Para evitar proyectar una imagen de urgencia, Cugel compuso su paso a un despreocupado andar, como si fuera un viajero casual, pero nadie del carro pareció verle o preocuparse por su presencia.
Al acercarse, Cugel vio que el carro, tirado por cuatro mermelants, había sufrido la rotura de una de sus altas ruedas traseras. Los mermelants fingían desinteresarse del asunto y apartaban sus ojos de los tres granjeros, que a los mermelants gustaba considerar como sus servidores. El carro estaba cargado hasta los topes de gavillas del bosque, y en cada esquina se alzaba muy alto un arpón de tres púas, como elemento disuasorio al repentino ataque de un pelgrane.
Cuando Cugel estuvo cerca, los granjeros, que parecían hermanos, le miraron por encima del hombro, luego siguieron contemplando sin sonreír la rueda rota.
Cugel llegó junto al carro. Los granjeros le miraron de reojo, con tal desinterés que la afabilidad de Cugel se congeló en su rostro.
Carraspeó.
—Parece que tenéis problemas con vuestra rueda.
El mayor de los hermanos respondió, con una serie de hoscos gruñidos:
—No «parece» que tengamos problemas con la rueda. ¿Nos tomas por tontos? Simplemente está rota. Se ha perdido el anillo de fijación; los ejes se han salido. Es un asunto serio, así que sigue tu camino y no nos molestes mientras pensamos.
Cugel alzó un dedo en suave reproche.
—¡Nunca hay que ser tan categórico! Quizá pueda ayudaros.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú de estas cosas?
El segundo hermano dijo:
—¿Dónde conseguiste ese extraño sombrero?
El más joven de los tres intentó un arranque de burdo humor:
Si puedes levantar la carga mientras arreglamos la rueda, quizá sí que puedas ayudarnos. De otro modo, será mejor que sigas tu camino.
—Burlaos si queréis, pero quizá si que pueda hacer algo así —dijo Cugel. Estudió el carro, que pesaba mucho menos que una de las columnas de Nisbet. Sus botas habían sido untadas con cera de ossip y todo estaba en orden. Avanzó y dio un ligero puntapié al carro.
—Descubriréis ahora que tanto la rueda como el carro carecen de peso. Alzadlos, y lo descubriréis por vosotros mismos.
El más joven de los hermanos agarró la rueda y la alzó, ejerciendo tanta fuerza que la ingrávida rueda escapó de sus manos y se elevó muy arriba en el aire, donde fue atrapada por el viento y derivó hacia el este. El carro sostenido por un taco de madera, no había sufrido ningún efecto mágico y siguió como antes.
La rueda se alejó en el cielo. Surgido de la nada, o al menos así lo pareció, un pelgrane descendió en picado, se apoderó de la rueda y desapareció.
Cugel y los tres granjeros observaron al pelgrane y a la rueda empequeñecerse por encima de las montañas.
—Bien, ¿y ahora qué? —dijo el mayor de los tres.
Cugel agitó la cabeza.
—Dudo de hacer más sugerencias.
—Díez terces es el valor de una nueva rueda —dijo el granjero mayor—. Paga inmediatamente esta suma. Puesto que nunca amenazo, no mencionaré las alternativas.
Cugel se envaró.
—¡No me dejo impresionar por las fanfarronadas!
—¿Ni por las estacas ni las horcas?
Cugel retrocedió un paso y llevó la mano a la espada.
—¡Si la sangre mancha el camino, será la vuestra, no la mía!
Los granjeros se apartaron un poco para conferenciar. Cugel moderó su voz.
—Una rueda como la vuestra, estropeada, rota y desgastada casi hasta los radios, puede ser valorada como máximo en dos terces. Pedir más es poco realista.
El mayor de los hermanos declaró con tonos grandilocuentes:
—¡Lleguemos a un compromiso! Yo mencioné diez terces, tú hablas de dos. Restando dos de diez quedan ocho; en consecuencia, páganos ocho terces y todos quedaremos satisfechos.
