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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (23 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Con un suspiro observó, apoyada sobre la mesa, la carta que le había llegado de Viena dos días antes. Las típicas banalidades mundanas. En el norte, en la corte austríaca, por lo menos todo estaba tranquilo. Tenía que conservar la entereza. No le quedaba otra cosa que esperar la nave de Ancona. Luego, cuando se hubiera asegurado de que también en la corte papal se respiraba el mismo aire, decidiría qué hacer. Quizás había exagerado, dándole a aquel librito demasiada importancia.

Estuvo durante mucho tiempo asomado a la ventana, con la vista perdida en el puerto: el mar que se oscurecía agitado por el viento, los embarcaderos sacudidos por la lluvia. Le gustaban los muelles llenos de vida, con las naves y los pesqueros anclados y aquellos marineros robustos que le miraban de abajo arriba… La imposibilidad de salir de la posada para su paseo diario, antes de cenar, le molestó bastante. Era casi un sentimiento de impotencia. Ninguna nave llegaría con aquella tormenta, le habían repetido en varias ocasiones en los últimos días. Quizás dentro de una semana. ¿Resistiría así tanto tiempo en aquella ciudad maldita? Le pareció percibir un peligro, aunque vago, en su propia esencia corporal, como si le presionara en Trieste un sentimiento de inmovilidad fatalista. Cuerpo y espíritu prisioneros en un extraño asedio. Oyó la lluvia que caía con estruendo.

El campanario de una torre dio la hora. En las casas de alrededor comenzaban a encenderse las luces, algunos cristales brillaban como fuegos fatuos. Más gente obligada a quedarse en casa. Se preguntó si le ocurriría lo mismo a todas esas sombras que entreveía en las ventanas, y si ellos también contemplarían el exterior, con el oído apenas acariciado por el ajetreo de las mujeres en casa. «Y quizás así aparece también mi figura ante sus ojos. El mismo fantasma inmóvil delante de la ventana abierta, y como ellos, incapaz de salir.» Por un instante, tuvo la impresión de que una larga fila de fantasmas se agitaban a su alrededor en la bruma del atardecer.

Se sacudió aquella melancolía más propia de una tarde de otoño y abandonó su puesto de observación. Se refrescó la cara en el barreño esmaltado, después se quitó la bata burdeos y la dobló en el respaldo de la silla. Procedió a la elección de la camisa, el instante de incerteza entre la chaqueta ligera y la más gruesa. Sin embargo, los pensamientos de unos momentos antes, favorecidos quizás por la cotidianeidad de la operación, no dejaban mientras tanto de pasarle por la cabeza. ¿Tenía que intentar ponerse en contacto con Tomaso y pagar por su silencio? La vileza pasada, una vez que saliera a la luz, podría derribarle del pedestal de riqueza y fama que había construido tan fatigosamente. «Antes que eso, mejor pagar. Cualquier precio.»

Razonamientos tranquilizadores, pero ahora, concentrado en abotonarse la camisa como si no tuviera otras preocupaciones más urgentes, todos los remedios le sonaban inútiles. Como si le presionara los hombros una oscuridad inexplorada y sin límites, en la que anidaban otros peligros más oscuros. Seguramente, se dijo, en la desesperación que le invadía se reflejaba el estado de ánimo de aquella parada, aparentemente sin motivos, en Trieste. Por otro lado, el horror de la muerte de Vlaich estaba todavía demasiado presente en su mente para que no le condicionara.

Llamaron. Ordenó que entraran. Era un sirviente de la posada que le preguntaba si necesitaba agua caliente. De vejez indefinida, espalda jorobada y manos temblorosas, mostraba una sonrisa torcida en el rostro. Winckelmann se quejó de que era demasiado tarde, pero luego le hizo una señal para que dejara la jarra encima de la mesa de aseo.

