La secta de las catacumbas (21 page)

Read La secta de las catacumbas Online

Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
11.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Qué calor infernal.» De nuevo, Johann Joachim pensó en las hogueras de la Inquisición. A menudo, había presenciado en Roma el espectáculo de frailecillos celosos y los vulgares aldeanos que amontonaban en la hoguera los libros clasificados como perniciosos: Aretino, Maquiavelo, Diderot… Los sacos se rompían en el fuego que los frailes atizaban con los fuelles, empujando los libros hacia el mismo centro de las llamas. Pero a veces las hojas quemadas se curvaban y volaban por el aire, mientras los policías intentaban recogerlas en vano… «¿El siglo de las luces? No, la nuestra es la época del sacrificio del buen sentido y de la verdad. El tribunal ha proclamado que esa obra de Voltaire era un libro deshonesto, en contra de las buenas costumbres, que se reía de las ceremonias de la Iglesia, el culto de los santos y de las reliquias.» No fue posible hacer nada por Tomaso y Marino. El cardenal Albani se había negado a intervenir. Y Winckelmann no se había atrevido a exponerse insistiendo en su ruego de interceder. Vlaich se había eclipsado en Roma, partiendo con muchas prisas hacia la corte de Sajonia… Al joven Marino le cortaron los labios en público, porque bajo tortura había blasfemado contra Dios. Luego le condenaron a la decapitación, y su cadáver fue enviado a la hoguera.

Había un silencio tal que se sentía incluso el ruido de la pluma del escribano, que rayaba la hoja de papel.

Sí, cuando había reconocido el cadáver de Rolando Vlaich, a Johann Joachim le pareció revivir por completo aquel asunto ya tan lejano. «El puesto de guardia, aquella miserable posada donde esperamos durante horas… ¿Quién sabe si la chumbera estará todavía allí? Y el rostro furioso de Marino mientras lo esposaban.» Hizo cierto esfuerzo para no sacar de nuevo el pañuelo y limpiarse el rostro, como si el escupitajo de trece años antes le hubiera caído precisamente en ese momento.

«En cambio, qué raro que, hace una hora, cuando he reconocido a Vlaich en el ahorcado, haya permanecido tan relajado.»

La voz de tenor del canciller le sobresaltó.

—¿Qué quería el señor Vlaich? ¿Por qué hoy por la tarde fue a buscaros? —una estocada.

—No tengo la más mínima idea —se apresuró a responder el caballero—. No lo veía desde hacía más de diez años. Ni siquiera sabía que se encontraba en Trieste. Y, de todos modos, hoy por la tarde me hallaba en el puerto, para informarme sobre las naves que partían hacia Ancona. Así que no podía saber que el señor Vlaich me andaba buscando.

El canciller volvió a consultar con calma las hojas, repasando con el dedo de abajo arriba, moviendo la cabeza absorto, como sí buscara algo. Luego, con el dedo blanco y grueso, dio golpecitos con la uña encima de una línea.

—¿Y cómo podía conocer el señor Vlaich vuestra presencia en la ciudad? —insistió, mientras un gesto lleno de malicia cruzaba la expresión distraída de su rostro.

—Temo, señor, que no os puedo dar una respuesta distinta de la precedente —Johann Joachim se encogió de hombros—. No puedo encontrar una explicación satisfactoria. Puedo suponer, de todos modos, que las voces hayan viajado más rápido de lo que uno puede imaginar, en especial si se refieren a personas, cómo lo diría, de una cierta notoriedad…

El hombre levantó la ceja en señal de consentimiento, con el oído pendiente del escribano que añadía todavía algunas líneas al documento.

—Por lo tanto, un desagradable contratiempo, excelencia —afirmó.

—Sí, lo definiría precisamente de ese modo, aunque lo ocurrido me ha provocado un profundo malestar.

El canciller se separó de la mesita para coger algo de una repisa en la pared opuesta, mientras continuaba.

—Los bolsillos de la víctima estaban vacíos. Apenas unas moneditas. Por otro lado, no es que me esperara mucho más, teniendo en cuenta el traje tan descuidado, casi raído…

«Pobre Rolando.» Él que había frecuentado las cortes de toda Europa. Él que se había enfrentado sin miedos al gran duque de ***, cuando, indignado por los emolumentos tan altos que había solicitado, le había indicado que ninguno de sus generales se había atrevido a pedirle tanto por unas pocas semanas de trabajo.

—¡Pues, entonces, Excelencia, haga cantar a sus generales! —había sido la respuesta descarada de Vlaich…

—No estaban vacíos del todo —siguió el canciller—. Hallamos este opúsculo.

Johann Joachim sintió que el corazón se le paraba por un instante interminable, tras el sonido de la última palabra. De repente, su mente se había abarrotado de trágicas perspectivas. ¿Un opúsculo? ¿Impreso por quién? ¿Por un tal Moira? Estuvo a punto de preguntar, pero por suerte, con mucha rapidez, consiguió quedarse callado. Mejor no hablar, reflexionó, sabiendo lo peligroso que resultaría decir algo improcedente en presencia de la autoridad.

