Pasaron diez minutos, luego veinte, luego media hora. Cugel empezó a ponerse nervioso y, dirigiéndose a la puerta, miró a uno y otro lado del muelle, pero el agente expendedor no se veía por ninguna parte.
—Extraño —murmuró Cugel. Observó que el cartel que colgaba antes junto a la pasarela del Avventura había desaparecido.
—¡Naturalmente! —se dijo a si mismo—. El pasaje está completo, así que no es necesario hacer más publicidad.
Mientras Cugel observaba, un hombre alto y de pelo rojo con musculosos brazos y piernas apareció tambaleante en el muelle, tras haber tomado al parecer alguna copa de más en la posada. Subió con paso incierto la pasarela del Avventura y se metió en la cabina.
—¡Ah! —dijo Cugel—. La explicación es clara. Ese es el capitán Wiskich, y el agente ha estado aguardando su regreso. En cualquier momento volverá a bajar por la pasarela.
Pasaron otros diez minutos. El sol estaba ahora poniéndose en el estuario, y una penumbra rosa oscuro había descendido sobre Port Perdusz.
El capitán apareció en cubierta para supervisar la carga de una serie de artículos que había traído un carro, Cugel decidió no aguardar más. Se ajustó el sombrero en un ángulo adecuado, cruzó el muelle, subió la pasarela y se presentó al capitán Wiskich.
—Señor, soy Cugel, uno de vuestros pasajeros de primera clase.
—¡Todos mis pasajeros son de primera clase! —declaró el capitán Wiskich—. ¡No encontraréis triquiñuelas a bordo del Avventura!
Cugel fue a abrir la boca para estipular los términos de su billete, luego volvió a cerrarla; protestar podría parecer un argumento a favor de las triquiñuelas. Observó las provisiones que estaban siendo cargadas a bordo, que parecían de excelente calidad. Dijo aprobadoramente:
—Las vituallas parecen más que adecuadas. ¡Apuesto a que vuestros pasajeros gozan de buena mesa!
El capitán Wiskich lanzó un ladrido de ronca risa.
—¡Lo primero es lo primero a bordo del Avventura! Las viandas son selectas, por supuesto; son para mi mesa y la de la tripulación. Los pasajeros comen habas y sémola, a menos que paguen un sobreprecio, por el cual se les concede un suplemento de kangol.
Cugel lanzó un profundo suspiro.
—¿Puedo preguntar la duración de la travesía entre aquí y Almery?
El capitán Wiskich miró a Cugel con ebria sorpresa.
—¿Almery? ¿Y quién quiere ir a Almery? Primero metes tu nave en un amasijo de malolientes algas durante ciento cincuenta kilómetros. Las algas crecen por toda la nave y multitud de insectos trepan a bordo. Más allá está el golfo de los Remolinos, luego el mar Sereno, ahora infestado de piratas de la costa de Jahrdine. Luego, a menos que des un rodeo muy al oeste en torno a las islas de las Nubes, tienes que cruzar el Seleune y un auténtico carnaval de peligros.
Cugel se irritó.
—¿Debo entender que no navegáis hacia el sur hasta Almery?
El capitán Wiskich se palmeó el pecho con una enorme y rojiza mano.
—Soy un dilk y no conozco el miedo. Sin embargo, cuando la Muerte entra en mi cuarto por la puerta, me marcho por la ventana. Mi barco navegará en un plácido crucero hasta Latticut, luego hasta Al-Halambar, luego hasta la Nariz de las Brujas y Las Tres Hermanas, y después de vuelta a Port Perdusz. Si queréis un pasaje, pagadme su importe y encontrad una hamaca en la cala.
—¡Ya he pagado mi pasaje! —bramó Cugel—. ¡El pasaje al sur hasta Almery, por el camino de Mahaze!
—¿Ese agujero maloliente? Nunca. Dejadme ver vuestro billete.
Cugel le enseñó el documento que le había entregado el supuesto agente expendedor. El capitán Wiskich lo miró primero por un lado, luego por el otro.
