—En la vida de todos llega un momento para el cambio —dijo Iucounu—. Yo también tengo pensada la metamorfosis, hasta un extremo que puede que te sorprenda. —Se sacó la paja de la boca y habló con energía—. ¡Cugel, tienes buen aspecto! Tus ropas dicen mucho de ti, y también tu sombrero. ¿Dónde hallaste ese adorno tan hermoso?
Cugel alzó una mano y tocó el duplicado de la escama.
—¿Esa pequeña cosa? Es mi talismán de la suerte. Lo encontré en un pozo cerca de la costa de Shanglestone.
—Espero que me traigas otra idéntica, como recuerdo.
Cugel agitó negativamente la cabeza, como si lo lamentara.
—Sólo encontré un espécimen de esta calidad.
—Qué lástima. Me siento decepcionado. ¿Cuáles son tus planes?
—Pretendo llevar una vida sencilla: una cabaña a orillas del Sune, con un porche mirando al agua, donde me dedicaré al estudio de los manuscritos y a la meditación. Quizá lea el Estudio detallado de todos los eones de Stafdyke, un tratado al que todo el mundo alude, pero que nadie ha leído, con la probable excepción de ti.
—Sí, lo conozco muy bien. Tus viajes, pues, te han proporcionado los medios de satisfacer tus deseos.
Cugel agitó sonriente la cabeza.
—Mi riqueza es escasa. Tengo intención de llevar una vida de simplicidad.
—El adorno de tu sombrero es muy vistoso. ¿No es valioso también? El nexus, o nódulo, resplandece de una forma tan brillante como una buena hipolita.
Cugel agitó una vez más la cabeza.
—No es más que un cristal que refracta los rojos rayos del sol.
Iucounu lanzó un gruñido que no comprometía a nada.
—Los ladrones son frecuentes a lo largo de este camino. Su primer objetivo será este famoso adorno tuyo.
Cugel rió suavemente.
—Tanto peor para ellos.
Iucounu se puso alerta.
—¿Cómo es eso?
Cugel acarició la gema.
—Quienquiera que intente arrancar por la fuerza la joya resultará hecho pedazos, junto con la joya codiciada.
—Burdo pero efectivo —dijo Iucounu—. Tengo que ir a ocuparme de mis asuntos.
Iucounu, o su aparición, se desvaneció. Cugel, seguro de que sus espías vigilaban cada uno de sus movimientos, se encogió de hombros y siguió su propio camino.
Una hora antes del anochecer llegó al poblado de Flath Foiry, donde buscó alojamiento en la posada de Los Cinco Estandartes. Mientras cenaba en la sala común conoció a Lorgan, un comerciante de bordados de fantasía. Lorgan disfrutaba con las largas conversaciones y los generosos tragos. Cugel no estaba de humor para ninguna de las dos cosas y, alegando cansancio, se retiró temprano a su habitación. Lorgan se quedó conversando con varios comerciantes de la población y libando copiosamente.
Al entrar en su habitación, Cugel cerró la puerta por dentro con llave, luego efectuó una atenta inspección a la luz de la lámpara de la mesita de noche. La cama estaba limpia; las ventanas daban al patio de la cocina; podían oírse, ahogados, los gritos y las canciones de la sala común. Con un suspiro satisfecho, Cugel apagó la lámpara y se metió en la cama.
Cuando se disponía ya a dormir, creyó oír un extraño sonido. Alzó la cabeza para escuchar, pero el sonido no se repitió. Cugel se relajó de nuevo. El extraño sonido llegó otra vez, algo más fuerte ahora, y una docena de grandes y susurrantes criaturas parecidas a murciélagos brotaron de las sombras. Se lanzaron como flechas contra el rostro de Cugel y se aferraron a su cuello con sus garras, con la esperanza de distraer su atención mientras una especie de anguila negra se afanaba con manos temblorosas en robar el sombrero de Cugel.
