La secta de las catacumbas (9 page)

Read La secta de las catacumbas Online

Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Alégrate, señorito, adivina quién te quiere conocer —dijo Sebastian acercándose.

Heinrich silbó entre los dientes.

—Y, ¿cómo podría saberlo, con esta venda en los ojos?

—Se trata de Moira, nuestro ilustre impresor.

¿Moira? ¿Pero no es el nombre de…? No, no puede ser.

—¿El que hizo el viaje con Winckelmann hasta Alemania? —tartamudeó Heinrich sofocado por la incredulidad.

—Precisamente el mismo, para serviros.

Esto sí que era una sorpresa.

—¿Pero qué hace alguien como vos en esta Confraternidad? —preguntó el joven extranjero, mientras por su cabeza discurrían los pensamientos más absurdos.

«Tiene una voz agradable, este Moira —¿no será también este nombre un apodo que alude a algo?—, mientras me explica con voz plana que aquí bajo la tierra hay grutas preparadas con antorchas y todo tipo de útiles de imprenta, con caracteres en negrita, cursiva, mayúsculas…»

—Imprimimos de todo: desde los boletos de lotería a los manuales para ganar en los juegos de azar, desde amuletos a cábalas. Sin contar las tarjetas de visita, a la francesa. Recordad cómo dice el Caballero Giocondo de Goldoni:

»Antes en visitas perdía todo el día.

»Ahora con las tarjetas arreglo cualquier empeño.

»Ah, los franceses, ¡los franceses tienen un gran ingenio!

»Es un buen negocio, creedme. De todos modos, nosotros imprimimos también material mucho más valioso, para un público muy diferente. ¡No sé si me entendéis, señor Füssli! —tosió Moira.

Heinrich escuchó cómo se acercaban unos pasos. Había vuelto el ciego. Comprendió que le hacían sentarse cerca del impresor. «¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me colocaron esta venda? Noto una ansiedad insoportable, me parece que ya no tengo ninguna certeza.» Mientras tanto Moira seguía hablando: un largo discurso en el que de modo confuso se mezclaban el tráfico de libros prohibidos, los informes de la policía científica y las astucias de los libreros ambulantes para no dejarse pillar por los guardias, porque en caso contrario terminarían marcados con las siglas GAL y enviados a remar un par de años en galeras. A Heinrich le parecía flotar en una oscuridad de significados que no podía solucionar. Hasta que una frase de Moira lo devolvió a la realidad.

—Aquella noche, en la posada del Tejón, antes de que fuéramos a dormir, entregué al caballero Winckelmann un librito especial que había preparado a posta. Formaba parte de la trampa que la Confraternidad había ideado…

Heinrich renunció a cualquier intento de concentración: simplemente se abandonó a las imágenes de la historia de Moira.

XV. UNA EXTRAÑA SENSACION DE OSCURIDAD

Camino a Múnich, abril de 1768

U
NA EXTRAÑA SENSACIÓN DE OSCURIDAD LO rozó misteriosamente. La visión del cañaveral a lo largo del pequeño lago tenía algo de opresiva. Hasta entonces no se le había pasado por la cabeza, ni tampoco lo percibió cuando empezó su paseo por el sendero. Johann Joachim se esforzó por poner en orden sus pensamientos, preguntándose qué era lo que exactamente se había imaginado. Aquella sensación de oscuridad era una impresión sin ningún sentido, ya que el cielo de la mañana había amanecido claro, sin una sola nube, y cuando inició su paseo la nieve brillaba sobre las colinas de los alrededores. Pero allí, a su alrededor, el brillo del paisaje nevado parecía velarse y la superficie del lago había adquirido el color de la plata oxidada. ¿Se trataba quizás de una de esas ilusiones ópticas de las que le había hablado Füssli, el jovencísimo pintor suizo con quien había estado carteándose en los últimos meses?

