrellos.

Por fin, una lluviosa tarde llegaron a la cima de una colina desde la que se divisaba la sagrada ciudad asolada por la guerra.

—Creo que lo primero que hemos de hacer es visitar a Dolmant —resolvió Vanion—. El mensajero que vaya a detener a Wargun tardará un tiempo en viajar hasta Kadum y entretanto podría despejar y se secarían los campos zemoquianos. —Vanion se puso a toser convulsivamente.

—¿Os encontráis bien? —se inquietó Sparhawk.

—Me parece que me he resfriado, eso es todo.

No entraron en Chyrellos como héroes. No hubo desfiles ni fanfarrias ni multitudes arrojando flores. De hecho, nadie dio muestras de reconocerlos siquiera, y lo único que les tiraron fue basura por las ventanas de las plantas superiores de las casas junto a las que pasaban. Desde que los ejércitos de Martel habían sido expulsados de la ciudad, apenas si se había hecho algo para reparar los desperfectos o reconstruir lo derruido, y los habitantes de Chyrellos proseguían con sus vidas entre la mugre y las ruinas.

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