Cugel seguía dudando.
—Capto falacia en alguna parte. ¡Ocho terces sigue siendo demasiado! ¡Recordad, actué por altruismo! ¿Debo pagar por mi buena voluntad?
—¿Es de buena voluntad enviar nuestra rueda girando por los aires? Si ésta es tu amabilidad, ahórranos todo lo demás.
—Enfoquemos el asunto desde otra dirección —dijo Cugel—. Necesito alojamiento para la noche. ¿Está muy lejos vuestra granja?
—Seis kilómetros, pero no vamos a poder dormir en nuestras camas esta noche; debemos montar guardia junto a nuestra propiedad.
—Hay otra forma —dijo Cugel—. Puedo hacer que todo el carro pierda su peso…
—¿Qué? —exclamó el primer hermano—. ¿Para que perdamos el carro además de la rueda?
—¡No somos los estúpidos por los que nos tomas! —exclamó el más joven—. Si necesitas alojamiento, acude a la propiedad de Faucelme, a poco más de un kilómetro camino adelante.
—¡Excelente idea! —declaró el primer hermano con una amplia sonrisa—. ¿Por qué no pensé en ella? Pero primero: nuestros diez terces.
—¿Diez terces? Tus chistes no dejan de tener gracia. Antes de soltar una sola moneda quiero saber dónde puedo pasar seguro la noche.
—¿No te lo hemos dicho? ¡Ve con Faucelme! Es un altruista como tú, y da la bienvenida a todos los vagabundos que pasan por su propiedad.
—Lleven o no un sombrero notable como el tuyo —rió el más joven.
—En los viejos tiempos, parece que un «Faucelme» despojó la región —dijo Cugel—. ¿Es el «Faucelme» de ahí delante uno de sus homónimos? ¿Sigue los pasos del original?
—No sé nada de Faucelme ni de sus antepasados —dijo el mayor de los hermanos.
—Su propiedad es grande —añadió el segundo hermano—. Nunca echa a nadie de su puerta.
—Desde aquí puedes ver el humo de su chimenea —señaló el más joven—. Danos nuestro dinero y ve con él. Va a caer la noche y debemos prepararnos contra los visps.
Cugel rebuscó entre las manzanas y extrajo cinco terces.
—Os doy este dinero no para complaceros sino para castigarme a mí mismo por intentar ayudar a un grupo de campesinos primitivos.
Hubo otro chorro de palabrotas, pero finalmente fueron aceptados los cinco terces, y Cugel partió. Tan pronto como se hubo alejado unos pasos del carro oyó a los hermanos carcajearse sonoramente.
Los mermelants estaban echados en el suelo al lado del camino, probando con la lengua las plantas de la cuneta en busca de hierba dulce. Cuando pasó Cugel, el animal de cabeza habló con voz apenas comprensible, con la boca llena de forraje:
—¿Por qué se ríen los tontos?
Cugel se encogió de hombros.
—Les ayudé con mi magia, y su rueda salió volando, así que les di cinco terces para que dejaran de gritar.
—¡Un truco, simple y llanamente! —dijo el mermelant—. Hace una hora enviaron al chico a la granja en busca de una rueda nueva. Pensaban arrojar la vieja al canal cuando te vieron.
—Estoy por encima de tales mezquindades —dijo Cugel—. Me recomendaron que esta noche me alojara en la propiedad de Faucelme. Aquí también dudo de su buena fe.
—¡Ah, esos traidores caballerizos
[3]
! ¡Creen que pueden engañar a todo el mundo! Así, te enviaron a un brujo de dudosa reputación.
Cugel examinó ansiosamente el paisaje que se abría ante él.
—¿No hay otro lugar cerca?
—Nuestros caballerizos aceptaban antes viajeros y los asesinaban en sus camas, pero nadie deseaba enterrar los cadáveres, así que abandonaron el negocio. El alojamiento más cercano está a treinta kilómetros.