Cuando el siervo se fue —«¿Pero dónde he visto ya esa horrible cara?»—, se refrescó de nuevo el rostro y se arregló el pelo. En el espejo vio sus propios rasgos tensos. «Noto en la sien cada latido del corazón. Una barriga flácida, una respiración jadeante, un hormigueo al orinar, el asunto que ya no se levanta: es larga la lista de las señales del envejecimiento. Cuando se es joven, el cuerpo es el que se ve; cuando los años son demasiados, se convierte en una máscara. ¿Qué poeta ha dicho que es más triste la deformación del físico que el final propio y verdadero? Soy una pintura antigua que pierde su esmalte devorado por el tiempo. Y no existen pinceladas para los retoques.»

Le entraron unas ganas enormes de juventud a su alrededor y pensó en ese tal Francesco, que Camillo le había presentado dos días antes: sobre los treinta, con el rostro delgado, el pelo castaño recogido en una coleta, grandes ojos negros que contrastaban con la piel pálida y descolorida, que mostraba alguna que otra señal de viruela. Un joven extraño, que parecía tener sus propios caminos de acceso a la mala vida triestina. Sin lugar a dudas, una vida anterior violenta. «Sin embargo, interesante y, a su modo, guapetón. Y todavía lo sería más, si dejara de poner nerviosos a los demás, dando vueltas a ese rubí que lleva en el dedo… Bonita piedra, costará un ojo de la cara, probablemente la ha robado.»

Aquella misma mañana lo había sorprendido junto a su secretario mientras confabulaban en voz baja. Según su opinión, Camillo estaba enrojecido hasta la raíz del pelo, al contrario que ese Francesco que se había puesto todavía más pálido, con las cejas tensas en una línea recta dirigida hacia la nariz. ¿Estarían tramando algo a sus espaldas? Desde hacía algún tiempo, Camillo le parecía cambiado.

Se enfadó consigo mismo. «Me estoy volviendo loco, por eso ahora veo sombras y secretos por todas partes.» El desagradable asunto de Vlaich, de verdad, se había transformado en una pesadilla. «¿Dónde está la tranquilidad imperturbable de la que presumías tanto, querido Joachim?»

XLVI. NO FUE COMO DEBERÍA

Roma, febrero de 1772

N
O FUE COMO DEBERÍA HABER SIDO —DIJO bruscamente el jorobado Sebastian. Resoplaba, contando la muerte de Johann Joachim Winckelmann como si se tratara de un asunto que había ido mal—. No fue alcanzado por la venganza de la Confraternidad, a pesar de todo el esfuerzo que realizamos los Avispones. Esto te lo tengo que decir, suizo, porque a mí las historias me gusta contarlas hasta el final. Y Tomaso nunca te diría la verdad.

Heinrich se tambaleó.

—Entonces, ¿qué ocurrió en Trieste?

—Montamos mil controles, habíamos soltado Soplones por todas partes. Sabíamos en cada momento dónde estaba y qué haría a continuación. Había un siervo de la posada, que lo vigilaba por nuestra cuenta, sobre todo cuando en la habitación del alemán entraba cierto joven, ya me entiendes, uno de esos a los que la gente como el caballero pagaba por algunos servicios especiales. No sé si me explico…

Heinrich asintió, sin decir una palabra, ya fuera por el temor de interrumpir las confesiones de Sebastian, o porque estaba muy ocupado en mirar a su alrededor sin llamar demasiado la atención. Estaban sentados en una mesa, el jorobado y él. La cena había terminado. Más que cualquiera de las muchas cavernas en las que había estado en los últimos días, el lugar tenía toda la pinta de ser la bodega de un edificio. «Quizás las catacumbas se extienden hasta por debajo de las casas del centro de Roma.» Pero no podía jurarlo, en la penumbra que reinaba allá abajo todas las cosas parecían vagas. Abrió bien el oído por si notaba sonidos insólitos. «Si gritaba, ¿alguien le escucharía allá arriba? Era poco probable.»

—Le dimos un susto de muerte, eso sí —continuó Sebastian—, pero al final fue asesinado por casualidad. Se trató de un asunto de deseos amorosos no satisfechos. O de una pelea sobre el precio de aquellos favores de los que te he hablado antes. Aquel tipo, el prostituto, sacó el cuchillo, y zas, acabó con el caballero.

