—Es un objeto sin importancia que encontré por el camino —dijo Cugel descuidadamente—. ¿Qué estás leyendo con tanta avidez? —Alzó el libro—. Hummm, «Recetas escogidas de la señora Milgrim».
—Ajá, y eso me recuerda que debo ir a remover el pudín de zanahorias. ¿Quizá quieras cenar conmigo? —Habló por encima de su hombro—:
¡Tzat!
—Las cuerdas cayeron al suelo para formar un pequeño montón a sus pies, y Faucelme se levantó de su silla—. No esperaba invitados, así que esta noche cenaremos en la cocina. Pero tengo que apresurarme, antes de que se queme el pudín.
Se dirigió con pasos rígidos hacia la cocina, y Cugel le siguió, desconfiado. Faucelme señaló una silla.
—Siéntate, y buscaré algo de comer: nada fuerte ni pesado, nada de carne ni vino, porque inflaman la sangre y según la señora Milgrim dan origen a flactomías. Aquí hay un poco de espléndido jugo de bayas que te recomiendo de todo corazón. Luego tomaremos un poco de guiso de hierbas, y nuestro pudín de zanahoria.
Cugel se sentó a la mesa y observó con atenta vigilancia mientras Faucelme iba de un lado para otro, reuniendo platitos de pastelillos, confituras, compotas y pasteles de legumbres.
—¡Tendremos un verdadero festín! Raras veces cometo tales excesos, pero esta noche, con un invitado tan distinguido, vamos a echar toda disciplina por la borda.
—Hizo una pausa en su trabajo—. ¿Me has dicho tu nombre? A medida que pasan los años, descubro que cada vez voy perdiendo más la memoria.
—Me llamo Cugel, y soy originario de Almery, lugar al que estoy regresando.
—¡Almery! Una región muy lejana, con lugares curiosos que ver a cada nuevo paso, y muchos peligros también. ¡Envidio tu confianza! ¿Cenamos?
Cugel comió solamente de los platos de los que comía el propio Faucelme, sin notar ningún efecto pernicioso. Faucelme habló de un modo ampulosamente discursivo mientras comía de este o aquel plato con pequeños bocados:
—Mi nombre tiene desafortunados antecedentes en la región. Al parecer, el decimonoveno eón conoció a un «Faucelme» de costumbres realmente violentas, y puede que haya habido otro «Faucelme» un centenar de años más tarde, aunque a esa distancia en el tiempo las distintas vidas se mezclan. Me estremezco pensando en lo que hicieron… Nuestros villanos locales son ahora un clan de granjeros: ángeles de misericordia en comparación, pese a ciertas costumbres más bien perversas. Dan de beber cerveza a sus mermelants, y luego los envían a intimidar a los viajeros. Se atrevieron a presentarse aquí un día, pisoteándolo todo en el porche y mostrándome sus barrigas. «¡Cerveza!», gritaban. «¡Danos buena cerveza!» Naturalmente, yo no suelo tener nunca. Sentí piedad por ellos y les expliqué detalladamente las vulgares cualidades de la embriaguez, pero se negaron a escuchar, y utilizaron un lenguaje más bien ofensivo. ¿Puedes creerlo? «¡Viejo puritano falso e hipócrita, ya te hemos escuchado bastante, ahora queremos cerveza!» Esas fueron sus palabras. De modo que dije: «Muy bien; tendréis cerveza.» Preparé un té de mosto vómico y nuxium; lo enfrié e hice que espumeara, al estilo de la cerveza. Les dije: «¡Esta es la única cerveza que tengo!», y se la serví en jarras. Hundieron sus narices en ella y se la bebieron en un santiamén. Al momento se retorcieron como gusanos, y se quedaron tiesos como muertos durante un día y medio. Finalmente se recuperaron, se pusieron en pie, ensuciaron mi patio de la más horrible de las maneras, y se fueron tambaleándose. No han regresado nunca, y quizá mi pequeña homilía les haya devuelto a la sobriedad.
