La secta de las catacumbas (24 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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En los días anteriores, Francesco había estudiado durante largo tiempo la forma de acercarse a Johann Joachim Winckelmann. Un hombre maduro, ocioso. Seguramente rico y asqueroso. Un loco, capaz de ponerse chorreando con la lluvia que caía con fuerza en su deseo de observar algún bajorrelieve antiguo.

Un espejo dentro de un marco muy fino de madera dorada estaba colgado encima del sofá donde Winckelmann permanecía sentado. Reflejó a Francesco, su rostro pálido y desfigurado por la viruela. Las cejas casi unidas entre ellas. Le cruzó de nuevo por la mente la fantasía de golpear la pared a cabezazos, los puños cerrados colgando del cuerpo, que romperían en pedazos el espejo. Y pensó que tenía ganas de penetrar con furia en aquel mundo de lujos y comodidades que siempre le habían sido negados. Avanzó hacia la pared, premio o destino, inclinándose hacia el alemán.

Acercó la cabeza, la apoyó contra la boca del caballero y el otro le echó hacia atrás el pelo, lo mordió y alargó dulcemente la lengua para sentir el gusto amargo y acre de su oreja.

Sintió sonidos débiles detrás de la puerta que comunicaba con la habitación del secretario. ¿Camillo Valle estaba detrás, listo para la emboscada? Volvió a pensar en la tarde del día anterior, cuando el joven secretario había concertado una cita en un bonito café del centro, junto a un tablero de ajedrez. En los primeros veinte minutos, Camillo había intentado incluso explicarle las reglas del juego, pero para Francesco aquello fue peor que el árabe: las casillas vacías del tablero le creaban incluso un sentimiento de vértigo…

Luego, habían ido a buscar un dormitorio en un edificio donde alquilaban las habitaciones y habían hecho el amor. No, no era la palabra apropiada. No había amor en los ojos de Camillo. «Uno siente cuando hay amor.» Francesco no había conseguido entender en ese momento lo que el otro quería de él. Solo más tarde, cuando Camillo había comenzado a hablarle del caballero —de lo harto que estaba de permanecer a su servicio, de lo fácil que habría sido comenzar una nueva vida en otro lado si hubiera tenido en el bolsillo el dinero que Winckelmann poseía…—, había comenzado entre ellos aquel oscuro trato de proyectos de robo y delito, casi como sí fuera un juego. Sobre todo, cuando Camillo decía que se había enamorado de Francesco, y que quería librarse de Winckelmann para vivir con toda la libertad posible una auténtica y nueva relación de amor. De todos modos, si lo pensaba bien ahora, el joven había actuado con vaguedad. «Aquel hipócrita de Camillo era frío y rígido incluso mientras se dejaba joder, aunque murmurara: "Francesco, haz lo que quieras conmigo".»

Pero él no había nacido ayer y no se había creído nada. No había venido todavía al mundo el que pudiera engañar a Francesco Arcangeli, y mucho menos ese petimetre de Camillo Valle.

Dulcemente Winckelmann sujetó la cabeza del joven, con la misma delicadeza con la que tomaría un objeto antiguo entre sus manos. Sonó el golpe de una persiana, y el ruido pareció prender una chispa alegre en sus ojos, que se empequeñecieron.

Fue entonces cuando Francesco se decidió bruscamente y comenzó a hablar. Un río de palabras, en donde había de todo, empezó a fluir: la traición de Camillo y el proyecto del robo, sin dejar a un lado las relaciones de Camillo con una oscura Confraternidad, dedicada a los asesinatos de los poderosos, sobre la que Francesco había tenido noticias, gracias a la amistad que mantenía con los mendigos del puerto.

Winckelmann no reaccionó. Un largo y oscuro silencio, pero era evidente que por la cabeza le estaban pasando los pensamientos más negros. Masculló algo que Francesco no entendió: una oscura frase sobre la ceguera de cierta Titania… El joven vio cómo los ojos del caballero se oscurecían —odio o desesperación, o quizás ambos—, mientras se lanzaba sobre él con el abrecartas en la mano. Los pies de ambos se movieron al ritmo de una danza salvaje. El joven consiguió agarrar el abrecartas y arrancárselo de la mano.

«Es ligera una cuchilla en las manos de un hombre. Una seda sobre el cuello de un hombre.» Francesco llevaba en las mejillas un par de cicatrices, recuerdo de armas brillantes y afiladas que le habían acariciado el rostro como una espina de pescado. Pero nadie sabe lo que es clavar una cuchilla en el cuerpo de un ser humano hasta que no lo hace. «Es un peso que parece una piedra maciza. Como si toda la vida de un hombre intenta oponerse al hecho de que la muerte entre por ese agujero.» Al menos fue lo que le ocurrió a Francesco. En aquel momento, el abrecartas pareció convertirse en sus manos en algo tan pesado como una piedra. Porque en aquella situación uno siente las costillas, los músculos del otro, incluso los latidos de su corazón. Y Francesco Arcangeli podía percibir el de Winckelmann, que latía como un tambor. Las propias manos y las del alemán apretando juntos la cuchilla. Las manos del caballero unidas a las suyas como si estuvieran rezando, como si quisieran ayudarle a clavarle el arma en el vientre.