—No sé nada de esto. Ni siquiera puedo leer lo que dice. ¿Vos podéis?
—Eso carece de importancia. Debéis llevarme hasta Almery o devolverme mi dinero, cuarenta y cinco terces.
El capitán Wiskich agitó asombrado la cabeza.
—Port Perdusz está lleno de ladrones y timadores; sin embargo, el vuestro es el más imaginativo de todos los trucos! Pero no os vale de nada. Abandonad inmediatamente mi barco.
—¡No hasta que me paguéis mis cuarenta y cinco terces! —Y Cugel llevó inequívocamente su mano a la empuñadura de su espada.
El capitán Wiskich agarró a Cugel por el cuello y por el fondillo de sus pantalones, lo hizo avanzar de cuatro patas por toda la cubierta, y lo lanzó pasarela abajo.
—No volváis a bordo; soy un hombre ocupado. ¡Hey, maestro transportista! ¡Todavía me debéis otra carga'. ¡Tengo prisa por zarpar!
—Todo a su tiempo. Debo despachar aún una carga a Varmous para su caravana. Ahora pagadme por esta entrega; así es como trabajo, cobrando al contado y en efectivo.
—Entonces traed vuestra lista y comprobaremos los artículos.
—No es necesario. Todo está a bordo.
—Todo estará a bordo cuando yo haya dicho que está a bordo. No tendréis ni uno solo de mis terces hasta entonces.
—Lo único que hacéis con esto es retrasar vuestra última entrega, y tengo aún la de Varmous antes.
—Entonces efectuaré por mí mismo la comprobación y os pagaré por lo que resulte.
—¡Nunca! —Gruñendo por el retraso, el transportista subió a bordo del Avventura
Cugel cruzó el muelle y se acercó a un descargador.
—Un momento de vuestro tiempo, por favor. Esta tarde he hecho un trato con un hombre gordo y bajo que llevaba un uniforme oscuro. ¿Dónde puedo encontrarlo en este momento?
—Parece que os referís al pobre viejo Maestro Sabbas, cuyo caso es trágico. Hubo un tiempo que era el propietario del negocio de transportes y carga en este puerto. Pero se volvió senil y ahora se hace llamar «Sab el Timador» lo cual regocija a todo el mundo. Ese que hay a bordo del Avventura con el capitán Wiskich es el Maestro Yoder, su hijo. Si fuisteis lo suficientemente ingenuo como para confiarle vuestros terces, debéis saber que el vuestro fue un acto de caridad, porque con él habéis iluminado el día del pobre débil mental que es el viejo Maestro Sabbas.
—Quizá sí, pero le di los terces para reír un poco, y ahora quiero recuperarlos.
El descargador agitó la cabeza.
—Han desaparecido con las lunas de la antigua Tierra.
—¡Pero seguro que el Maestro Yoder reembolsa a las víctimas de las ilusiones de su padre!
El descargador se limitó a reír, y se marchó a su trabajo.
En aquellos momentos Yoder descendía la pasarela. Cugel avanzó hacia él.
—Señor, debo presentaros una queja acerca de las acciones de vuestro padre. Me vendió un pasaje para un viaje ficticio a bordo del Aveentura y ahora…
—¿A bordo del Avventura, decís? —preguntó Yoder.
—Exacto, y en consecuencia…
—¡En ese caso, el capitán Wiskich es vuestro hombre!
—Y diciendo eso, Yoder se marchó a sus asuntos. Cugel caminó sombríamente de vuelta a la plaza central. En un patio contiguo a la posada, Varmous preparaba su caravana para el viaje. Cugel observó tres carruajes, en cada uno de los cuales se sentaban una docena de pasajeros, y cuatro carromatos repletos de carga, equipo y provisiones. Varmous era distinguible de inmediato: un hombre voluminoso, ancho de hombros, brazos, piernas y caderas, con pelo rubio ensortijado, claros ojos azules y una expresión de firme determinación
Cugel observó a Varmous durante unos momentos, luego avanzó hacia él y se presentó.