Cugel inclinó la cabeza hacia un lado y frunció los labios.
—Una historia interesante.
—Gracias. —Faucelme asintió con la cabeza y sonrió como si recordara historias agradables—. Cugel, eres un buen oyente. Y no hundes la barbilla en el plato, para mirar luego hambrientamente a uno y otro lado en busca de más comida. Aprecio la delicadeza y el estilo. De hecho, Cugel, me has caído bien. Veamos lo que puedo hacer para ayudarte en la senda, de la vida. Tomaremos el té en el salón: ¡el más fino Ambar Ala de Mariposa para un honorable invitado! ¿Piensas proseguir tu camino?
—Me quedaré un poco para hacerte compañía —dijo Cugel—. Sería desconsiderado hacer otra cosa.
—Tus modales pertenecen a una generación pasada —dijo Faucelme de corazón—. No se encuentra gente así entre los jóvenes de hoy, que solamente piensan en su propio placer.
Faucelme preparó, bajo la atenta mirada de Cugel, el té, y lo sirvió en tazas de porcelana fina. Hizo un gesto a Cugel con la cabeza.
—Vayamos al salón.
—Tú primero, por favor.
Faucelme puso cara de sorpresa, luego se encogió de hombros y precedió a Cugel al salón.
—Siéntate, Cugel. El sillón de terciopelo verde es el más cómodo.
—No estoy cansado —dijo Cugel—. Prefiero estar de pie.
—Al menos entonces quítate el sombrero —dijo Faucelme con un rastro de irritación.
—Por supuesto —dijo Cugel.
Faucelme le contempló con la curiosidad propia de un pájaro.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy quitando el adorno. —Protegiendo sus manos con un pañuelo doblado, Cugel se metió la escama en la bolsa—. Es duro y cortante, y temo que pueda dañar tu espléndido mobiliario.
—Eres terriblemente considerado y mereces un pequeño regalo. Esta cuerda, por ejemplo: fue elaborada por Lazhnascenthe el lemuriano, y está impregnada con propiedades mágicas. Por ejemplo, responde a las órdenes; es extensible, y se estira indefinidamente sin perder nada de su fuerza. Veo que llevas una espléndida espada antigua. La filigrana de la empuñadura sugiere Kharay, del decimoctavo eón. El acero debe ser de excelente calidad, pero, ¿está afilado?
—Por supuesto —dijo Cugel—. Podría afeitarme con ella, si quisiera.
—Entonces corta un largo conveniente de cuerda: digamos tres metros. Cabrá perfectamente en tu bolsa, pero podrá extenderse hasta veinte kilómetros si se lo ordenas.
—¡Esto es auténticamente generoso! —declaró Cugel, y midió la longitud estipulada. Haciendo un floreo con la espada, intentó cortar la cuerda, sin conseguir nada—. Curioso —murmuró.
—¡Oh, y durante todo el tiempo pensaste que tu espada era afilada! —Faucelme sonrió maliciosamente—. Quizá podamos reparar esta deficiencia. —Extrajo de un armarito una caja larga que, al abrirla, reveló contener un resplandeciente polvo plateado—. Pon tu hoja en el rielador —dijo Faucelme—. No dejes que el polvo toque tus dedos, o se volverán rígidas barras de plata.
Cugel siguió las instrucciones. Cuando retiró la espada, arrastró consigo un fino polvillo del rielador.
—Sacúdela bien —dijo Faucelme—. Un exceso lo único que hará será estropear la funda.
Cugel limpió la hoja agitándola fuertemente. El borde de la espada destellaba con pequeños reflejos de plata, y la hoja en sí parecía luminosa.
—¡Bien! —dijo Faucelme—. Corta la cuerda.
La espada cortó la cuerda como si fuese un tallo de alga.
Cugel enrolló con cuidado la cuerda.
—¿Y cuáles son las órdenes?
Faucelme recogió la cuerda que había quedado en el suelo.