Un malestar sin nombre le hizo darse la vuelta y dirigirse con paso presuroso hacia uno de los senderos que subían hasta el pueblo. Atribuyó parte de su agitación al hecho de que en el bosque no se escucharan ni gorjeos primaverales de pájaros ni el aleteo de sus vuelos. Un silencio casi absoluto, insólito, tenebroso… esa era la palabra apropiada. Todo permanecía tranquilo, demasiado tranquilo, como si el lugar permaneciera a la espera de algo olvidado desde hacía tiempo.

Comenzó a caminar lo más rápido que pudo por un sendero que se estrechaba poco a poco, sin molestarse siquiera en sortear las ramas de avellanos que le golpeaban el rostro y las zarzas que le arañaban las manos. Sobre su cabeza, las copas de los árboles entretejían una techumbre verdosa que la luz era casi incapaz de atravesar. Y mientras su rápido caminar se transformaba en una carrera cada vez más trabajosa, le atravesó la mente, como el lejano resplandor de un rayo, el destello de un recuerdo de los discursos de la noche anterior: el secreto camino del bosque, la vieja bruja que vivía en una aislada cabaña, la banda de los enanos…

Luego vio el esqueleto ennegrecido de una chimenea de piedra. Ciertamente habían incendiado casa de la bruja, pero ¿dónde estarían ahora los malvados enanos? Una repentina sensación de frío le provocó un estremecimiento. ¡Dios! Aquel bosque permanecía tan silencioso como una tumba que huele a muerte. ¿Qué absurda idea se le había metido en la cabeza para llegar hasta allí? Buscó nerviosamente con los ojos las ruinas calcinadas sin renunciar a la convicción de que allí cerca, entre las sombras, se escondía una presencia invisible, malvada y remota. Al abrigo de los restos de la casa se abría un pozo de ladrillos. Un vistazo a la boca del pozo cubierta de musgo y hierbajos, oteando la oscuridad del fondo, le trajo a la memoria una de las entradas de las excavaciones de Herculano, practicada como un pozo entre las cenizas solidificadas, con una escalera en espiral que descendía hasta las profundidades. Las antorchas iluminaban espectralmente el mundo subterráneo de lo que muchos siglos antes había sido un gran teatro: las gradas de los espectadores, el amplio espacio de la orquesta, los vestuarios de los actores, los ojos brillantes de las ratas apenas un dedo más allá del destello de las antorchas… Tuvo la sensación de que se había salido del tiempo, como si aquellos objetos que aparecían de las profundidades de la tierra fueran a contarle interminables historias que suscitaban el eco de oscuras tragedias. Se tuvo que detener asustado, y el guía, que se percató de la emoción del caballero, se dio la vuelta diciéndole:

—Hay lugares en los que se siente que el pasado no ha muerto, que no puede morir y permanece a nuestro alrededor.

Sólo entonces advirtió el viejo nogal, que para los habitantes del valle era la sede del aquelarre en la noche de Valpurgis… Qué raro que se mantuviera todavía en pie, pero todavía era más raro el hecho de que la historia del día anterior —esa terrible noche en que los policías del burgomaestre subieron hasta la espesura del bosque para rodear la casa y prenderle fuego—, se le hubiera quedado tan grabada. «La Inquisición, el tribunal de Minerva, las hogueras…», como aquella terrible historia del jorobado.

«¡Oh, Johann Joachim, por fin estás aquí!»