—Señor, me llamo Cugel. Supongo que vos sois Varmous, director de la caravana.
—Correcto, señor.
—¿Puedo preguntar cuándo abandona Port Perdusz la caravana?
—Mañana, siempre que reciba todo lo que aún me falta de ese indolente de maestro transportista.
—¿Puedo preguntar vuestro itinerario?
—Por supuesto. Nuestro destino es Torqual, donde llegaremos a tiempo para el Festival del Ennoblecimiento. Viajaremos pasando por Kaspara Vitatus, que es un punto de enlace para viajar en distintas direcciones. De todos modos, me siento obligado a notificaros que la caravana está completa. No podemos aceptar más viajeros.
—¿Quizás os interese emplear a otro conductor, o ayudante, o guardia?
—Estoy servido de personal —dijo Varmous—. De todos modos, os agradezco vuestro interés.
Cugel entró desconsolado en la posada, que descubrió había sido reconvertida a partir de un teatro. El escenario servía ahora como comedor de primera clase para personas de gusto delicado, mientras que la platea senía de sala común. Los dormitorios habían sido construidos a lo largo dcl anfiteatro, y sus ocupantes podían asomarse y contemplar tanto el comedor de primera clase corno la sala común simplemente mirando desde sus puertas.
Cugel se presentó en la oficina junto a la entrada, donde había una robusta mujer sentada tras una taquilla,
—Acabo de llegar a la ciudad —dijo Cugel con voz tranquila—. Importantes asuntos me ocuparán durante casi toda una semana. Necesito comida y alojamiento de excelente calidad durante toda la duración de mi visita.
—Muy bien, señor. Nos sentiremos encantados de serviros. ¿Vuestro nombre?
—Cugel.
—Podéis efectuar ahora un depósito de cincuenta terces a cuenta de vuestros gastos.
Cugel habló rígidamente.
—Prefiero pagar al final de mi visita, cuando pueda examinar con detalle la cuenta.
—Señor, ésta es nuestra regla invariable. Os sorprendería saber la cantidad de escurridizos vagabundos que intentan con nosotros todo tipo de trucos concebibles.
—Entonces debo ir en busca de mi sirviente, que es quien lleva el dinero.
Cugel salió de la posada. Con la esperanza de tropezarse por casualidad con el Maestro Sabbas, regresó al muelle.
El sol se había puesto; Port Perdusz estaba bañado por una penumbra color vino. La actividad había disminuido un tanto, pero las carretillas seguían llevando cosas de un lado para otro entre los almacenes.
Sab el Timador no era visible por ninguna parte, pero Cugel ya lo había dejado de lado en favor de un nuevo y más positivo concepto. Se dirigió al almacén donde Yonder almacenaba sus víveres y aguardó de pie en las sombras.
Del almacén salió un carromato, conducido no por Yonder sino por un hombre con una mata de alborotado pelo color jengibre y largo bigote de engominadas puntas. Era una persona de estilo que llevaba un sombrero de ancha ala con una alta pluma verde, botas de doble puntera y una chaqueta malva que le llegaba hasta las rodillas con pájaros amarillos bordados. Cugel se quitó el sombrero, el elemento más notable de su atuendo, y se lo metió en el cinturón.
Tan pronto como el carromato hubo avanzado unos pocos metros por el muelle, Cugel corrió hacia él y se situó a la altura del conductor.
—¿Es ésta la última carga para el Avventura? —dijo enérgicamente—. Si es así, al capitán Wiskich no le hace la menor gracia este retraso innecesario.
El conductor habló con inesperada vivacidad.
Esta carga es efectivamente para el Avventura. En cuanto al retraso, no sé nada. Llevo alimentos escogidos, y lo más importante en estos casos es la selección.
—Completamente cierto; no necesitas insistir sobre este punto. ¿Llevas la relación?
