La secta de las catacumbas (20 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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Interrogado sobre si de las amenazas recibidas recordaba alguna, contestó:

—Me dijeron que no tenía que meter la nariz en asuntos que no tuvieran que ver conmigo, y que no me atreviera jamás a escribir una denuncia contra congregaciones que se ocupan de misas negras, por lo que intuí que se referían a la diabólica ceremonia que, involuntariamente, había presenciado dos noches antes. Me amenazaron diciendo que mi vida estaba en juego. Pero temiendo por mi salvación corporal, temo todavía más por mi salvación espiritual, por lo que siento no poder callar, convencido, como además lo estoy, de que la vida de alguien está en peligro.

Interrogado sobre si había reconocido a alguien de los que habían entrado en la casa, contestó.

—No vi a nadie, eran voces detrás de una puerta.

Interrogado para que describiera mejor a los enanos que se habían acercado a la cancela del huerto, y sobre si aquellos iban armados, contestó:

—Los enanos que vi en la reja iban armados. Uno, con una sonrisa terrible sin dientes, agarraba un puñal. El otro, que me pareció más tranquilo, portaba una pistola corta. El segundo tenía el pelo teñido de oscuro, demasiado brillante para ser natural. Vestía pantalones de rayas turquesas y blancas. Chalecos de paño claro. Zapatos polvorientos de punta cuadrada. Mejor no sabría describirlos, porque me asusté y me desmayé.

XXXVIII. BAJO LOS ARCOS DE LOS SOPORTALES

Trieste, junio de 1768

L
AS CALLES ADYACENTES AL PUERTO ESTABAN REPLETAS de almacenes y depósitos de mercancías. Un ir y venir de carros. Bajo los arcos de un soportal, dos trovadores llamaban la atención de los que por allí pasaban sobre un espectáculo extraordinario que estaba a punto de comenzar en un patio cercano. «Una historia de fechorías y engaños desvelados por la luz de la verdad», gritaba uno de ellos, huesudo y con un sombrero que le escondía la cabeza rapada. «¡El nuevo mundo! ¡Venid a ver lo que los poderosos quieren mantener escondido!», le apoyaba un tipo bajo que se había quedado casi sin voz de tanto gritar.

—También por aquí hay Linterneros —dijo Camillo—. En Roma sacan un montón de dinero… —y, dándose cuenta de que Winckelmann había desaparecido, lo buscó con la mirada. ¿Adónde se había marchado ahora? Lo entrevió en una esquina del patio, confundido entre los aldeanos que presenciaban el espectáculo. Se hizo espacio entre la multitud.

—Caballero, nos esperan en la posada Grande —trató de decirle, tirándole de la manga. Pero el otro le hizo un gesto para que se callara, los ojos clavados en la pared en la que, entre los «¡Oh!» maravillados de los allí presentes, se iban proyectando las imágenes. No le quedó otra cosa que resignarse y permanecer a su lado suspirando.

Sin embargo, poco a poco, el caso ilustrado por las figuras luminosas y por la voz de los trovadores captó su atención. Se trataba de un califa llamado Sultán, enamorado de una joven actriz llamada Zilamira, pobre pero dotada de un talento tan inmenso que era capaz de llegar a los corazones de todos los presentes con sus actuaciones. Una pérfida dama de la corte, celosa por las visitas que el califa hacía con frecuencia a la bella Zilamira, al principio intentó matarla con caramelos de arsénico, y luego le envió un ramo de flores con un perfume venenoso que la mató en pocas horas. Y como fondo la corrupta ciudad de Isfahán, o al menos eso decía el trovador, sin embargo, dejaba entrever, enfatizando ciertos puntos de su narración, que se trataba de algo bien distinto.

—Se refiere, y ni siquiera demasiado disimulada, a la historia de aquella actriz de la
Comédie Française
que causó revuelo hace unos años… —susurró Camillo al oído de Winckelmann—. Se llamaba… ah, sí, Adrienne Lecouvreur… Corría la voz de que una duquesa muy poderosa había pagado a su médico para que le suministrara por vía rectal una droga mortal. Fue un escándalo tremendo en la corte de Francia, pero la duquesa tenía tanto dinero que corrompió también a los jueces y a los policías para que todos guardaran silencio. Evidentemente estos trovadores han cambiado los nombres y disfrazado la historia para evitar la censura. ¡Qué listos!

Se apagaron en aquel momento las luces y Camillo abrió de par en par los ojos. Un momento antes las imágenes estaban allí, en la pared, llenas de vida secreta, y un momento después ya no estaban. Magia de verdad… La gente aplaudía con gusto.

—Señores míos, ¿habéis visto? La historia está encerrada en esta máquina. Invisible como un fantasma. Pero es necesaria la luz de una linterna para revelarla a todo el mundo. Y existe otro tipo de luz, la luz de la verdad, que de la misma forma hace visibles los delitos que permanecen escondidos en las tinieblas… —exclamó uno de los linterneros—. Pero en los próximos días os contaremos una historia todavía más cruel, sobre libros prohibidos e inocentes que pagan con la propia vida las culpas de otros personajes, que han conseguido escapar de la justicia gracias al dinero o a la protección de los poderosos, pero que merecerían acabar colgados de una soga —concluyó tendiendo la mano para recibir su recompensa.