Y luego los enormes ojos abiertos del muerto caído pesadamente al suelo.

Fue entonces cuando Camillo Valle saltó tras la puerta de la habitación de al lado. Francesco lo vio inclinarse sobre él, golpeándolo en la cabeza con la estatuilla de efebo. Y le oyó gritar: «¡Asesino! ¡Perro! ¡Venid, a por él! ¡Han asesinado al caballero!».

Francesco se perdió en una pesadilla que tenía el color de los ojos del muerto. Sabor de sangre en la boca, como si hubiera tragado unas moneditas de cobre. Intentó despertarse, escuchaba a lo lejos a Camillo gritar. Le rodearon, alguien le dio una patada y le llamó repetidas veces
perro
. Deseó encontrar una guarida donde esconderse. «¡Perro!» Los ojos de Johann Joachim Winckelmann. El color de un pozo oscuro, una pieza de ajedrez que se perdía en la oscuridad del pozo, y Francesco hacía de todo por encontrarla, pero se trataba de una figura negra.

Recobró el conocimiento a duras penas. Se sentía dolorido por todas partes, tenían que haberle golpeado. Además, le habían atado fuertemente las muñecas, detrás de la espalda. No conseguía mantener los ojos abiertos.

—Imputado Francesco Arcangeli, frente a vos está el canciller imperial Pichel de Ehrenlieb, que redactará el expediente procesal que os incumbe —dijo una voz nasal—. ¿Reconocéis a este sujeto? —la misma voz, después de un breve silencio.

—Vino varias veces buscando a su excelencia… Eh, ya decía yo que terminaría mal. Un tonto como ese… —respondió un tono cantarín, en el que Francesco reconoció el habla del tabernero—. Llegó por la mañana, pasadas las nueve. Afortunadamente el señor Camillo se hallaba en una habitación cercana y oyó unos ruidos sospechosos.

—Me preocupé cuando oí aquel ruido sordo, y luego los golpes, como si estuvieran peleando. Al final, el caballero gritó y yo me precipité dentro. Qué horror… —la voz de Camillo Valle procedía del fondo de la habitación.

¿Winckelmann estaba vivo o muerto? Se preguntó Francesco, intentando abrir los ojos. Sintió que Camillo decía:

—El caballero está muy mal. No, no puede hablar, dejadlo en mis manos, tiene que descansar.

El interrogatorio, entremezclado con los empellones con los que los dos guardias lo sentaban cuando se resbalaba del taburete, le pareció larguísimo. Francesco Arcangeli sentía la cabeza darle vueltas y no conseguía mantener los ojos abiertos.

Escuchó al canciller rogarle muchas veces al escribano.

—Preocupaos de realizar el verbal con orden. Las preguntas en la parte de la izquierda, las respuestas a la derecha.

Y luego la voz de Camillo desfigurada por una especie de sollozo:

—¡Ha muerto! ¡El caballero ha muerto! —seguida por un murmullo de consternación.

Desconsolado, Francesco pensó que jamás los guardias habrían creído la verdad, es decir, que Winckelmann se había hecho matar. Vio de nuevo la escena en su pensamiento, sintió el gesto del alemán mientras le cogía las manos y se clavaba el abrecartas en el vientre. «Pobre desgraciado que soy: me han engañado a lo grande.» Y tras este pensamiento dejó de oponer resistencia.

XLVIII. EXPEDIENTE CRIMINAL CONTRA FRANC

Trieste, julio de 1768

Expediente Criminal contra Franc. Arcangeli

en puncto omicidii.

D
ÍA OCHO DE JUNIO DEL CORRIENTE AÑO, POR LA mañana, este canciller Pichel de Ehrenlieb fue llamado con urgencia a la posada Grande, ubicada en las cercanías del puerto. Conducido por el tabernero, subió a la habitación del caballero alemán Johann Joachim Winckelmann quien, con una gran herida en el pecho, se hallaba sobre el sofá boca arriba, ayudado por su secretario Camillo Valle, que se prodigaba alrededor de él de todas las maneras. Se hizo lo imposible para que el herido hablara. El caballero parecía querer decir algo, pero el secretario hizo justamente notar que no era oportuno cansarlo todavía más. De todos modos, el herido dio a entender que deseaba una pluma y papel para redactar con sus últimas fuerzas un testamento, donde nombraba como único legatario a un cantante romano, cierto Domenico Annibali. Una vez hecho, se dejó ir con desvaríos de moribundo.

En cuanto al criminal que le había herido, las pruebas eran evidentes, ya que el asesino, un tal Francesco Arcangeli, con una camisa de tela cruda propia de los que trabajan en los hornos, yacía en el suelo atontado tras un golpe providencial del secretario, que había intervenido apenas se produjo la discusión entre el caballero y su asaltante.

