Roma, enero de 1772
U
N DESORDENADO RUIDO DE ZUECOS. Y LUEGO susurros, risas…
—¿Qué ocurre? —le preguntó Heinrich en la oscuridad.
—Oh, nada. Son nuestras Palomitas listas para la prueba, junto a su maestra, Tetas de Hierro.
—Vaya nombre…
Jacobus se carcajeó.
—Desde que el comandante de la guardia pontificia ha promulgado la orden de que ninguna Palomita que ejercite la profesión pueda llevar el nombre de una santa, nos hemos tenido que adecuar…
—Ah, esa profesión… —dijo Heinrich, tragando saliva—. Pero, ¿qué tipo de prueba es?
—¿Qué pretendes? ¿Qué su hermandad las acoja sin comprobar que sirven para ello? Tienen que tener las caderas anchas y la naturaleza hábil. Es necesario verificar que estén desvirgadas y huérfanas. Tetas de Hierro les enseña a pintarse de rojo los labios y las mejillas, a blanquearse las tetas con polvos de mármol, a depilarse. Sus estudios son largos, suizo, y sobre todo su escuela es severa, porque lo más importante para una Palomita es saber obedecer y callarse —se quejó a su derecha Tomaso, en tono absolutamente serio—. Como dice Aristóteles, o quizás fuera Platón, ya no lo recuerdo, pero se trata con total seguridad de un sabiondo de aquellos tiempos: en todas las comunidades de mujeres, conventos o prostíbulos, es indispensable la disciplina. ¿Correcto, Moira?
Heinrich se perdió la respuesta del impresor, porque las risillas y los inequívocos perfumes de las que Tomaso había llamado Palomitas se habían acercado tanto que le revolvían el estómago. Sintió alientos calientes a su alrededor.
Jacobus se reía.
—Eh, señorito, si pudieras ver, aquí tendrías buena materia prima para tu pintura. Aquí tenemos a la Napolitana: muslos duros, pechos un poco caídos, pero desvergonzada como pocas; esta otra se llama Hocico de Perro, porque los rasgos de su rostro no son su fuerte, pero es bien gruesa y peluda; también está Uvapasa con la piel blanca y pecas, incluso en las partes más ocultas… y la Gran Turca, la Esclavona, la Culobajo, la Faraona, la Leonesa… Son las últimas en incorporarse a la Confraternidad y Tetas de Hierro las ha preparado a conciencia.
Sebastián, que desde hacía un rato permanecía en silencio, se inclinó hacia delante:
—Entonces veamos si están listas.
—Lo estamos, lo estamos —se escucharon sus voces agudas y jóvenes.
Al principio a Heinrich le costó trabajo comprender los sonidos que siguieron: rumores, la paja sacudida, los taburetes desplazados; luego hubo un largo momento de silencio inmóvil, casi de piedra; y por último, poco a poco, comenzó a distinguir los jadeos, suspiros, gemidos e imprecaciones, y un aullido apagado casi de animal. «¿Dónde están? Aquí, ¿ante mí? Pero, ¿qué presencia, Heinrich, si estás cegado? Y, no obstante, incluso sin imágenes, estos sonidos indecentes me agitan, me provocan, me hieren. Me gustaría retroceder pero, me siento torpe con esta venda. ¿De verdad a mí, Heinrich Füssli, en la plenitud de la vida, prisionero en la oscuridad, en una maldita cueva bajo la ciudad
caput mundi
, me está ocurriendo todo esto? ¿Qué tendré que soportar todavía? Quién sabe si también Johann Joachim Winckelmann soportó esta pesadilla. Pobre caballero, qué muerte más desgraciada, qué mal acabó su talento. Y ahora me toca a mí decidir qué hacer, cómo comportarme en esta situación. Cómo salir vivo de aquí. Depende de mí, en cierto modo.»
Alguien le dio una palmada en el hombro.
—Bebe, suizo.
Unos minutos más tarde tuvo la impresión de estar tumbado sobre un banco tambaleante, tan atontado y rígido que no podía mover ni siquiera una mano. «Tenía un sabor extraño el vino que me han ofrecido… ¿un veneno?» Tuvo la impresión de que alguien lo tiraba al suelo y lo arrastraba más allá. La venda debió caérsele con ese movimiento, porque le pareció diferenciar un batiburrillo de piernas desnudas y el temblor de algunas velas. Manos callosas le estaban tocando, comenzaban a registrarlo. Escuchó unas risas débiles y lejanas.
—Ahí viene la esposita…
«Oh, Dios mío, qué me están haciendo.» Luego se quedó inconsciente.