—Conocemos al impresor, pero sólo de oídas, por desgracia —precisó el canciller, golpeando el opúsculo enrollado en la palma de su mano, como habría hecho una señora con su abanico—. Si las autoridades venecianas supieran dónde se esconde… estaría entre rejas desde hace tiempo —luego, advirtiendo la expresión perpleja de Johann Joachim, añadió—. Sí, porque ese Moira, que así parece llamarse, es quizás el peor azote para la gente de bien, damas, caballeros, financieros y altos prelados… Nadie consigue escapar de las calumnias que salen de sus talleres. Sería una pena tenerlo que entregar a la Inquisición, en el supuesto de que consiguiéramos pescarlo. ¡También nosotros sabemos cómo tratar a los canallas!

Johann Joachim se relajó un poco ante esas palabras, intuyendo que no podía tratarse del opúsculo difamatorio que tenía que ver con él, ya que el canciller habría mostrado una actitud muy diferente. De esta forma, no había ningún nexo, ninguna conexión entre él y Vlaich, que no fuera la relación de amistad que había acabado hacía ya muchos años. En cuanto a Camillo, podía permanecer tranquilo, seguro que no había hablado… No, él no tenía nada que temer de las autoridades. Sin embargo, Johann Joachim enseguida se puso en guardia, cuando comprendió la situación con mayor claridad. Si de verdad debía creer algo de esta diabólica maquinación, entonces Tomaso ya había conseguido la mitad de su venganza, y ahora su secretario también esperaba asistir a su fin. ¡Ah, qué satisfacción, ver balancearse de un travesaño el cadáver de su excelencia Johann Joachim Winckelmann! Quizás seguirlo con la mirada mientras las corrientes lo arrastraban, hinchado de sal, hecho trizas por los peces.

—Sí, no lo dudo —respondió distraído, ocupado en disipar aquella imagen tremenda—. Espero que lo atrapéis lo antes posible… ¿Puedo verlo? —preguntó, indicando el opúsculo.

Johann Joachim revisó la cubierta, la portada, ojeó entre las páginas que todavía no habían sido cortadas en busca de acrósticos, indicaciones de lugares o personas que, de alguna manera, aclararan algo sobre la muerte de Vlaich, pero fue inútil. Tomaso era muy hábil descubriendo el punto débil de una persona: probablemente había aprovechado cualquier otro lado oscuro de la vida del cantante para amenazarlo de infamia y empujarlo a un gesto tan extremo, quizás algún asunto turbio del ambiente de los castrados. Johann Joachim movió la cabeza y devolvió el opúsculo al canciller. Lo hizo a su pesar, porque le hubiera gustado leerlo detenidamente de principio a fin, pero no quería levantar sospechas, y además se sentía agotado por aquel interrogatorio.

—Os agradecería que me tuvierais al corriente de las novedades, al menos durante el periodo de mi breve estancia aquí en Trieste… Si cogéis a ese… a ese….

—Moira —le ayudó el canciller—. No temáis, excelencia. Seréis de los primeros en saberlo. De todos modos, en vuestro caso no me preocuparía demasiado. El suicidio, o mejor dicho, la aparente instigación al suicidio de un conocido vuestro, no quiere decir necesariamente que también vos estéis en peligro. Tenedlo en cuenta —añadió—. No hace falta que el nombre de vuestra excelencia sea ni siquiera citado, ni como simple testigo.

—Sois muy atento—comentó Johann Joachim, con alivio mal ocultado, e inclinó la cabeza para despedirse—. Os lo agradezco mucho.

El canciller se encogió de hombros, fingiendo que rechazaba la cortesía.

—¿Marcháis hacia Roma, excelencia? —preguntó como quitándole importancia, pero no lo suficiente para que Johann Joachim no se pusiera de nuevo a la defensiva.

—Sí… Bueno, no. Vamos, estoy esperando una nave procedente de Ancona con un mensaje importante, y sólo cuando lo haya recibido conoceré mi destino.

—Entiendo. Buena estancia, entonces. Os tendré informado.

XLI. NO PUDO RESISTIRSE

Roma, febrero de 1772

N
O PUDO RESISTIRSE A LA TENTACIÓN DE USAR EL material de dibujo que habían dejado a su disposición. Heinrich se lo propuso como una obligación y el resultado fueron algunos bocetos que ahora había colocado sobre una mesa. Reconocía que se encontraban entre los mejores que había creado. Había una evidente fuerza expresiva, y una horrible precisión, nada resultaba confuso o borroso. Le pasaron por la cabeza las palabras del ciego, en el primer encuentro lleno de miedos en el gran
boudoir
roído por las polillas.

