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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (18 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Advirtió que el caballero lo miraba con una sonrisa casi enternecedora. Bien, ¿y ahora qué le pasaba? Pero en el fondo Camillo sabía muy bien en qué estaba pensando, Winckelmann se lo había confesado varias veces: a menudo la actitud torpona de su joven secretario le conmovía, porque el caballero creía que era consecuencia de su devoción hacia él. «¡Qué engañado estaba!», pensaba con rabia Camillo. Quizás fuese verdad al principio, en la época de su primer encuentro en Florencia, cuando Winckelmann preparaba el catálogo de las antiguas gemas del barón Philipp von Stosch; durante un tiempo el idilio continuó también en Roma, en la casa del cardenal Albani, en la plaza Quattro Fontane: la amable devoción de un joven fascinado por el gran estudioso, con una notable diferencia entre ellos que ambos aceptaban, porque ya se sabe, en cualquier relación amorosa hay quien ama y quien se deja amar. Y el amor unas veces eleva y otras humilla, como dice la canción. En este sentido, Camillo no se había sentido nunca verdaderamente humillado. O quizás sí, de una forma muy sutil y poco generosa de la que era vagamente consciente: ser el amante de un gran hombre pero solo en secreto, y ante los ojos del mundo, saber ponerse la máscara de secretario particular… Así durante años, aceptando con un respetuoso asentimiento de cabeza los proyectos del caballero en cuanto los exponía, siempre doblegándose dócilmente ante sus deseos. Sin embargo, desde hacía tiempo Camillo no sentía ya ningún impulso de amor. Más bien sufrimiento, y a veces, casi odio.

—Entonces, ¿se puede saber qué has hecho realmente toda la tarde? —volvió a preguntar Winckelmann, cruzando las manos sobre el vientre.

—He reflexionado sobre una decisión muy importante que tengo que tomar…

El caballero se sobresaltó.

—¿Decisión? ¿Puedo saber a qué te refieres?

—Que quizás sería mejor que yo dejara de estar a vuestro servicio —dijo Camillo, en un tono que se esforzaba en ser paciente.

—¿Y a qué se deben los extraños pensamientos de este muchacho? —sonrió el caballero, subrayando la palabra
muchacho
, como para tratarle con despecho.

El joven intentó no tartamudear.

—No hay nada extraño. Ningún misterio. Lo que está ocurriendo desde que interrumpimos nuestro viaje hacia Alemania me está… cansando mucho.

El caballero, molesto, le hizo una señal para que se callara.

—Hablaremos después de cenar.

XXXIII. LA LINTERNA MÁGICA

Roma, febrero de 1772

L
A LINTERNA MÁGICA PROYECTABA EN EL TECHO DE la gruta extrañas imágenes, en una secuencia casi incomprensible para Heinrich —una nave, un puerto, unos mozos que cargaban castañas en grandes sacos, una carroza en el centro del bosque, una torre de guardia—, pero de repente a su espalda se elevó la voz chirriante de Moira.

—El hecho que aparece aquí ilustrado por el maestro linternero ocurrió en la frontera entre los Estados Pontificios y el reino de Nápoles. Una vez cruzada la zona pantanosa y pasada la noche en Terracina, la carroza llegó a la frontera con el reino de Nápoles. Los pasajeros eran cuatro: Winckelmann, un cantante castrado de nombre Rolando Vlaich, el pobre Marino —el paje de dicho cantante— y nuestro Tomaso, que desde poco tiempo antes había empezado a trabajar bajo las órdenes del caballero… Marchaban atestados de equipaje, porque aquel petimetre de Vlaich había sobrecargado la carroza de vestidos y sombreros, y circulaba con lentitud por los caminos de montaña. Pero lo más grave era el hecho de que en el suelo de la carroza se había dispuesto un doble fondo que escondía mercancías prohibidas: libros franceses. Para los libreros napolitanos, maltratados por la censura, se había convertido en una práctica corriente introducir a escondidas los libros del
Índice
. Posteriormente, para no exponerse ni solicitar las oportunas licencias, que el virrey y los sacerdotes no habrían concedido nunca, los imprimían en talleres clandestinos, con fechas diferentes o rótulos de lugares ficticios: Babilonia, Nueva Armonía o Casa del Diablo. Era fácil inventar el nombre de una ciudad imposible de hallar… El centro de reparto de los libros prohibidos era Livorno. Allí no se inspeccionaba nunca la mercancía que llegaba de Inglaterra o de Holanda, los aduaneros cerraban un ojo, y a veces los dos, sobre todo, si se pagaba su distracción…

Por fin Heinrich entendía lo que significaba el dibujo de las castañas:
marroner
se llamaba en Francia a trabajar en una edición clandestina… ¿Cómo es que no lo había pensado antes? Y claro que había visto una vez en el convento de San Gallo el
Index librorum prohibitorum
, que llevaba en la cubierta la ilustración de un montón de libros, que formaba la imagen de una castaña apoyada sobre un brasero en ascuas…