Cugel apartó a manotazos a las cosas parecidas a murciélagos, tocó la anguila con la «Estallido Pectoral», provocando su inmediata disolución, y las cosas como murciélagos huyeron chillando y susurrando de la habitación.
Cugel encendió su lámpara. Todo parecía en orden. Reflexionó unos instantes, luego salió al pasillo e investigó la habitación contigua a la suya. Resultó estar vacía, y tomó inmediata posesión de ella.
Una hora más tarde su descanso fue interrumpido de nuevo, esta vez por Lorgan, completamente borracho. Al ver a Cugel parpadeó, sorprendido.
—Cugel, ¿qué haces durmiendo en mi habitación?
—Lo siento, pero te has equivocado —dijo Cugel—. Tu habitación es la de la puerta de al lado.
—¡Oh! ¡Entonces todo queda explicado! ¡Mis más profundas disculpas!
—No es nada —dijo Cugel—. Que duermas bien.
—Gracias. —Lorgan se dirigió tambaleante a su cama. Cugel cerró la puerta con llave por dentro, volvió a acostarse, y descansó todo el resto de la noche, ignorando los sonidos y los gritos que llegaban de la habitación de al lado.
Por la mañana, mientras tomaba su desayuno, Lorgan bajó cojeando las escaleras y describió a Cugel los acontecimientos de la noche.
—Mientras descansaba en un agradable estado de somnolencia, dos enormes madlocks, de robustos brazos, enormes ojos verdes y sin cuello, entraron por la ventana. Me dieron una tremenda serie de fuertes golpes, pese a mis súplicas de piedad. Luego me robaron el sombrero y se dirigieron a la ventana como para marcharse, sólo para pensárselo mejor, volverse y darme otra serie de golpes. «Esto es por habernos causado tantos problemas», dijeron, y desaparecieron por fin. ¿Has oído alguna vez algo así?
—¡Nunca! —dijo Cugel—. Es un ultraje.
—En la vida ocurren cosas extrañas —meditó Lorgan—. Prometo no volver a detenerme nunca más en esta posada.
—Una sensata decisión —dijo Cugel—. Ahora, si me disculpas, debo proseguir mi camino.
Cugel pagó su cuenta y siguió camino adelante, y la mañana transcurrió sin ningún suceso digno de mención.
Al mediodía llegó junto a un pabellón de seda rosa, erigido sobre una herbosa pradera al lado del camino. Ante una mesa llena de espléndidos manjares e incitante bebida se sentaba Iucounu, que al ver a Cugel se puso en pie, fingiendo sorpresa.
—¡Cugel! ¡Qué feliz coincidencia! ¡Vente a comer conmigo!
Cugel midió la distancia entre Iucounu y el lugar donde iba a tener que sentarse; no le permitiría alcanzar con facilidad el lugar donde guardaba la «Estallido Pectoral» en su enguantada mano.
Negó con la cabeza.
—He comido ya una nutritiva ración de frutos secos y pasas. Has elegido un hermoso lugar para comer. Te deseo buen apetito, y buen día.
—¡Espera, Cugel! ¡Un momento, por favor! ¡Prueba un vaso de este fino Fazola! ¡Pondrá alas a tus pies!
—Es más probable que me arroje a dormir a la cuneta. Y ahora…
La fibrosa boca de Iucounu se crispó en una mueca. Pero inmediatamente recuperó su afabilidad.
—Cugel, te invito a visitarme en Pergolo; seguro que no habrás olvidado los buenos ratos que pasamos allí. Cada noche hay un gran banquete, y he descubierto una nueva fase de la magia mediante la cual puedo atraer a personas notables a través de los eones. ¡Las diversiones son espléndidas en Pergolo!
Cugel hizo un gesto de rechazo.
—¡Cantas atractivas canciones de sirena! ¡Si probara alguno de esos atractivos podría ver disolverse mi resolución! ¡Ya no soy el Cugel vividor de antaño!
Iucounu luchó por mantener controlada su voz.