Tuvo la certeza de haber escuchado la voz de un demonio. Y, sin embargo, sabía que era algo absolutamente imposible. Se asustó dándose cuenta de lo absurdo de la situación. Estaba seguro de que se trataba de una broma de su imaginación, trastornada por haber dormido tan mal y por su escaso éxito con Camillo. Se secó con la manga el sudor frío que le caía por las mejillas. ¿O eran lágrimas? «¿Qué haces, Johann Joachim?» Miró a su alrededor avergonzado, como si esperara encontrarse con alguien que lo observase, pero no había nada más que la vieja chimenea. Había sido un error encaminarse al bosque, una idea estúpida. No había nada interesante allá arriba, solo los restos de algo que habría sido mejor que desapareciera por completo. Hacía frío. Una luz terrorífica y el silencio del miedo. Le pasó por la mente el recuerdo del librito que le había dado Moira la noche anterior: todavía lo conservaba en el bolsillo, y tenía que soltarlo en alguna parte. «¡Tíralo inmediatamente, Johann Joachim! No, aquí no. Alguien lo podría encontrar. Mejor que vuelvas a la posada y lo quemes. Con el descarado de Moira haré las cuentas luego…» «Un librito utilísimo», le había dicho aquel loco metiéndoselo en el bolsillo. Sí, muy útil, para terminar en prisión. «Un librito que aporta enseñanzas inesperadas, por ejemplo, si se presta atención a las mayúsculas…» ¿Qué puñetas había querido decir?

Abrió el librito.
Nuestra estirpe vaga en la noche y vive como en el Hades
. Vaya frase que ha puesto como epígrafe. Entonces, ¿qué es lo que le había dicho aquel diablo de Moira? Los inicios de los versos. ¿Debía contarlos? No, se refería a las mayúsculas de inicio. Comenzó a leer:
G…I… O… V… A… N… N… I…
Pasaba las páginas frenéticamente. G…
I… O…A…C…C…H…I…N… O… Giovanni Gioacchino
. Su nombre en italiano «¿Qué diablos significa todo esto?» Solo había llegado hasta la página veinte…

Notó frío y una punzada dolorosa en el pecho. Se tambaleó, buscó apoyo en el tronco del viejo nogal. Se dejó caer hasta el suelo jadeando. Quería reflexionar, pero era como si los pensamientos se le derritieran. «¿Sientes que el corazón se te cierra, Johann Joachim?»

Lentamente, hasta donde le permitía el dolor, giró la cabeza y solo entonces vio al mendigo. Lo reconoció inmediatamente: era el jorobado que la noche anterior había cantado el
Miserere
de Allegri en la posada, el mismo que había contado aquella horrible historia de los libros prohibidos y del fantasma que volvía de la muerte. Un triste y miserable timador. Pero, ¿de dónde había salido?… Estaba acurrucado entre el brezo, en la posición de la figura que había visto en sueños, y lo miraba maliciosamente, con una expresión de intensa curiosidad en los ojos. ¿Qué es lo que hacía allí aquel maldito vagabundo?

Como si hubiera escuchado la pregunta, el viejo mendigo contestó.

—Estoy aquí para ver cómo mueres —el tono de la voz era tranquilo, como si dijera algo obvio.

Johann Joachim se quedó sorprendido y asustado. No tanto por la idea de morir, que hasta aquel momento ni siquiera había considerado, sino por el hecho de que el extraño mendigo que la noche anterior había narrado aquella horrible historia se quedara ahora sentado en el brezo, a la espera de que él exhalara el último respiro. Era algo completamente espantoso.

—¡Vete! —susurró Johann Joachim, casi sin voz, mientras el viejo se le acercaba.

«¿Qué clase de brujería es esta? Imposible, yo no creo en esto.» «Y sin embargo, cuando arrestaron a Tomaso, fuiste a ver a una bruja napolitana para que preparara un talismán que te protegiera. Y firmaste el contrato con tres gotas de sangre… ¿Ya no lo recuerdas?» «Tonterías que se cometen cuando uno pierde la cabeza…» «Pero ayer por la noche temblabas escuchando la historia de aquel músico ambulante: de cómo los dos amigos fueron detenidos en la frontera, y uno de los dos fue detenido y despiadadamente castigado…» «El tráfico de libros prohibidos es un delito, y los culpables han de ser castigados.» «¿Y tú, Johann Joachim, no tienes nada que esconder a la justicia de los hombres?»