—La mercancía, dirigida a los Estados Pontificios o a Nápoles, se cargaba en las carrozas de ciertas personas importantes que cruzaban las fronteras con frecuencia. Por ejemplo, los castrados con ganancias sustanciosas…—continuó la voz de Moira—. Había un amigo de Winckelmann, un cantante que iba por todos los teatros de ópera del continente, desde Polonia hasta Londres o Venecia. Ese tipo se había enriquecido de forma extraordinaria con el contrabando y había convencido también a Winckelmann para que participara en el negocio, porque la prohibición aumentaba sin medida el valor de ciertos libros, y había gente dispuesta a desembolsar cifras enormes por los
philosophes
franceses…

Aparecieron otras imágenes en las que Heinrich reconoció el colegio romano, la sede del tribunal de la Santa Inquisición, y luego a los penitentes con la túnica amarilla de los herejes, y a un hombre que, con una extraña espada que parecía una cruz, golpeaba la cabeza de un soldado.

—Durante el registro de la carroza de Winckelmann fueron descubiertos algunos volúmenes de Voltaire. Naturalmente,
una aguja delgada, pronto se quiebra
, y la culpa recayó en el paje y en el secretario. El cantante y el caballero eran intocables, con poderosos protectores. En cambio, Marino y Tomaso fueron conducidos hasta Minerva y sometidos a torturas…

La voz de Tomaso lo interrumpió, llena de rabia.

—Vi morir a Marino. Tenía el rostro desfigurado, porque le habían cortado los labios al acusarle de blasfemia. Mientras lo arrastraban hasta la tortura, luchaba contra los guardias, y agarró un crucifijo que colgaba de una puerta y dio a un soldado un golpe tan fuerte que le abrió la cabeza en dos. Tras la sentencia, nos llevaron delante del castillo de Sant'Angelo, vestidos con aquella horrible túnica amarilla que nos habían colocado en la cárcel de Minerva. A él lo empujaron hacia el cepo, pero el golpe del hacha no fue certero, porque Marino no le había dado propina al verdugo y el hachazo, en consecuencia, no le arrancó la cabeza de cuajo. El torturador terminó de mala manera su trabajo con la espada. Vi su cuerpo arrojado sobre la leña, a los frailes ocupados en encender el fuego, y la lluvia que apagaba las llamas y formaba una columna de humo. Fueron las ultimas cosas que vi, porque inmediatamente después aquel verdugo me metió dos hierros candentes en las cuencas… —la voz se le volvió ronca por la emoción del recuerdo—. ¡Malditos quienes fueron la causa de mis sufrimientos!

—¡Maldición! ¡Maldición! —repitió al unísono la congregación de pordioseros que le rodeaba.

XXXIV. CANCIÓN DEL TRAIDOR

Roma, diciembre de 1756

C
ANCIÓN DEL TRAIDOR

Sí, tú vivirás; morirá el amigo honesto

que gastó su vida preservando la tuya.

Si, tú vivirás; por tu camino funesto

todavía la muerte no extendió el ropaje negro.

Tú no pasaste como una estrella favorable

a limpiar una lágrima, un dolor.

¡Tú vivirás! Tu huella otorga la desdicha,

¡y desapercibido pasa el traidor!

CANCIÓN DEL PATÍBULO

Me despido, hacha fatal,

de la ley el símbolo supremo,

de las culpas castigo solemne, mi esperanza y consuelo extremo.

Tú que veloz igual que un destello empujas al hombre al seno de la nada.

CANCIÓN DEL DÍA DEL CASTIGO

Cuando mi día llegue a la noche

arrojad mi cadáver a la alcantarilla:

¡Malditas! Oraciones no necesita

el árbol roto por el temporal de la ría.

Papel volante
.

Impreso en Roma, diciembre de 1756.

XXXV. UN CHAPARRÓN REPENTINO

Trieste, junio de 1768

U
N CHAPARRÓN REPENTINO DE LLUVIA HELADA. Los dos rápidamente se dirigieron corriendo hacia los soportales, pero no pudieron evitar mojarse los vestidos. Envuelto en un gabán frío por la lluvia, que ahora le molestaba, Camillo maldijo al caballero. Despotricando a media voz se dirigió hacia la posada Grande, sin prestar atención a si Winckelmann lo seguía: que se fuera al diablo, él con todos sus misterios.

Bajo los soportales adyacentes al puerto, en los talleres abiertos, todavía se trabajaba a la luz de quinqués humeantes: sentado en un taburete, un artesano con un delantal manchado sujetaba entre las rodillas un pequeño telar, en el que estaba terminando de trenzar el cabello de una peluca; un zapatero empalomaba hilos; el aguador lavaba vasos en un tonel; un vendedor de peines ponía en orden su mercancía, entre la que sobresalía un gran colmillo de elefante y un amplio surtido de cuernos.