—¡Por supuesto! El capitán Wiskich tiene que pagar hasta el último terce antes de que yo descargue ni una anchoa. Ésas son mis estrictas instrucciones.
Cugel alzó una mano.
—¡Tranquilo! Todo va a ir bien. El capitán Wiskich está cerrando unos tratos aquí en el almacén. Ven conmigo; trae tu lista.
Cugel abrió camino hacia el viejo almacén de color gris, ahora casi completamente a oscuras, y señaló al conductor la oficina con el cartel de Agente expendedor.
El conductor se asomó a la oficina.
—¿Capitán Wiskich? ¿Por qué no encendéis una luz? Cugel echó su capa por encima de la cabeza del conductor y lo ató concienzudamente con la maravillosa cuerda extensible, luego lo amordazó con su propio pañuelo.
Después tomó la lista de artículos entregados y el espléndido sombrero de ala ancha.
—Volveré dentro de poco; mientras tanto, disfruta de tu descanso.
Condujo el carromato hasta el
Avventura
y lo detuvo al lado. Oyó al capitán Wiskich gritarle a alguien de proa. Cugel agitó tristemente la cabeza. Los riesgos eran desproporcionados a los beneficios; sería mejor dejar que el capitán Wiskich siguiera esperando.
Continuó a lo largo del muelle, y cruzó la plaza hasta el lugar donde Varmous seguía trabajando por entre los carros de su caravana.
Cugel se echó el sombrero de ala ancha del conductor sobre los ojos y ocultó la espada bajo su capa. Con la relación de la entrega en la mano, se dirigió a Varmous.
—Señor, os traigo vuestro pedido de vituallas, y aquí está la relación para ser comprobada y pagada.
Varmous tomó la lista y leyó el importe de la factura.
—¿Trescientos treinta terces? ¡Eso son viandas de alta calidad! ¡Mi encargo fue mucho más modesto, y se me indicó que valdría unos doscientos terces!
Cugel hizo un gesto afable.
—En ese caso, sólo tenéis que pagar doscientos terces —dijo generosamente—. Nuestro único interés es la satisfacción de nuestros clientes.
Varmous miró de nuevo la relación.
—Este es un trato más bien raro. ¿Pero por qué discutir contigo? —Tendió a Cugel una bolsa—. Cuéntalo si quieres, pero asegúrate de que contiene la cantidad estipulada.
—Hay confianza —dijo Cugel—. Dejaré el carro aquí, así podréis descargarlo a vuestra conveniencia. —Hizo una inclinación de cabeza y se marchó.
Regresó al almacén, donde halló al conductor tal como lo había dejado. Exclamó: ¡Tzat! para soltar la cuerda y colocó el sombrero de ancha ala sobre la cabeza del conductor.
—¡No te muevas durante cinco minutos! Estaré aguardando justo al lado de la puerta, en la parte de fuera, y si asomas la cabeza la rebanaré con mi espada. ¿Queda claro?
—Completamente claro —murmuró el conductor.
—En este caso, adiós. —Cugel se fue y regresó a la posada, donde entregó un depósito y le fue asignada una habitación en el anfiteatro.
Cugel cenó pan y salchichas, luego salió a la puerta de la posada. Su atención fue atraída por un altercado cerca de la caravana de Varmous. Cugel se acercó, y vio a Varmous enfrascado en una furiosa discusión con el capitán Wiskich y Yoder. Varmous se negaba a entregar sus vituallas a menos que el capitán Wiskich le pagara doscientos terces, más cincuenta terces suplementarios por el trabajo de la descarga. El capitán Wiskich, espumeando de rabia, lanzó un golpe a Varmous, que se echó a un lado y luego golpeó al capitán Wiskich con tanta fuerza que lo tumbó de espaldas. La tripulación del
Avventura
estaba también por allí y se lanzó hacia delante, sólo para enfrentarse al personal de la caravana de Varmous con estacas, y los marinos fueron violentamente rechazados.