—Esa es una mala noticia —dijo Cugel—. ¿Cómo hay que tratar a ese Faucelme?
Los mermelants rumiaban hierba dulce. Uno dijo:
—¿Llevas cerveza? Tenemos reputación de grandes bebedores de cerveza y de mostrarle a todo el mundo nuestras barrigas.
—Sólo tengo manzanas, pero son vuestras si queréis.
—Sí, también son buenas —dijo el mermelant, y Cugel distribuyó las frutas que llevaba.
—Si vas con Faucelme, ten cuidado con sus trucos. Un comerciante gordo sobrevivió cantando canciones licenciosas toda la noche y no volviéndole nunca la espalda a Faucelme.
Uno de los granjeros rodeó el carro, y se detuvo irritado al ver a Cugel.
—¿Qué estás haciendo aquí? Lárgate y deja de molestar a los mermelants.
Sin dignarse replicar, Cugel siguió camino adelante. Con el sol rozando la boscosa línea del horizonte, llegó a la propiedad de Faucelme: la casa era un edificio de madera de varios pisos, con profusión de ventanales, bajas torres cuadradas con ventanas a todo su alrededor, balcones, miradores, altos gabletes y una docena de altas y estrechas chimeneas.
Ocultándose tras un árbol, Cugel estudió la casa. Varias de las ventanas estaban iluminadas, pero Cugel no observó ningún movimiento dentro. Se trataba, pensó, de una casa de aspecto agradable, donde nadie podía esperar encontrar un monstruo de engaños.
Agachado, manteniéndose a cubierto de árboles y arbustos, Cugel se acercó al edificio. Se deslizó con el silencio de un gato hasta una ventana y miró dentro.
Sentado a una mesa, leyendo un libro de hojas amarillentas, había un hombre de edad indeterminada, hombros hundidos y calvo excepto una estrecha franja de pelo castaño grisáceo. Una larga nariz en forma de garfio sobresalía de su más bien redonda cabeza, con protuberantes ojos lechosos muy juntos a cada lado. Sus brazos y piernas eran largos y angulares; llevaba un traje de terciopelo negro y anillos en todos los dedos, excepto los índices, donde llevaba tres. En reposo, su rostro parecía relajado y tranquilo, y Cugel buscó en vano lo que consideraba señales de depravación.
Cugel examinó la estancia y su contenido. En una alacena a un lado había una miscelánea de objetos extraños y curiosos: una pirámide de piedra negra, un rollo de cuerda, botellas de cristal, pequeñas máscaras colgadas de un tablero, libros apilados, una cítara, un instrumento de cobre con varios arcos y cuerdas, un ramo de flores talladas en piedra.
Cugel se dirigió de puntillas a la puerta de entrada donde descubrió un pesado llamador de bronce con forma de lengua colgando de la boca de una gárgola. Dejó caer el llamador y gritó:
—¡Abrid! ¡Un honesto viajero necesita alojamiento y está dispuesto a pagar por él!
Cugel corrió de vuelta a la ventana. Observó a Faucelme levantarse, aguardar un momento de pie, con la cabeza inclinada a un lado, luego salir de la habitación. Cugel se apresuró a abrir la ventana y saltar dentro. Cerró la ventana, tomó la cuerda de la alacena y fue a ocultarse entre las sombras.
Faucelme regresó, agitando desconcertado la cabeza. Se sentó en su silla y reanudó su lectura. Cugel se situó tras él, pasó la cuerda en un arco en torno a su pecho una y otra vez, y pareció como si la cuerda no dejara de desenrollarse nunca. Faucelme no tardó en quedar aprisionado por un capullo de cuerda.
Finalmente Cugel se dejó ver. Faucelme le miró de arriba a abajo, con curiosidad antes que con rencor, luego preguntó:
—¿Puedo inquirir la razón de esta visita?