—Si quiero que sujete algo, la arrojo a lo alto y utilizo el conjuro
¡Tzip!
de esta forma…
—¡Alto! —exclamó Cugel, alzando su espada—. ¡No quiero demostraciones!
Faucelme se echó a reír.
—Cugel, eres tan inquieto como un pajarillo. De todos modos, no por ello tengo peor opinión de ti. En este mundo agonizante, los imprudentes mueren jóvenes. No te asustes por la cuerda; no voy a hacer nada. ¡Observa, por favor! Para soltar la cuerda, grita la orden ¡Tzat!, y la cuerda volverá a tu mano. ¡Así que tranquilo! —Faucelme retrocedió unos pasos y alzó las manos para demostrar que no ocultaba nada—. ¿Es ésta la conducta de un taimado e impredecible villano?
—Decididamente si, si el villano, para llevar adelante su farsa, intenta simular altruismo.
—Entonces, ¿cómo distingues al villano del altruista?
Cugel se encogió de hombros.
—No es una distinción importante.
Faucelme no pareció prestar atención; su ágil intelecto ya estaba explorando un nuevo tema.
—¡Fui entrenado en la antigua tradición! Hallamos nuestra fuerza en las verdades básicas, que tú, como patricio, seguro que suscribes. ¿Estoy en lo cierto en esto?
—¡Absolutamente, y en todos los aspectos! —declaró Cugel—. Reconociendo, por supuesto, que esas verdades fundamentales varían de región a región, e incluso de persona a persona.
—De todos modos, algunas verdades son universales
argumentó Faucelme—. Por ejemplo, el antiguo rito del intercambio de regalos entre anfitrión e invitado. Como altruista, te he proporcionado una espléndida y nutritiva comida, un largo de cuerda mágica y la mejora de tu espada. Seguro que te estarás preguntando ansiosamente qué puedes ofrecerme a cambio, y yo sólo pido tu amistad…
Con generosa espontaneidad, Cugel dijo:
—Es tuya, libremente y sin límites, y las verdades básicas han quedado cumplidas. Ahora, Faucelme, me siento algo cansado, de modo que…
—¡Cugel, eres generoso! En ocasiones, mientras avanzamos penosamente por el solitario camino de la vida, encontramos alguien que al instante, o al menos así nos lo parece, se convierte en un querido amigo sobre el que puedes depositar toda tu confianza. ¡Lamentaré verte partir! Tienes que dejarme algún pequeño recuerdo, y de hecho me niego a aceptar cualquier cosa mayor que ese insignificante abalorio que llevabas en tu sombrero. Es una bagatela, lo sé, no vale nada, pero mantendrá fresco tu recuerdo hasta el día feliz de tu regreso. Puedes dármelo.
—Encantado —dijo Cugel. Rebuscó con gran cuidado en su bolsa y extrajo el adorno que sujetaba originalmente su sombrero—. Con mi más cálido agradecimiento, te ofrezco esa bagatela, como tú mismo has dicho.
Faucelme estudió unos instantes el adorno, luego alzó la vista y clavó la mirada de sus lechosos ojos dorados sobre Cugel. Rechazó el adorno.
—¡Cugel, me abrumas! Este es un artículo valioso… ¡no, no protestes y yo me conformo con ese otro objeto vulgar con la falsa gema roja en el centro que vi antes. ¡Vamos, insisto! ¡Lo colgaré siempre en un lugar de honor aquí en mi salón!
Cugel exhibió una hosca sonrisa.
—En Almery vive Iucounu, el Mago Reidor.
Faucelme no pudo evitar una pequeña mueca involuntaria.
Cugel prosiguió:
—Cuando le vea me preguntará: «Cugel, ¿dónde está mi "Estallido Pectoral de Luz" que fue confiado a tu custodia?» ¿Qué le diré entonces? ¿Que la petición de un tal Faucelme, en la región del Muro Desmoronante, no pudo ser desoída?
—Ese asunto tiene fácil solución —murmuró Faucelme—. Si, por ejemplo, decidieras no regresar a Almery, Iucounu no sabría jamás la noticia. O si, por ejemplo…
—Faucelme guardó de pronto silencio.