Fue entonces cuando Winckelmann agarró la mano de Camillo.

—¡Vámonos de aquí! ¡Enseguida! —le dijo con un hilo de voz. Como si de repente sintiera una prisa enorme. Y, con grandes pasos, empujando a la concurrencia que se entretenía en comentar la historia recién terminada, alcanzó la salida del patio.

XXXIX. EL ABAJO FIRMANTE, GUARDIA PONTIFICIO

Lagunas de Comacchio, febrero de 1768

E
L ABAJO FIRMANTE, GUARDIA PONTIFICIO, Gramacci Arcangelo, a las cuatro de la mañana del 7 de febrero, recibió la denuncia de tres campesinos que, de camino hacia la embarcación que cruzaba el Po, en el lugar llamado Lágrima del Cojo, habían encontrado una carroza que parecía abandonada a la entrada de un cañaveral. Dicha carroza, una especie de silla cubierta, que tenía en la parte posterior un baúl muy alto, fue reconocida inmediatamente como la pequeña diligencia que realiza los despachos entre Venecia y Bolonia. Uno de los dos caballos estaba todavía enganchado, pero gravemente herido en el jarrete. Al otro, en cambio, lo echaron en falta. Unos pasos más allá yacía el cadáver del postillón. Sobre la hierba, esparcidas un poco por todas partes, había cartas ensangrentadas.

Los campesinos llegaron corriendo a la localidad donde se hallaba el puerto y me contaron cuanto habían visto. El jefe de las diligencias de correos del lugar mostraba ya su preocupación por que la carroza no llegaba en hora. Tras las primeras palabras, subimos con los otros guardias de un salto a nuestros caballos ensillados y nos dirigimos corriendo al lugar de la emboscada.

El espectáculo que se presentó ante nuestros ojos era horrible. El cadáver del desafortunado postillón apareció dividido en dos como consecuencia de un golpe de sable. Tenía el pecho abierto con tremendas heridas. La hierba pisoteada conservaba el rastro de numerosas huellas, que confirmaban que había opuesto una feroz resistencia.

En cambio, no había ningún rastro del cliente que viajaba en ella y que, como resultaba de los papeles de la estación de correos anterior, se trataba de un tal Rolando Vlaich, cantante del teatro San Lucas de Venecia. A poca distancia encontramos un tricornio gris, decorado con un cordoncito azul y un velo negro de luto, que seguramente no pertenecía al postillón. Había también una funda de un sable, otra de un cuchillo, un puñal ensangrentado con una cadenita atada a una gruesa cuerda. El último hallazgo macabro, unos pasos más allá, entre las cañas, fue una mano cortada dentro de un guante amarillo.

El cadáver estaba frío, por lo que presumimos que el delito debió producirse muchas horas antes, sin lugar a dudas la noche anterior. Excluimos que el móvil fuera el robo, porque entre los despachos con dinero que encontramos no se echó en falta ninguno.

Realizada la comunicación inmediata al fiscal de la ciudad de Ferrara, se me respondió que, encontrándose enfermo, delegaba en la persona del abajo firmante como jefe de los gendarmes de la embarcación. Me ocupé, por lo tanto, inmediatamente de las investigaciones. Y esto es cuanto he recogido.

María Fiora Malatesta, tabernera de Trefontane, vio a cuatro personas que se bajaron de un caballo delante de su puerta: un hombre alto con un sombrero de luto y tres bajitos de mal aspecto, con libreas de servidores color gris oscuro. Estos forasteros pidieron información sobre el paso de la diligencia que se dirigía a Venecia.

Luisina Talvezzi, conocida como la Testona, al servicio de la mencionada tabernera, vio a los cuatro y así los describía: el jefe, con traje de paño gris azulón, sombrero de tres puntas con una cinta violeta y un velo oscuro, un sable, el pelo rubio y corto; el otro, definitivamente un enano, con una chaqueta celeste y un chaleco rojo, sin sombrero; el tercero, con un gabán oscuro con el que intentaba esconder la joroba, los calzones del mismo color de lana y algodón, descalzo; el cuarto, sin dientes, con el gabán con el borde negro, la barba rojiza, el sombrero redondo y zapatos de militar.

El inspector de la guardia de Ferrara, por donde unas horas antes la diligencia había pasado, en cambio, ha ofrecido la descripción de Vlaich: alto, bien entrado en carnes, una frente amplia, los ojos castaños, el pelo algo canoso, en torno a los cuarenta y ocho años, con un traje de seda amarillo y los guantes del mismo color.

Las hipótesis que he tomado en consideración son, por ahora, dos: debido a que la mano cortada es de Vlaich, el susodicho fue asesinado y su cadáver escondido o secuestrado. Por lo tanto, he tomado medidas para difundir la descripción de Vlaich, en el supuesto de que alguien pueda ofrecer noticias suyas.

A la espera de instrucciones,

Gendarme Gramacci Arcangelo.