—Puro y simple miedo —dijo Cugel—. No me atrevo a pasar la noche fuera, así que he venido a tu casa en busca de abrigo.
—¿Y la cuerda? —Faucelme bajó la vista a la maraña de vueltas que lo inmovilizaban a la silla.
—No quiero ofenderte con la explicación —dijo Cugel.
—¿Crees que la explicación me ofenderá más que la cuerda?
Cugel frunció el ceño y se rascó la barbilla.
—Tu pregunta es más profunda de lo que puede parecer, y roza los antiguos análisis de lo Ideal frente a lo Real.
Faucelme suspiró.
—Esta noche no me siento con vena para la filosofía. Puedes responder a mi pregunta en términos que se aproximen a lo real.
—Con toda sinceridad, he olvidado la pregunta —dijo Cugel.
—La formularé de nuevo en palabras de estructura más simple. ¿Por qué me has atado a mi silla, en vez de entrar por la puerta?
—Ya que insistes, te revelaré una desagradable verdad. Tu reputación es la de un taimado e impredecible villano con inclinación hacia los trucos morbosos.
Faucelme exhibió una triste mueca.
—En tal caso mi negativa a estas afirmaciones no tiene gran peso. ¿Quiénes son mis detractores?
Cugel agitó sonriente la cabeza.
—Como caballero de honor, debo reservarme esta información.
—¡Oh, por supuesto! —dijo Faucelme, y guardó un silencio reflexivo.
Cugel, con un ojo fijo siempre en Faucelme, inspeccionó la estancia. Además de la alacena a un lado, el mobiliario incluía una alfombra tejida en tonos rojo oscuro azul y negro, una librería sin puertas y un taburete.
Un pequeño insecto que había estado revoloteando por la estancia se posó sobre la frente de Faucelme. Faucelme alzó una mano a través de sus ligaduras y ahuyentó el insecto, luego devolvió su brazo al interior de la cuerda.
Cugel se volvió para mirarle con la boca abierta. ¿Había atado mal la cuerda? Faucelme parecía atado tan apretadamente como una mosca en una tela de araña.
La atención de Cugel fue atraída por un pájaro disecado, erguido a una altura de poco más de un metro, con un rostro de mujer bajo una recia pelambrera negra. Una cresta de cinco centímetros de película transparente se alzaba hacia atrás desde su frente.
Una voz sonó tras su hombro.
—Es una arpía del mar de Xardoon. Quedan muy pocas. Están formadas en parte por la carne de los marineros ahogados, y cuando una nave está condenada acuden a montar guardia en ella. Observa las orejas —el dedo de Faucelme se adelantó por encima del hombro de Cugel y apartó el pelo—, que son similares a las de las sirenas. ¡Cuidado con la cresta! —El dedo golpeó ligeramente la base de las púas—. Sus puntas tienen forma de anzuelo.
Cugel miró estupefacto a su alrededor, para ver el dedo retirarse, hacer una pausa para rascar la nariz de Faucelme, luego desaparecer entre las cuerdas.
Cugel cruzó rápido la estancia y comprobó los nudos, que parecían adecuadamente tensos. Faucelme, desde cerca, observó el adorno del sombrero de Cugel y dejó escapar un suave sonido silbante entre los dientes.
—Tu sombrero es una confección de lo más elaborado —dijo—. El estilo es sorprendente, aunque en regiones como ésta podrías llevar incluso un calcetín de piel en la cabeza. —Y diciendo esto, fijó los ojos en su libro.
—Es posible —respondió Cugel—. Y cuando el sol se apague definitivamente, una simple bata bastará para cubrir nuestra modestia.
—¡Ja, ja! ¡Las modas carecerán entonces de significado! ¡Ésa sí que es una idea divertida! —Faucelme lanzó una ojeada a su libro—. Y esa preciosa chuchería que llevas en tu sombrero, ¿dónde conseguiste una pieza tan original? —De nuevo barrió su mirada por las páginas de su libro.