—¿Y después? —preguntó el joven lleno de curiosidad.

—¿Después qué? ¿Qué importa lo que ocurrió después? Abre bien los oídos, suizo. Lo que escucharás decir por boca de otros no son más que habladurías propias de las lavanderas. En un delito solo esto es lo que cuenta: la sangre, un cuerpo que no se mueve más, el arma o los golpes, el cráneo roto, el pecho abierto, la cara que comienza a adquirir el color azul… Déjame decirlo, que yo he visto muchos muertos, puesto que los Avispones ejercemos en la Gran Confraternidad, ¿te has dado cuenta, no?, el papel de…

—De informadores —le interrumpió Heinrich, con una sonrisa imperceptible.

—No, esos están por debajo de nosotros, son los Soplones. Nosotros somos los que buscamos las noticias y seguimos las pistas a otros niveles muy diferentes: seguimos a nuestra presa y no la abandonamos. A pie, a caballo, incluso por mar, soportando las pataletas de nuestras barrigas. Hasta que conseguimos eliminar al sujeto que nos han asignado. Y Milady es extraordinaria como guía. Ella pone verdadera pasión en este trabajo… Eh, querido, somos una de las hermandades mejor organizadas del mundo. Tenemos cuatro sedes, además de la de Roma: una en España, en Pamplona; la segunda en Alemania, cerca de Múnich; la tercera en Francia, cerca de Bourbonne-les-Bains; y la última en Inglaterra, en el condado de York. Hablaba con vanidad el jorobado, casi con orgullo. Como si la asociación a la que pertenecía no agrupara a los más canallas de la tierra.

Con cada frase que se añadía a la conversación, Heinrich sentía crecer dentro de sí un profundo disgusto.

—Una profesión peligrosa, la vuestra, siempre con la policía detrás de los talones —observó con mucho cuidado.

—Bien dicho —se rio el otro—, pero Milady tiene amigos poderosos. Y la policía no puede entrar en las embajadas extranjeras o en las iglesias. Sin tener en cuenta que, por todas partes, hay parroquias que gozan de privilegios e inmunidades particulares, y que nos dan asilo a cambio de… —e hizo con los dedos un gesto de contar monedas.

La cabeza le pesaba, y la preocupación oprimía el estómago de Heinrich. Apretó los dientes.

—Volvamos adonde habíamos empezado esta conversación. Si tú dices la verdad, quiere decir que Milady y Tomaso me han mentido. Han sostenido siempre que consiguieron hacérsela pagar a Winckelmann…

—Escúchame bien, suizo de las narices: la vida no es como el teatro de marionetas, donde hay una historia, y si Pulchinela hace ciertas cosas, las consecuencias son inevitables. En la vida de verdad todo es diferente, las cosas son tal y como vienen, y es necesario aceptarlo —se humedeció los labios, como si tuviera la boca seca, y luego prosiguió—. Yo te he dicho la verdad. Si no te lo quieres creer, eres libre de marcharte y que te den.

Parecía verdaderamente ofendido. Heinrich se excusó. El otro continuó resoplando.

—Lo que yo sé es que no lo ha matado uno de nosotros. Pero al final, ¿qué importancia tiene? Es el resultado lo que cuenta, y yo a ese lo vi muerto de verdad. Con mis ojos. Con aquel pelota de secretario que se le tiraba encima y andaba como un loco. Miré su cadáver a la cara, cuando fui con el carpintero, también uno de los nuestros, para que le tomara las medidas del ataúd. Muerto en el acto, te lo digo —se sirvió un último vaso de vino de una jarra que había permanecido encima de la mesa—. De todos modos, que a los Avispones nos hayan robado la satisfacción del final no es algo que haga reír mucho. Pero aquel tipo que nos quitó el trabajo, aquel prostituto de mierda, lo ha pagado caro —se carcajeó de mal modo—. Oh, sí que lo ha pagado caro.