—¡Vete! —Johann Joachim movió la mano, como para apartar al mendigo que se le acercaba.

—Es necesario permanecer juntos en momentos como este —dijo solemnemente el viejo, acercándose a cuatro patas, como si fuera un lobo—. Es necesario estar juntos para poder leer lo que la muerte escribe en un rostro. Se trata de una escritura muy pequeña la de la muerte. Pequeña y misteriosa. A veces se esconde con subterfugios, como en las mayúsculas de un libro… Hay que hallarse muy cerca para distinguir la luz gris que se posa en los ojos como la primera niebla en los pantanos. Es algo que me ha enseñado Tomaso… ¿Te acuerdas de Tomaso, caballero?

—¿Tomaso… Tomaso? —dijo Johann Joachim con un hilo de voz casi inexistente. ¿El mismo Tomaso en el que había pensado poco antes? Oh, por lo tanto, ¿de qué horrible maleficio era víctima?—. Tomaso está muerto —afirmó en cuanto recuperó un poco de seguridad en la voz.

—¿Estás tan seguro, caballero? —insistió el mendigo en un tono lleno de maldad. Acto seguido hizo una pausa levantando los hombros, como si sus pensamientos pidieran el máximo de concentración—. Quizás vivir en las tinieblas es como estar muerto —continuó—, pero no creo que Tomaso comparta este punto de vista. Verás, en cuanto el libro llegue a ciertas manos…

—¿De qué libro estás hablando, loco? ¿Y dónde estaría entonces Tomaso? —la voz se le rompió en la garganta.

—Has hecho mal en regresar a Alemania, caballero. Cuando la justicia se pone en marcha, al final es muy difícil conservar el propio honor. Es más, es una empresa desesperada cuando la culpa aparece ante los ojos de todos en letras mayúsculas… Ese libro, caballero…

Johann Joachim farfulló una oración, intentando ponerse en pie. Se aferró desesperadamente a las palabras como a un exorcismo, mientras en sus oídos aumentaba el ruido de las hojas arrugadas por los movimientos del mendigo que se acercaba cada vez más. Luego, le pareció que un remolino de polvo atrapaba al vagabundo y hasta que la tierra se lo tragaba, hacia abajo, hacia las raíces del nogal.

Sólo entonces Johann Joachim consiguió despertar de su entumecimiento y comenzó a hojear el librito frenéticamente. Juntando las letras mayúsculas, se componía la frase:
Giovanni Gioacchino Vinchelmann gran bastardo fecit…
Un sudor helado seguía cayéndole por la frente. Miró después la portada: sobre el título había una balanza en la que la aguja aparecía sustituida por una espada. Debajo, en cambio, aparecía representado un mendigo —brazos fuertes, hombros anchos, la expresión fiera de quien no teme ninguna dificultad—, que obligaba, con la amenaza de la fuerza, a un señor bien vestido y con un rosario en la mano a sacar del bolsillo una nota donde estaba escrito:
A mí ni piedad ni virtud
. «Tu rostro, Johann Joachim. El rostro de este petimetre que aprieta el rosario entre las manos es, sin lugar a dudas, tu rostro… Dios mío, ¿qué significa?»

Entonces, gritando, se lanzó a correr como un desesperado por el sendero.

SEGUNDA PARTE

Te vierto sobre la cabeza un jarro de buena cerveza

y con el juramento del truhan te hago vagabundo
:

que mendigues por caminos principales y cojas cuanto consigas
,

que robes sábanas y camisas de los setos
,

y al juez y al condestable mandes al diablo.

John Fletcher,
Beggars' Bush

XVI. UN DESORDENADO RUIDO DE ZUECOS

Other books

The Autumn of the Patriarch by Gabriel García Márquez, Gregory Rabassa
Las amistades peligrosas by Choderclos de Laclos
Sixty Days and Counting by Kim Stanley Robinson
02 The Invaders by John Flanagan
Playing With Matches by Suri Rosen