La secta de las catacumbas (13 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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XXIV. CON EL ESTOMAGO TODO REVUELTO

Roma, enero de 1772

C
CON EL ESTÓMAGO TODO REVUELTO, HEINRICH SE sentía mal. Llamó, pero nadie respondía. ¿Dónde estaban? ¿Habían desaparecido todos de nuevo? Se dejó caer en el suelo, mortalmente cansado. Respiraba con dificultad. Casi se habría puesto a llorar. Tras unos minutos levantó de nuevo la voz.

—¿Hay alguien ahí? —porque en el imprevisto silencio la angustia de haberse quedado solo se había vuelto intolerable.

—¿Qué quieres, suizo? —respondió algo arisco Jacobus, a su derecha.

Ah, estaba allí… Heinrich le explicó que necesitaba ir al retrete, quién sabe, quizás por culpa del miedo, pero no conseguía aguantar más.

—¡Liebrecilla, acompaña al señorito en la retirada! —se rio el enano.

Heinrich sintió resoplar una voz que no conocía. Luego alguien le cogió de la mano tirando de ella. Caminaron en la oscuridad, de vez en cuando el joven se tropezaba con el suelo discontinuo de las galerías. Le pareció que giraban cuatro veces a la derecha y seis a la izquierda, o quizás se equivocaba, ¿cómo podía estar seguro con esa oscuridad? De repente, el sonido de sus pasos era diferente. Evidentemente habían salido de los túneles para entrar en una sala más amplia. Allí se percibía un hedor horrible, inmundo, que a Heinrich le provocó varias veces ganas de vomitar.

—Ya hemos llegado —dijo el que parecía llamarse Liebrecilla. Una voz algo sibilante—. La tarifa es de cinco monedas —añadió.

—¿Por qué? —preguntó Heinrich, siempre tratando de contener las arcadas de vómito que el desagradable olor le provocaba.

—¡Por usar la retirada! ¿Qué le pasa, señorito? Es el peaje establecido.

—Pero yo ya no tengo más dinero conmigo… —a Heinrich le salió la voz casi entre sollozos, y con dificultad intentó controlarse.

—Y entonces, ¿cómo lo hacemos? —le preguntó Liebrecilla. Al suizo le pareció percibir un tono de sarcasmo en su voz. Como suspirando escuchó que decía—. Por esta vez, pase… —Heinrich tuvo sólo el tiempo de emitir un suspiro de alivio cuando el otro añadió, como si hiciera una gran concesión—. Quiero decir que cogeré para mí esta tontería, a cuenta del pago. Solo porque se trata de vos —y el joven sintió que le sacaba del bolsillo de la chaqueta su bonito pañuelo con hilos de Flandes, un regalo de
madeimoselle
D'Epinay.

Liebrecilla lo empujó hacia adelante. Heinrich apoyó los pies sobre unos ejes que le parecieron inestables.

—Ahí donde estáis, está bien. Podéis hacerlo —reía mientras tanto el otro.

«¿Qué hago? ¿Puedo fiarme? ¿Me bajo los pantalones, me estará mirando? ¿Qué es lo que he hecho para merecer esta pesadilla?»

—Esto es grande —le dijo Liebrecilla—. El agujero lo vacían todas las estaciones. No podéis ni siquiera imaginar cuántas carretas de mierda se llevan. Tratad de adivinarlo, ¡venga!

Heinrich le contestó que sinceramente no tenía ni idea, que se rendía. Le suponía ya demasiado esfuerzo mantenerse en equilibrio sobre aquellos ejes. Además la idea de que podría fallar con un pie y caerse, le hacía sudar.

—Una caravana de veinte carros tiene que hacer diez viajes. Diez. ¿Te das cuenta?

Heinrich se vistió lo mejor que pudo.

—Cuidado, no te muevas tanto, señorito. Que una vez, uno que quiso ir de listillo e intentó escapar, cayó aquí dentro, con la mierda hasta el cuello. Y después el olor le duró varias semanas —dijo carcajeándose Liebrecilla.