—Esto está resultando cada vez más claro. —Se echó hacia atrás en su asiento, sin dejar de mirar atentamente el sombrero de Cugel. De pronto, hizo un gesto de impaciencia y murmuró un conjuro de once sílabas, a raíz del cual el aire entre los dos hombres pareció espesarse y retorcerse. Las fuerzas del conjuro se lanzaron hacia Cugel y le rebasaron, crepitando en todas direcciones, abriendo negros surcos entre los matorrales y la hierba.
Iucounu se le quedó mirando con desorbitados ojos amarillos, pero Cugel no prestó la menor atención al incidente. Dirigió a Iucounu un cortés gesto de adiós, y prosiguió su camino.
Caminó durante una hora, utilizando ese paso flexible y largo que le había hecho avanzar durante tantas leguas. A su derecha, descendiendo de las montañas, apareció el bosque Da, más suave y acogedor que el gran Erm del lejano norte. Río y camino se sumergían en sus sombras, y todos los sonidos se vieron amortiguados.
Flores de largos tallos crecían en el mantillo: delicias, campánulas, rosáceas, junquillos ala de ángel.
Hongos color coral se aferraban a los tocones de los árboles muertos como fantásticos encajes.
La luz del sol, amarronada, penetraba oblicuamente por los huecos del bosque, creando una semipenumbra saturada con una docena de colores oscuros. Nada se movía y no podía oírse ningún sonido excepto el trinar de algún lejano pájaro.
Pese a la aparente soledad, Cugel preparó la espada en su vaina y caminó con pies prudentes; a menudo los bosques revelaban horribles secretos al inocente.
Al cabo de algunos kilómetros, el bosque se hizo menos denso y se retiró hacia el norte. Cugel llegó a un cruce de caminos; allí aguardaba un espléndido carruaje tirado por cuatro wheriots blancos. Al pescante se sentaban dos doncellas de largo pelo naranja, tez morena y ojos verde esmeralda. Llevaban librea ocre oscuro y blanco ostra y, tras dirigir una rápida mirada de reojo a Cugel, clavaron altaneramente sus vistas al frente.
Iucounu abrió la portezuela.
—¡Hola, Cugel! ¡Por casualidad estamos siguiendo el mismo camino! ¡Veo que mi amigo Cugel marcha a buen paso! ¡No esperaba encontrarte tan lejos!
—Me gusta el aire libre —dijo Cugel—. Camino a buen paso porque tengo intención de llegar a Taun Tassel antes de que se haga de noche. Discúlpame otra vez si corto nuestra conversación.
—¡No es necesario! Taun Tassel está también en mi camino. Sube al carruaje; charlaremos mientras llegamos allí.
Cugel dudó, mirando primero a un lado, luego al otro, e Iucounu empezó a mostrarse impaciente.
—¿Y bien? —ladró—. ¿Qué decides?
Cugel intentó una sonrisa de disculpa.
—Yo nunca acepto nada sin dar algo a cambio. Esta política me evita muchos malentendidos.
Los párpados de Iucounu se entrecerraron en suave reproche.
—¿Por qué debemos discutir sobre detalles sin importancia? Sube al carruaje, Cugel; si quieres puedes ampliarme tus escrúpulos por el camino.
—Muy bien —dijo Cugel—. Iré contigo hasta Taun Tassel, pero tienes que aceptar estos tres terces como compensación total, exacta, definitiva y absoluta por el viaje y por cualquier otro aspecto secundario, sucesorio y colateral y por cualquier consecuencia, sea directa o indirecta, de este viaje, renunciando a cualquier otra reclamación, ahora y siempre, incluidos todos los tiempos del pasado y del futuro, sin excepción, y liberándome, en parte y en todo, de cualquier obligación futura.
Iucounu alzó un par de pequeños puños cerrados y rechinó los dientes hacia el cielo.