A las ventanas del callejón de la Fame se asomaban mujeres excesivamente maquilladas, algunas vestidas con túnicas adheridas al cuerpo, y otras con estrechos corsés ajustados, pero todas con notables escotes y exhibiendo su cuerpo, listas para el ejercicio nocturno de su oficio. Una de ellas, arreglada a la manera turca con un turbante de tela rosa, mostraba unas tetas enormes apenas cubiertas con un chal de gasa. En un zaguán, a la luz de un quinqué inestable, un par de muchachos aburridos mascullaron algo y se rieron ruidosamente. Unos marineros, que bajo un pequeño soportal intentaban resguardarse de aquella lluvia fuerte y sesgada, parecían pensarse aquellas ofertas vulgares.

El caballero caminaba absorto en sus pensamientos, sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor, salvo para evitar pisar la basura que se acumulaba en el suelo.

El viento barría la calle, con una fuerza tan violenta que ni siquiera parecía natural y un quejido que parecía el grito de un ser desencarnado. Algunos mendigos se agolpaban en un cruce: enanos de expresión ridícula. Camillo se estremeció. El recuerdo de aquella noche, cuando su carroza se detuvo en Aquileia, palpitaba todavía en su mente como el resplandor de un relámpago…

Había sucedido tras una tarde de calor sofocante que incitaba a la pereza, y arrastraba con él los deseos y las energías. Fue el enésimo misterioso accidente que había alterado aquel desastroso viaje: se había roto el eje de las ruedas anteriores y la carroza se tuvo que detener forzosamente. Naturalmente el suceso había acentuado el malhumor del caballero. Y es que, desde que se habían marchado de Roma, unas semanas antes, todo parecía ir del revés. Camillo se había dado perfectamente cuenta de que en Johann Joachim Winckelmann se agitaba un sentimiento de alarma cada vez más fuerte, como si un oscuro terror le torturara el espíritu.

En espera de que la avería quedara arreglada, se habían marchado a dar un paseo por el campo, por detrás de la basílica. La extensión de hierba brillante salpicada del violeta de la lavanda marina pareció tranquilizar a Winckelmann por un instante. Arbustos y dunas, pantanos de lodo negro, un riachuelo que se abría camino con dificultad hacia el mar… Las charcas de agua salada que quedaban en las depresiones del terreno aparecían cubiertas por una espesura de hierbas palustres. Y, en lo más alto, la inmensa bóveda del cielo atravesada de vez en cuando por una bandada de pájaros salvajes con el cuello extendido, batiendo vigorosamente las alas. Al finalizar aquella zona pantanosa, un mar azul sin olas en el que se mecían algunas barcas de pescadores, se entreveían a lo lejos las estructuras de algunos armazones de cañas sobresaliendo de la superficie y destinados a la pesca nocturna. Aquella soledad emocionante, tras el ruido y el frenesí de los breves días venecianos, parecía haber reconfortado al caballero, que insistió en descender hacia unas ruinas romanas que un grupo de cazadores con chaquetas azules y verdes le indicó: una doble fila de cipreses negros bordeaba el sendero que llevaba hasta allí.

Nadie en los alrededores.

—Los campesinos de por aquí se mantienen alejados de las ruinas —les dijo un viejo sacerdote que encontraron en un cruce: un rostro caprino de sátiro, con orejas puntiagudas bajo una peluca enmarañada y los pantalones negros metidos en unas botas de caza—. Sabed, monseñores, que esta es tierra de supersticiones. Un lugar en el que perduran las influencias diabólicas o de alguna antigua maldición… —a Camillo le parecía que el viejo se reía ambiguamente con secreta satisfacción, mientras pronunciaba aquellas palabras antes de alejarse.

El caballero y el joven estaban más bien acalorados cuando se adentraron en la galería de los cipreses. Los troncos rectos tenían el aspecto de columnas y las oscuras copas eran tan densas, debido al trenzado de las ramas, que parecían una auténtica construcción.

—Tengo casi la impresión de recorrer la nave principal de un templo… —dijo Camillo en voz baja. El olor de las ramas de los cipreses era muy intenso y los pies pisaban el terreno sin ruido, como posándose sobre una espesa alfombra. Winckelmann asintió.

Se sentaron, apoyando la espalda en una antigua columna que yacía derribada, oculta entre enredaderas.

—Sería interesante explorar esta zona. Debe haber enterrados valiosos tesoros —dijo el caballero, también él en voz baja. Parecía cansado, a disgusto—. ¿No te da también la impresión, Camillo, de que alguien nos está observando? Como si este lugar tuviera cien ojos…

El joven secretario levantó los hombros. Estaba a punto de responder que se trataba de una sensación habitual en los lugares donde se percibe todavía la presencia del pasado, pero se quedó paralizado por un detalle que poco antes había pasado por alto… A veces se experimentan sensaciones que duran un instante; un momento basta para darse cuenta de la llamada de invitación que supone algún pequeño detalle: una pincelada del paisaje, la cinta en el pelo de una aldeana por un sendero polvoriento, la forma retorcida de un árbol desnudo que se perfila en un atardecer acalorado.

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