El joven, tambaleándose, dio unos pasos hacia él y extendió su mano, palpando el vacío. «¿Por qué no viene en mi ayuda? ¿Tanto se divierte al verme en esta situación? ¡Vaya con él y esta hermandad!»

Por suerte, en ese último instante, mientras con desesperación Heinrich se daba cuenta de que ya estaba resbalándose, alguien lo agarró. Tres, cuatro personas. «Pero, ¿cuántos estaban aquí conmigo?»

—Qué buen retortijón. ¡Mirad qué blanco está! —era la voz de Jacobus.

—Lleváoslo allá, monigotes. Dadle de beber algo fuerte —ese era Sebastian.

Le pusieron una jarra en los labios, pero el susto no se le pasó. O quizás se trataba de rabia. Heinrich sintió que las lágrimas le caían por las mejillas bajo la venda. Estaba a punto de desmayarse y se dejó caer al suelo.

Se despertó entre voces desordenadas: alguien hablaba de Winckelmann en Venecia… «Me cuesta trabajo permanecer despierto. ¿Me han drogado?»

Sintió un chillido, como de ratas, y unos saltitos rápidos. Preguntó, con los pelos de punta.

—¿Por qué me habéis atado de nuevo? —silencio—. ¿Por qué seguís teniéndome en la oscuridad? ¿Para qué sirve? Pero, ¡qué más da, si no me puedo escapar!

—¿No sabes que los faisanes se crían en la oscuridad para que su carne sea más tierna? —le contestó Jacobus, sibilinamente, con una voz vaga que parecía venir desde muy lejos.

«Es como si lo hicieran todo para exasperarme y meterme miedo, como si yo mismo no tuviera ya suficientes fantasías por mi cuenta. Por ejemplo, eso de silbar continuamente el aria del
Miserere
de Allegri… ¿Se refiere a algo? Se me pasan por la mente las lúgubres misas de la Semana Santa que me han contado. Ese Oficio de Tinieblas del Viernes Santo, con el altar desnudo de decoraciones, la puerta del sagrario abierta de par en par, los cirios que se apagan uno tras otro, los gritos de dolor en la oscuridad…

»De repente soy completamente yo mismo —huesos, nervios, antenas, si las tuviera… —y afino el oído. Alguien se está acercando a mí, se arrastra cerca de mí, parece que se queja. Un ataque de terror. Algo me ha caído sobre el tórax, me pesa, me aplasta, quitándome la respiración. ¿Un perro? ¿Un gato? ¿Una rata grande? No sé cómo se me ocurre la idea de un monstruoso fantasma negro sentado sobre mí, y la criatura parece que cada vez pesa más. Tengo las manos húmedas, la espalda completamente sudada.»

Heinrich se cayó hacia atrás, destrozado.

—No me rindo —empezó a gritar—. No conseguiréis asustarme con nada que yo no pueda soportar. Os equivocáis si pensáis que me tenéis en vuestro poder… —silencio—. ¿Dónde está esa maldita Comendadora de la que tanto me habéis hablado? ¿Por qué no da señales de vida, como había prometido?

«Es inútil que grite. Se han ido todos, me han dejado sólo con este peso que me aplasta… Tengo que ignorarlo, pensar en otra cosa. ¿Qué es lo que ha dicho antes Moira de Venecia? Ah sí, que "es una ciudad en la que uno se pierde fácilmente"… Venecia. Quién sabe si la volveré a ver.»

XXV. LA TIENDA DE CAFÉ

Venecia, mayo de 1768

L
A TIENDA DE CAFÉ SE HALLABA AL FONDO DE UNA calle oscura. Uno de esos sitios que ahora estaban de moda en Venecia. Era allí donde había fijado a las seis una cita con Camillo y tenía que darse prisa.