Cuando despertó, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Bastante, probablemente. El contacto rugoso e irritante de la venda no era nada en comparación con el frío que le penetraba poco a poco por los huesos. En aquella oscuridad absoluta, el mínimo ruido repentino hacía que se sobresaltara, porque sus nervios estaban muy tensos. Respiraba con dificultad. Una pesadilla. Había sufrido con toda seguridad una pesadilla. Notó bajo la espalda la dureza de un banco, sintió un mareo y entendió que debía moverse lo menos posible, sí no, corría el riesgo de perder el equilibrio y caer al suelo. Se estremeció ante la idea de que ya no existiera terreno para detener su caída. Intentó agarrarse al banco, le pareció que los dedos eran insensibles… «¿Lo he soñado o ha ocurrido realmente? Me pareció penetrar en una carne de mujer, la sensación horrible de montar un monstruo jadeante con las dimensiones de un mono. Una enana, quizás. Una inquietante sensación de placer, la impresión de ahondar en una experiencia infernal. Ese gemir profundo y bestial, pequeñas manos que se agarraban a mi cuerpo como sanguijuelas, tirándome de los pelos, piernecillas que se sujetaban con fuerza a mi vientre mientras me vaciaban con sufrimiento.
Y luego una sonrisilla torpe, babosa, negra, que me miraba de abajo arriba, que se reía de mi horror… No, no puede ser. Todo esto ha sido una pesadilla, me repito. Mientras las palabras de quien me rodea —¿quizás es Moira el que habla?— desaparecen en el aire gélido, se transforman en moho polvoriento. Alargo el brazo, me estremezco ante el contacto de unos dedos ásperos sobre el dorso de mi mano.»
Camino a Múnich, abril de 1768
E
L TEMBLOR ENFERMO DE UNA VELA, QUE SE AGITABA tras el ventanuco, fue la primera señal de vida que percibió aquella mañana. Johann Joachim se apresuró hacia la puerta de la posada, abriéndola de un fuerte empujón, y por poco no mató de un susto a la mujer del tabernero, ocupada en arrojar leña a la chimenea apagada, con su gran trasero cubierto por varias capas de faldas y saludando a la entrada. Katarina dio un gran salto, temiendo el ataque de algún bandolero, pero la visión del caballero no fue suficiente para tranquilizarla, y abrió los ojos sorprendida. Johann Joachim tenía el corazón en un puño y la respiración entrecortada cuando irrumpió en la habitación principal de la posada del Tejón. El dandi entrado en años que la noche anterior no era más que educadas palabras y cortesías afeminadas, ahora parecía que no podía permanecer en pie por todo lo que temblaba: el rostro cubierto de sudor, la ropa descompuesta, las botas sucias y el tricornio torcido sobre los cabellos despeinados le daban el sospechoso aspecto de un obseso; además, en los dorsos blancos de las manos e incluso sobre una mejilla mostraba arañazos rojizos, como los que dejan las zarzas a quien corre de forma insensata por los senderos del bosque. Pero sobre todo la mirada… ¡Parecía haber visto al diablo en persona!
—Excelencia… —consiguió decir la tabernera tartamudeando, sin esconder su asombro.
—Debo decirle algo al señor Moira, ¡inmediatamente! —gritó Johann Joachim agitando los brazos, luego salió corriendo hacía las escaleras sumidas todavía en la penumbra. Se encontraba ya a mitad de camino cuando de repente Katarina dejó caer el puñado de ramas y el atizador para seguirle, porque, caballero o no, nadie podía comportarse de aquel modo en su posada.
—¡Excelencia! —repitió con algo más de descaro—. ¡Caballero!
Johann Joachim empezó a golpear la puerta de la habitación del impresor.
—¡Moira! ¡Abrid inmediatamente! —gritó—. ¡Abrid! Como es verdad que…
Un poco más adelante otra puerta se abrió y por el resquicio apareció el rostro asustado de su joven secretario.
—¡Excelencia! —Katarina se detuvo a dos pasos, con la respiración entrecortada, colocándose bien el delantal—. El señor Moira se ha marchado ya.
Tras aquellas palabras Johann Joachim se giró de golpe para mirar fijamente los ojos de la mujer y se detuvo, como paralizado, cuando en ellos leyó la verdad.
—Señor, os lo ruego… —se entrometió tímidamente Camillo Valle, con las mejillas ligeramente enrojecidas por la vergüenza, mientras le ofrecía un brazo para invitarle a retirarse.
—¡Tú, callado! —le reprochó Johann Joachim, sin ni siquiera dignarse a dirigirle una mirada. Y se volvió de nuevo hacia Katarina—. ¿Que se ha marchado? ¿Qué significa
se ha marchado
? ¡Habla, mujer!
La tabernera encogió los hombros como si quisiera reunir toda la paciencia de la que era capaz, luego inspiró.
—Se ha ido ya —contestó—. Se ha ido más o menos a la misma hora que los Concheros que estaban alojados en las habitaciones del fondo del pasillo. Antes ha venido alguien a buscarle, un forastero a quien no había visto antes, envuelto en una capa, con un rostro no exactamente de caballero, pero es lo mismo… Traía otro caballo para el señor Moira.
—¿Ha dicho adónde iban? —quiso saber el caballero, apenas consciente de que el estrecho pasillo comenzaba a llenarse. De hecho, medio dormido, el doctor Albrecht se acercaba con cautela, quizás para ver si alguien necesitaba de sus servicios. Al mismo tiempo se oían los pesados pasos del tabernero que subían por las escaleras.