Transcurrió un momento. Por fin, Faucelme dijo con voz muy afable:
—Debes estar cansado y con deseos de reposar un poco. Así pues: primero un bocado de mi digestivo aromático, que calma el estómago y revitaliza los nervios.
Cugel intentó rechazar la oferta, pero Faucelme se negó a oír. Trajo una pequeña botella negra y dos copas de cristal. Vertió en la copa de Cugel un dedo de un líquido pálido.
—Yo mismo lo he destilado —indicó—. Comprueba si es de tu agrado.
Una polilla pequeña aleteó cerca de la copa de Cugel, y cayó instantáneamente muerta sobre la mesa.
Cugel se puso en pie.
—No necesito ningún tónico esta noche —dijo—. ¿Dónde puedo dormir?
—Ven conmigo. —Faucelme condujo a Cugel escaleras arriba, y abrió la puerta que conducía a una habitación—. He aquí una estancia ideal, donde podrás descansar sin que nadie te moleste.
Cugel retrocedió unos pasos.
—¡No hay ventanas! Tendré la impresión de que me ahogo.
—¿Oh? Muy bien, busquemos entonces otro dormitorio… ¿Qué te parece éste? La cama es blanda y cómoda.
—¿Para qué sirve esa enorme reja de hierro que cuelga encima de la cama? —preguntó Cugel con el ceño fruncido—. ¿Y si cae durante la noche?
—¡Cugel, esto es puro pesimismo! ¡Tienes que contemplar siempre el lado alegre de la vida! ¿Has observado, por ejemplo, el jarrón de flores que hay al lado de la cama?
—¡Encantador! Veamos otra habitación.
—¡El sueño es el sueño! —dijo Faucelme irritadamente—. ¿Siempre eres tan susceptible? Bien, ¿qué te parece esta espléndida estancia? La cama es blanda, las ventanas son amplias. Sólo espero que la altura no te produzca vértigo.
—Me encanta —dijo Cugel—. Faucelme, te deseo buenas noches.
Faucelme regresó al salón de abajo. Cugel cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Recortados contra las estrellas podía ver las altas y delgadas chimeneas y un único ciprés alzándose por encima de la casa.
Cugel ató un extremo de su cuerda a una de las patas de la cama, luego dio un ligero puntapié a la cama, que instantáneamente conoció la repulsión a la succión de la gravedad y se alzó en el aíre. Cugel la guió hasta la ventana y la empujó a través de ella hacia la noche. Apagó la lámpara, se subió a la cama y se impulsó alejándose del edificio y hacia el ciprés, al que ató el otro extremo de la cuerda. Dio una orden:
—Cuerda, hazte larga.
La cuerda se dilató, y Cugel flotó hacia arriba en medio de la noche. La casa de Faucelme se divisaba como una masa irregular allá abajo, más oscura que la oscuridad, con rectángulos amarillos señalando las habitaciones iluminadas.
Cugel dejó que la cuerda se dilatara un centenar de metros.
—¡Cuerda, no te alargues más!
La cama se detuvo con una ligera sacudida. Cugel adoptó una posición cómoda y observó la mansión.
Transcurrió media hora. La cama oscilaba a la suave brisa de la noche, y aquel ligero balanceo parecido al de una cuna adormeció a Cugel. Empezaron a pesarle los párpados… Un estallido de luz brilló repentinamente en la ventana de la habitación que le había sido asignada.
Cugel parpadeó y se sentó erguido en la cama, y observó una burbuja de luminoso gas pálido brotar por la ventana.
La habitación volvió a oscurecerse como antes. Un momento más tarde la ventana parpadeó a la luz de una lámpara, y la angulosa figura de Faucelme, las manos en las caderas, se recortó en negro contra el rectángulo amarillo. La cabeza se asomó por la ventana y escrutó la noche.
Finalmente se retiró, y la ventana volvió a oscurecerse.