Al producirse la muerte del caballero poco después, se procedió a enviar la
notitia criminis
al aguacil y a llevar al arriba mencionado Arcangeli a prisión, donde le fue presentada contextualmente el arma del delito que reconoció inmediatamente como propia. Examinados los testigos, se transcribieron los autos: que dicho Arcangeli Francesco, hornero de treinta y cuatro años, de estatura ordinaria y delgado de cintura, con barba y el pelo recogido de color castaño oscuro, con la piel del rostro clara donde sobresalía una señal de viruela, era conocido en la ciudad como prostituto. El tabernero declaró además que, en cuanto entró en la habitación, había escuchado al caballero en su delirio de moribundo repetir un par de veces: «También tú, animal», aunque nadie entendió el significado. Al final del interrogatorio de los testigos, el asesino se proclamó inocente, dejando caer acusaciones contra Camillo Valle. No se ha manifestado ninguna sombra de culpabilidad hacia el recién mencionado Valle, que según todos es honrado, de buenas costumbres y exento de cualquier opinión sospechosa. Este canciller proveyó enviar a Arcangeli a torturarlo, donde inmediatamente confesó sin ambages.

En conclusión de los autos del proceso, se comunica que con fecha de hoy, día 22 de julio de 1768, se ha cumplido justicia en la plaza pública del mercado.

XLIX. UN ROSTRO NEGRO INCLINADO SOBRE ÉL

Roma, febrero de 1772

U
N ROSTRO NEGRO INCLINADO SOBRE ÉL. UNA boca de mujer. Una sonrisa inquietante de dientes afilados, más divertida que malvada. Una larga cicatriz que atravesaba las mejillas. Las orejas cortadas. Heinrich reconoció a la negra al servicio de Milady.

—Toma —le dijo la mujer—, quiero que tú tengas esto. Pero no se lo digas a Jacobus o a Sebastian. Es más, no se lo menciones a nadie.

—¿Qué es? —preguntó Heinrich mirando aquella especie de estuche oscuro que la negra le estaba metiendo en el bolsillo de la chaqueta.

La pregunta le salió instintivamente, como también el gesto de agarrar por la manga a Sans-Peur.

—Lo sabrás a su debido tiempo —respondió la negra—. En el momento oportuno te será útil. Siempre que tengas el valor de escapar… —y lo miró con disimulo, casi con ironía.

—Y, ¿cómo es que me quieres ayudar? —le preguntó Heinrich, repentinamente desconfiado. En el fondo, Sans-Peur era una persona de la confianza de Milady.

—No amo la esclavitud, ni la mía, ni la de los demás. Durante mucho tiempo he vivido con cadenas, en la isla de Trinidad, al otro lado del mar: una larga colección de azotes, orejas cortadas y un anillo de hierro de diez libras en el tobillo, porque en dos ocasiones intenté escapar. Sans-Peur era el nombre que los propietarios franceses daban a los rebeldes como yo… —el rostro de la negra quedó atravesado por un gesto, la cicatriz que le desfiguraba las mejillas reveló un temblor—. Cada hombre tiene que ser libre de ir a donde quiera, de hacer lo que quiera. Así lo pienso —luego extrajo del bolsillo una cantimplora roja y se la entregó—. Bebe, te dará valor.

—¿Qué es? —le preguntó Heinrich.

—Un elixir de hierbas que solo yo conozco. Deja de perder el tiempo con preguntas estúpidas. Tómatelo rápidamente, podría venir alguien.

El joven le dio un trago. Un sabor amargo, que se pegaba a los dientes. «¿Y si fuera un veneno? ¿Y entonces? ¿Qué importa?»

—Todo —ordenó Sans-Peur.

Heinrich obedeció. Se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Para ti podría ser peligroso ayudarme. Milady y su Confraternidad son poderosos y vengativos —susurró Heinrich. No se fiaba todavía, pero le tenía agarrada la manga para que no se marchara.

—En primer lugar, yo soy Sans-Peur, el mismo nombre te dice que no sé lo que es el miedo. En segundo lugar, no me gustan los hombres enjaulados. En tercer lugar, tú eres quien está en peligro, no yo —y dicho esto, la negra se soltó de un empujón y desapareció velozmente por un túnel oscuro.

A Heinrich le pareció escuchar muy lejos, su voz que repetía.

—Llegará muy pronto tu momento…

Se sentía agotado, el desfallecimiento se adueñó de él, quedándose dormido.

Se despertó con los gestos bruscos de Jacobus. ¿Había sido sólo un sueño?

—Vamos, señorito, nos trasladamos.

—¿Me puedo ir? ¿Me dejáis libre?

—Suizo, ¿pero te has vuelto loco? He dicho solo que cambiamos de sitio, te llevo a otra parte.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

El enano resopló.

—Demasiadas preguntas para mi gusto. Tengo la orden de escoltarte hasta donde está Tomaso, y yo te llevo. Así que deja de hacer preguntas y sígueme.

Heinrich se puso en pie y se encaminó tras el enano, que se había colado a toda velocidad por una galería. El sueño —¿o quizás se trataba todavía del elixir de Sans-Peur?— debía de haberle sentado bien, porque no realizaba ningún esfuerzo siguiendo la lámpara de aceite que Jacobus llevaba sobre el hombro, aunque la luz era apenas suficiente para iluminar un terreno bastante accidentado.

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