XL. LAS SORPRESAS DESAGRADABLES

Trieste, junio de 1768

L
AS SORPRESAS DESAGRADABLES DE AQUEL INFAUSTO día por desgracia no habían terminado: los soportales de la posada Grande hervían de guardias.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Camillo a un hombre que, rodeado por algunos curiosos, movía la cabeza y levantaba los ojos al cielo juntando las manos.

El otro se limitó a indicar con un gesto el soportal de al lado. Los dos se asomaron.

Lo primero que vieron fueron dos pies calzados de violeta, medio cubiertos. El muerto colgaba atado a una cuerda de un travesaño, meciéndose lentamente, como por puro capricho, gracias al viento nocturno. La cabeza doblada hacia un lado. La lengua que sobresalía entre los dientes. El brazo derecho al que le faltaba una mano.

Camillo y el caballero se quitaron instintivamente el sombrero y se santiguaron rápidamente.

—Es él, el caballero Winckelmann —dijo la voz del tabernero tras ellos—. El muerto llegó… —se trabucó mordiéndose la lengua y se corrigió inmediatamente con gran nerviosismo—. El hombre que ahora estáis viendo, llegó hoy por la tarde buscando al caballero Winckelmann, y yo le dije que volviera esta noche a la hora de cenar…

En ese momento, un tipo con el rostro grave, pelirrojo y vestido rigurosamente de negro, dio unos pasos hacia adelante y se presentó con rapidez.

—Soy el canciller Pichel de Ehrenlieb, encargado por el magistrado para completar la
notitia criminis
. Tengo que haceros algunas preguntas que tienen que ver con el difunto aquí presente, Rolando Vlaich.

Johann Joachim lo miró embobado, y le parecía revivir la escena de la detención de Tomaso y Marino, trece años antes… El registro de la carroza sí que había sido una sorpresa desagradable: quizás el soplo lo había dado el cochero, sospechando por el insólito peso del equipaje. Mientras los guardias examinaban los pasaportes, él y Vlaich habían estirado las piernas. «Había una sucia posada con una pérgola; bebimos un poco de vino malo y yo me pinché por acercarme imprudentemente a una chumbera…» Pero la espera fue mayor, por culpa de los pasaportes escritos en alemán, que los soldados no entendían. «Deberíamos haber desembolsado una propina al oficial de la aduana. Y todo habría ido sin problemas. Pero aquel tacaño de Vlaich insistía en que era un abuso…» Vlaich había perdido la calma, y movía los brazos; y quizás por ello los guardias comenzaron a registrar con furia la carroza… y fue entonces cuando salieron a la luz los libros de Voltaire. «Dios mío, ¿qué podíamos hacer llegados a ese punto? ¿Declararnos culpables? Pues claro que dejamos recaer las culpas en Marino y Tomaso, y alguna que otra moneda puesta en manos de los guardias convenció a todos de nuestra versión… No podía, claro está, dejar que me arrestaran. La princesa Wallenstein me esperaba en Paestum.» Naturalmente había susurrado al oído de Tomaso que haría todo lo posible para sacarle de la prisión. «Se me encogió el corazón al ver cómo se llevaban a aquellos dos pobrecillos esposados, pero no pude hacer nada. O ellos o yo. Tomaso parecía aceptar la detención dignamente, con resignación. En cambio, el otro, ese Marino, el siervo de Vlaich, se me encaró cuando intenté transmitirle fuerzas, dándole una palmadita en el hombro. Me escupió en la cara…» Intenté buscar apoyo entre algunos cardenales romanos conocidos suyos, pero no hubo nada que hacer. Me comunicaron que Tomaso había sido cegado, antes de volverse loco… «Me lo imagino: con aquellos terribles interrogatorios en el potro, las preguntas concisas, las contestaciones implacables, con ese furor que muestran siempre los inquisidores ante las páginas impresas. Una vez escuché a uno de ellos proclamar con candidez: "La Santa Iglesia necesitaría eliminar la invención de la imprenta". Y la cubierta del
Index librorum prohibitorum
lleva la imagen de una hoguera…»

Se limpió la frente con un pañuelo de seda. Reinaba un calor sofocante en la entrada de la posada, donde el canciller le había hecho acomodar: la breve tormenta de una hora antes no había aliviado el calor. En una esquina de la mesa, el escribano registraba su declaración. Delante de él, colocados en orden, una pila de hojas, un par de tinteros con diferentes tintas, el limpiaplumas y una botellita con arena. Pichel de Ehrenlieb se había colocado cerca de la ventana sobre un sillón forrado con terciopelo carmesí, que el tabernero había sacado de quién sabe dónde. Su rostro quedaba a la sombra, donde no se podían intuir sus pensamientos. Su secretario, gordito y rubio, estaba completando las preguntas habituales para el juramento de la persona que declaraba —nombre, nacimiento, cargo, procedencia, motivos de estancia en Trieste—, mientras su superior consultaba gravemente las hojas que el escribano le mostraba: las preguntas a la izquierda; las respuestas a la derecha, con una escritura grande y ordenada.

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