XLVII. EN CUANTO FRANCESCO LLAMÓ

Trieste, junio de 1768

E
N CUANTO FRANCESCO LLAMÓ A LA PUERTA DE LA HABITACIÓN, Winckelmann abrió, y al verlo retrocedió sonriendo para dejarle pasar. Colocó dos vasos en la mesa y le invitó a sentarse, algo que el joven hizo de mala gana, casi resoplando.

En efecto, Francesco había venido para pedirle dinero a su cliente alemán. A fin de cuentas, el plan delictivo que le había propuesto Camillo Valle —acabar con Winckelmann, robarle y quitarle todo el dinero y las cartas de crédito que llevaba consigo— no le interesaba tanto. No quería ensuciarse con un crimen. Más bien, sin riesgos, sacarle el dinero a ese viejo, revelándole la traición de Camillo. Miró al caballero. Con la mirada perdida saboreó el vino que le había ofrecido. Qué estúpido este alemán. Ni siquiera se había dado cuenta de todo lo que su secretario estaba tramando contra él. Y qué tipo ese Valle. Conocía a la perfección el arte de disimular. Era alguien con quien había que tener cuidado… En el rostro se le dibujó una mueca.

Francesco bebió el vino con desgana. El corazón le latía con fuerza, no se decidía a sacar el argumento. Él no había sido nunca una persona de muchas palabras. La acción le gustaba: si se trataba de pelearse o clavarle un cuchillo a alguien, no se echaba hacia atrás, pero las palabras siempre habían representado para él un gran problema… «¡Explícame un poco!», le amenazaba su padre cuando estaba borracho, y a él, que era solo un chiquillo, se le hacía un nudo en la garganta y se le paralizaba la voz. «Las palabras no son más que gilipolleces», pensó. Como esas expresiones cortantes de su madre, que lo herían cada vez que iba a verla, apartando la mejilla que él habría querido besar: nunca le había perdonado que lo echaran de la casa del conde Stanich con la acusación de
obscena lascivia
. Pero ¿qué tenían que ver ahora aquellos desagradables recuerdos? Sí, era un prostituto, todos lo sabían. Y a todos los odiaba. Ellos, sus clientes acaudalados que se hacían pasar por personas de bien, como ese alemán imbécil y su estúpido secretario.

Winckelmann le sirvió otra copa. El joven observó fugazmente el vaso del otro, todavía lleno. En la mesa, llena de cartas y de libros, había una pequeña estatua de efebo. Brillaba, ¿sería de oro? Y un abrecartas con la empuñadura de marfil. Claro, este tontorrón debía tener dinero a manos llenas.

El caballero se sentó de nuevo en el sofá. Se le veían las piernas desnudas bajo la bata.

—Llueve —dijo al cabo de un rato, como si se tratara de una conversación sin pensamientos.

«Qué estúpido.» Francesco suspiró abandonándose en el respaldo de su silla, en espera de que el otro le diera un motivo para llevar la conversación al asunto económico. Detrás del balcón medio cerrado se escuchaban las voces del callejón. Imaginó las conversaciones del tabernero que se hallaba en la planta de abajo, los comentarios típicos sobre su visita al caballero. Presa del nerviosismo se levantó: quería concluir el asunto lo antes posible. Winckelmann no dejaba de dar vueltas a un anillo en el dedo anular. El gesto de su padre cuando se sentía cohibido. Recordó la triste atmósfera de las comidas en su casa, cuando era niño. Aquellos silencios lúgubres, como si hubiera muerto alguien. El recuerdo le molestó. Tuvo ganas de golpear su frente contra la pared, con la misma furia que lo devoraba cuando se encontraba delante de su padre. Consumido de exasperación. Su padre, que ciertas veces inexplicablemente se serenaba e, intentando ser conciliador, le ofrecía algo de vino. Y entonces él obstinadamente se negaba diciendo que prefería agua, sólo por el placer de hacer lo contrario a lo que le decían.

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