—No, excelencia —contestó la mujer—. Ahora os caliento algo de agua, estará lista en un momento, así podréis arreglaros antes de…
No terminó la frase porque Johann Joachim blasfemó y con un gesto muy rápido, que sorprendió a todos los allí presentes, abrió la habitación de Moira, tirando de la cuerdecilla que levantaba el pestillo del interior, y una vez dentro, la bloqueó con el gancho antes de que su secretario o cualquier otro pudieran impedírselo.
Roma, enero de 1772
H
ABLABAN DE LIBROS. EN LA OSCURIDAD HEINRICH se despertó del entumecimiento e intentó afinar los oídos.
Percibió la voz del impresor, con un tono jocoso.
—Je, je, pobre caballero Winckelmann. ¡Lo que habría dado por ver su cara cuando volvió a la posada!
Al joven le entraron ganas de intervenir, pero se detuvo porque Tomaso empezó a blasfemar, golpeando la mesa con los puños.
—¡Pobrecillo! ¡Un cuerno!
De todos modos, a Heinrich le pareció que el ciego no estaba muy enfadado, porque inmediatamente después su tono se tranquilizó, volviéndose casi alegre, aunque un oído atento habría podido percibir un toque de rencor.
—Ni siquiera en ese momento Johann Joachim conoció el verdadero terror. Tuvo solo un poco de miedo, una pequeña prueba de lo que se siente en cada instante cuando uno está encerrado entre las paredes de Minerva… Una agonía que puede prolongarse durante años y años, destruyéndote el espíritu hasta el punto de invocar la muerte —Tomaso emitió un gruñido que sonaba casi como una risotada, luego añadió—. Tú, Moira, deberías saber algo, ¿no? Precisamente tú que vives siempre con la Inquisición en los talones y te ves obligado a realizar mil estratagemas para difundir tus ediciones y salir bien parado. ¿Qué es lo que se siente viviendo con la constante sensación de que la mano de Dios está a punto de caer sobre ti?
Heinrich oyó cuerpos que se desplazaban, movimientos descompuestos alrededor de la mesa. Tetas de Hierro y sus alumnas debían haberse alejado por el laberinto de túneles, dejando tras de ellas la desagradable mezcla de perfumes dulces y sudores de orgía. Pero… ¿y si había llegado la Comendadora?
—Ánimo, mi querido artista —le dijo Tomaso, que debió haber adivinado el escalofrío que acababa de recorrer al joven extranjero de la cabeza a los pies. La mano del ciego le agarró la muñeca para pasarle otro tazón—. Bebe un poco de vino, te sentará bien tras los esfuerzos de esta noche —le dijo amigablemente.
Heinrich susurró un desconsolado
gracias
y mientras se llevaba a los labios la taza, intentó no imaginar lo que podía haber dentro… pero al final, por el fuerte olor que le irritaba la nariz entendió que se trataba de vino. El sabor era áspero, de una calidad pésima. Seguramente le provocaría ardores de estómago en los días siguientes, siempre y cuando consiguiera salir de…
—Señor Moira —continuó Heinrich, girando un poco la cabeza hacia la izquierda, porque tenía la sensación de que el impresor estaba todavía sentado en aquella parte de la mesa—. ¿También vos habéis sido…
indagado
?
Sonó una risotada cavernosa y sumisa.
—¡Santo cielo, hijo mío, eres completamente un ingenuo! —contestó Moira sin sarcasmo, con el tono de un preceptor bien armado de paciencia—. ¿Crees de verdad que estaría aquí contigo, comiendo pasta y bebiendo vino, si la Inquisición me hubiera atrapado entre sus redes una sola vez?
Heinrich permaneció en silencio durante unos instantes.
—Bueno, el señor Tomaso… —se atrevió a decir Heinrich.
—Tomaso es una excepción… y de todos modos ha pagado un precio muy alto por su libertad. ¿Digo bien, amigo mío? —el aludido resopló, y un toque de amargura atravesó el aire húmedo de las catacumbas. Moira continuó como pensativo—. Si no recuerdo mal, un cierto Pignata consiguió escapar de Minerva, pero ocurrió hace mucho tiempo… No, si las Santas Túnicas te atrapan, todo está perdido. Por eso desarrollo mi actividad en Venecia. En el norte al menos se puede actuar con un mínimo de tranquilidad, aunque, obviamente, no es más que un decir. La agitación de gente y de comercios es un escudo excelente para un pobre impresor, que no tiene otra ambición en la vida que hacer bien su propio oficio… y servir a sus compañeros.
Con un moderado entusiasmo, que sonó falso incluso a sus propios oídos, Heinrich intervino.
—Sí, sí. ¡He escuchado hablar de los impresores venecianos! Pero ¿y el caballero Winckelmann? ¿Fue entonces cuando decidió volver a Roma? ¿Después de leer aquel opúsculo sobre el que antes me habéis hablado? —se detuvo un instante porque se le ocurrió otra posibilidad—. O… O él no quería en realidad dirigirse hacia Roma, ya fuera por quién sabe qué otro asunto importante o por la propia amenaza del acróstico… ¡y solo dejó que lo pareciera, porque en realidad su meta era Venecia! ¿Digo bien, señor Moira? Y precisamente fuisteis vos el que lo encaminasteis, ¿no es así?