—¡Repudio toda tu mezquina filosofía! ¡Me encanta dar! Ahora te ofrezco la total propiedad, libre de cargas, de este excelente carruaje, todo incluido, ruedas, ballestas y decoración interior, los cuatro wheriots con sus veintiséis eslabones de cadena de oro y un par de doncellas para guiarlo. ¡La totalidad es tuya! ¡Llévatelo a donde quieras!
—¡Me siento abrumado por tu generosidad! —dijo Cugel—. ¿Puedo preguntar qué deseas a cambio?
—¡Bah! Cualquier bagatela, algo para simbolizar el intercambio. Ese vulgar adorno que llevas en el sombrero bastará.
Cugel hizo un signo de pesar.
—Pides precisamente aquello a lo que tengo más aprecio. Se trata del talismán que hallé cerca de la costa de Shanglestone. Lo he llevado durante todo mi viaje de regreso, y no tengo intención de desprenderme de él. Puede que incluso ejerza alguna influencia mágica.
—¡Tonterías! —bufó Iucounu—. Tengo una nariz sensible para la magia. Ese adorno es tan pasivo como una cerveza pasada.
—Su fulgor me ha alegrado en las horas tristes; jamás sería capaz de desprenderme de él.
La boca de Iucounu cayó hasta casi más abajo de su mandíbula.
—¡Te has vuelto excesivamente sentimental! —Miró más allá del hombro de Cugel, y de pronto lanzó un agudo grito de alarma—. ¡Cuidado! ¡Nos ataca una plaga de taspes!
Cugel se volvió, y descubrió una saltarina horda de verdes criaturas parecidas a escorpiones y del tamaño de comadrejas avanzar contra el carruaje.
—¡Rápido! —exclamó Iucounu—. ¡Sube! ¡Cocheras, adelante!
Cugel vaciló sólo un instante; saltó dentro del vehículo. Iucounu lanzó un gran suspiro de alivio.
—¡Ha estado muy cerca! ¡Cugel, creo que he salvado tu vida!
Cugel miró por la ventanilla de atrás.
—¡Los taspes se han esfumado en el aire! ¿Cómo es eso posible?
—No importa; estamos a salvo, y eso es lo único que cuenta. ¡Agradéceme que mi carruaje estuviera a mano! ¿No te sientes agradecido? Quizá ahora me concedas mi deseo, que es el adorno de tu sombrero.
Cugel consideró la situación. Desde donde estaba no podía aplicar la auténtica escama contra el rostro de Iucounu. Decidió temporizar.
—¿Por qué quieres una bagatela así?
—A decir verdad, colecciono ese tipo de objetos. El tuyo ocupará un lugar de honor en mi colección. Ten la bondad de dejármelo unos momentos, aunque sólo sea para examinarlo.
—Eso no resulta fácil. Si lo miras de cerca, comprobarás que está sujeto a mi sombrero mediante una matriz de diambroid.
Iucounu hizo chasquear la lengua, decepcionado.
—¿Por qué tomas tantas precauciones?
—Para mantener alejadas las manos de los ladrones; ¿por qué otro motivo?
—Pero seguro que puedes soltar el objeto sin peligro.
—¿Mientras damos saltos y tumbos en un carruaje a toda marcha? Jamás me atrevería a intentarlo.
Iucounu lanzó a Cugel una mirada de soslayo amarillo limón.
—Cugel, ¿estás intentando tomarme el pelo, como suele decirse?
—Por supuesto que no.
—Bien. —Los dos permanecieron sentados en silencio mientras el paisaje pasaba velozmente por su lado. Aquella era una situación delicada, pensó Cugel, pese a que sus planes iban encajando con la sucesión de los acontecimientos. Por encima de todo, no debía permitir a Iucounu que examinase de cerca la escama; la retorcida nariz de Iucounu podía sin lugar a dudas oler la magia, o la falta de ella.
Cugel se dio cuenta de que el carruaje atravesaba no el bosque, sino un paisaje despejado. Se volvió hacia Iucounu.
—¡Éste no es el camino a Taun Tassel! ¿Adónde estamos yendo?