Llegó al local con tiempo. Se accedía a él bajando tres escalones. Una habitación amplia y limpia, con las paredes blancas, sin otra decoración que unos espejos y unas estanterías, donde se observaban bien expuestas todo tipo de porcelanas y vajillas, incluso de procedencia oriental. «Un lugar refinado, para conversaciones delicadas, he hecho bien en elegirlo. Mira esos cristales minúsculos, tan ligeros y frágiles, y esas tazas elegantes…» También el ajetreo de los camareros, que iban y venían con jarras de chocolate que humeaban entre las mesas de mármol, tenía algo de danza. Y los pequeños sofás de cuero invitaban al descanso. «Es la variedad de colores lo que realza la vista, el minueto de las tacitas, la agitación lánguida y repetitiva de los abanicos de las damas… Sí, la vista es sin lugar a dudas el gusto más sutil, el más frío de los sentidos: tengo la mente en desorden pero mis ojos consiguen recrearse y calmarme, hurgando entre los objetos más bellos. Muy diferente es la nariz, aunque seguramente es más útil para hallar el alma escondida de las sustancias…» Sonrió al joven que le estaba sirviendo en una taza de porcelana una crema de cacao y flores de jazmín. Le pidió también un poco de conserva de violetas y gajos de cidra, que brillaban en los enormes botes transparentes, situados sobre la barra al fondo del local.

Tras el fuerte olor y la suciedad de las calles, que en algunos lugares parecían estercoleros al aire libre, el ambiente refinado del café lo calmó durante un rato. También había ocurrido lo mismo tres días antes cuando, escapando de la posada del Tejón, la carroza se había detenido brevemente en Viena para que los caballos descansaran. Le había hecho bien hospedarse en los locales de Baptiste Contat, el peluquero real. Un hombre de grandes recursos ese Contat, al que habían traído a posta desde París para que ofreciera sus servicios a la corte, aunque por su aspecto no lo pareciera: delgado, la nariz y la barbilla afiladas, expresión dócil y reservada… Pero bastaba escucharle para cambiar de opinión. Conocía a todos en Viena, porque con el ejercicio de su profesión se le abrían a diario las puertas de las habitaciones más secretas e inaccesibles, y además era tan especial su intimidad con los poderosos que estos se dejaban llevar y le contaban sus secretos… Había aprendido a ir a verle. ¿Quién mejor que Contat podía brindarle informaciones y cotilleos? Sobre todo porque el peluquero real todas las mañanas arreglaba el bigote y el pelo al nuncio apostólico. Si hubieran surgido voces sobre aquel maldito libro, con seguridad Contat lo habría sabido y habría dejado caer alguna que otra frase. En cambio, nada, habían hablado de moda, de ninguna otra cosa más.

—Sabéis,
monsieur
Winckelmann, la primera dama de la corte ha encargado que le hagan una peluca como la de Voltaire… Tenéis un aspecto deteriorado, dejad que sea yo quien os lo diga, que de eso me ocupo: quizás deberíais cambiar algo de vuestro vestuario. ¡Demasiado austero,
monsieurl
Os sentaría muy bien un pañuelo como este, mirad, es de seda, viene de Italia, del taller de
madame
Nanette, que en Milán hace furor. Y luego, dejad que os lo diga, si en vez de los cordones que utilizáis para ataros los zapatos, usáis un par de hebillas lustradas al Artois, iríais mucho mejor. Aquí en Viena se llevan muchísimo. Quizás os quedaría bien además algún traje azul, es un color tan relajado, ¿no pensáis lo mismo? En la corte se ha puesto de moda la flor de patata en el ojal, ya sabéis de qué hablo, esa planta extraña que procede de las Indias Occidentales…

Johann Joachim probó su chocolate, y quizás por el dulce aroma de la bebida o por el recuerdo de las erres dobles de Baptiste Contat, los labios se le abrieron en una auténtica sonrisa. Sí, hablar con él le había tranquilizado, pero también había contribuido la refinada habitación que el peluquero real había puesto a su disposición para que descansara: un dormitorio magnífico —«un lujo verdaderamente para gritar de admiración tras aquella miserable y sucia posada alemana»—, con cortinas de color verde claro, hermosos silloncitos de raso nata, un gracioso escritorio con una pequeña imprenta para sellar las cartas, servilletas perfumadas con agua de rosas por todas partes y, sobre todo, una cama blanda. Seguramente un lugar dedicado a los placeres, por los enormes espejos dorados que colgaban de las paredes y del techo, pero Johann Joachim no se sintió con ganas de aprovecharlo en ese sentido. Tenía la moral por los suelos y, a pesar del mullido colchón, había dormido con dificultad.

Por fin llegó Camillo, sin hacerle muchas preguntas, como siempre. Tendría que recompensar a este joven: una buena propina podía ayudarle a tener la lengua tranquila. Pero era necesario actuar con tacto, no quería estropearlo todo. El caballero parecía querer atormentar la copa de cristal, tamborileando sobre ella con sus dedos. «Un soplador de cristal sabe, con su respiración, infundir vida en la materia bruta, crear belleza. Pero es suficiente un soplo de más para deformarlo todo, destruir cuanto se ha hecho… Prudencia, Johann Joachim.»

Le pareció que Camillo le escuchaba distraído y se quedó sorprendido. «¿Puedes fiarte completamente de Camillo? ¿No has tenido en varias ocasiones durante los últimos meses la impresión de que quisiera librarse de ti? Y esta mañana, en el taller de tipografía, ¿no te ha parecido sospechosa su sonrisa?» De nuevo aquella maldita voz, aquellas dudas… No es que de verdad considerase la posibilidad de que Camillo le traicionara, pues en el fondo era una criatura suya, que le debía todo. Pero no podía pasar por alto que el joven había acogido con una sonrisa de secreto triunfo la historia que le había contado en la diligencia, mientras llegaban a Venecia: dispuesto quizás a ayudarle, pero a fin de cuentas encantado de verle con problemas… «Pero, ¿qué estás pensando? Tienes que mantener la calma, Johann Joachim. Claro, ahora estás disgustado por todo, por haber perdido tiempo y dinero a causa de este tremendo embrollo, pero ahora todo ha terminado, venga.»

De pronto, se dio cuenta de que un desconocido le estaba observando. ¿Desde cuándo? Tragó saliva. De repente el vago sabor amargo del chocolate que todavía percibía en la boca le supo mal. «Y esa maldita música que se alza del murmullo del café… ¿Quién está cantando? Se parece al
Miserere
de Allegri. ¡Ay, mis pobres nervios!» El tipo, de rostro grosero, guiñó el ojo con vulgar ironía hacia donde él estaba, como si quisiera aludir a algo. Johann Joachim se puso rígido.

—Vámonos —dijo con prisas a Camillo. Se puso en pie de un salto, chocándose con la mesa. Los rostros de todos los clientes se dirigieron hacia él. El cafetero arqueó la ceja, mirándolo irritado. El caballero pidió excusas, ruborizado, pagó rápidamente y salió presa de un funesto presagio.

Fuera, se apoyó en un pilar del puente, respirando hondo, como si quisiera limpiarse los pulmones y, en cuanto fue consciente de la discreta presencia de Camillo a su espalda, Johann Joachim se detuvo un largo instante en contemplar el agua oscura del canal. Seguir el movimiento de las olas que se movían lentamente por la superficie podía tener un efecto relajante, despejándole la cabeza de cualquier pensamiento, pero precisamente cuando comenzaba a notar una leve mejoría, algo llamó su atención, rompiendo bruscamente aquella especie de encantamiento. Una mancha blanca flotaba inestable en el agua, parecía moverse con dificultad hacia donde estaba él. Luego otra, y otra más. Johann Joachim se agachó con dificultad para recoger la hoja más cercana, con un triste presentimiento. Le bastó leer un par de líneas, ver la modesta marca con forma de medalla del taller de tipografía, para que cualquier duda se disipara. Era uno de sus libros. «Pero, diablos, ¿así que no los había tirado todos por la borda? ¡Pues claro que sí! Estaba más que seguro. Y entonces lo que tenía entre las manos…» Apretó los párpados con fuerza, hasta casi sentirse los ojos llenos de lágrimas: acto seguido los abrió rápidamente. La hoja estaba todavía allí, flácida y goteando en la palma de su mano, solo que ya no era la misma: solamente un opúsculo, un sermón cualquiera de un predicador desconocido…

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