—Si de verdad tu deseo es retratar la vida, aquí abajo entre nosotros se halla todo lo que necesitas. La carne y el recuerdo, el estercolero y el fuego, el escalofrío y la risa… Sí buscas historias y emociones aquí tendrás todas las que quieras…

«Vaya si todo eso era cierto», pensó mientras hojeaba sus propios esbozos: los ojos borrosos y la mandíbula caída de Tomaso, las deformidades de Sebastián y los gestos liliputienses de Jacobus, la expresión absurda y cruel de Milady, la cicatriz en el rostro de la negra que había oído llamar Sans-Peur. «Sans-Peur, ¿qué clase de nombre es?» Y luego, todos los horribles miembros de las hermandades que había conocido en aquellas semanas. «¿Semanas? He perdido la noción del tiempo, no consigo ya imaginar desde cuándo estoy aquí abajo.»

Bostezó. Algo raro: por primera vez desde el día que había entrado en las catacumbas, sintió que le invadía una rara satisfacción. En el fondo, no había malgastado todo aquel tiempo. «Quizás tiene razón Moira. Este mundo, el de aquí abajo, rebosa de maravillosas fugas de la banalidad cotidiana. No sirve la luz del día para el trabajo de un artista auténtico. Esta noche forzosa está llena de emociones.»

Estudió los bocetos, uno tras otro, con un gran escalofrío: mendigos con gargantas abiertas en un estercolero, una banda de abominables enanas se retorcían en incómodas posturas en la penumbra de una gruta, unas viejas rechinaban sus dientes ante un joven que temblaba, grutas que hervían de infinitos túneles donde se asomaban rostros demoniacos, un círculo de negros vestidos de blanco luto, un monstruo que clavaba sus dientes en el pecho de un durmiente. Eran los increíbles recuerdos o los sueños oscuros que habían iluminado las interminables noches que había pasado en las catacumbas. «¿Solo lo habré soñado? Ya no sé qué es la realidad. ¿Me estoy volviendo loco?» Sus emociones prisioneras se habían desencadenado en líneas y colores que no respetaban ningún vínculo con la realidad. Le hubiera gustado poner sobre un enorme lienzo tales creaciones. Sí, tenía que hacerlo, tenía que ponerse a trabajar, si no quería perder la razón.

Volvió a hojearlos. En un dibujo de grandes dimensiones había representado el funeral del Comendador de una de las confraternidades, a donde le habían concedido permiso para estar presente. El cadáver en un sillón, vestido con una túnica de seda dorada, con medias de seda y un sombrero bordado con plumas. A ambos lados, una decena de jorobados y lisiados, provistos de abanicos, quitaban las moscas. A su alrededor, centenares de cirios encendidos iluminaban la gruta… Pensó de nuevo en la escena casi con la repulsión de la extrañeza. «¿Soy precisamente yo el que ha retratado estas figuras abominables? ¿Qué es lo que me está ocurriendo? ¿Estoy enfermo? El mundo de abajo, como se refieren a él Sebastián y Moira, ¿me está transformando en uno de ellos?» Sentía un indudable rechazo por todo lo que había dibujado, probablemente derivado de lo alejado que aquellos sujetos estaban de la vida normal. Pero, ¿qué era lo normal? ¿La Roma que había conocido unas semanas antes, con damas arregladas, músicos de mandolina, señoras inglesas que pintaban acuarelas de atardeceres rosados, cardenales siempre con pelucas y tan aburridos? Pensando de nuevo en los que había conocido en el periodo anterior a su bajada a las catacumbas, tuvo la impresión de una multitud de absurdas marionetas con ojos ciegos, incapaces de ver el enorme misterio que hervía debajo de esa Ciudad que llamaban Eterna.

Se sentía de un extraño humor, como sí en medio de la penumbra que lo rodeaba, su fantasía se hubiera transformado en algo misteriosamente dispuesto. Pensó en la cabeza de la medusa que Leonardo da Vinci había pintado y que pudo admirar en un palacio florentino. «¿Por qué ante esa visión se queda uno tan fascinado hasta el punto de no poder apartar la mirada?» Es como una Venus nacida de los venenos infernales. En su mente afloró la luz de un recuerdo infantil: la historia del niño secuestrado por la reina malvada de los gnomos y que estuvo prisionero en una oscura caverna. «Pero, ¿quién me había contado esa historia?» Regresó a su memoria el miedo que le entraba cuando la escuchaba, siendo muy pequeño. Se metía en la piel del protagonista de la historia, con extraordinaria fuerza. «Tuvo que ser la vieja tata, la misma que, cuando me dejaba a solas y apagaba la luz, me decía que rezara, que no perdiera la fe. «Porque el que muere sin creer está destinado a los tormentos eternos», decía. De repente, le pareció que la gruta en la que se encontraba en aquel momento era extraordinariamente parecida a la que había imaginado tantos años antes, escuchando la fábula, y que de forma increíble se había conservado en su memoria.

Justo bajo la influencia de esa impresión comenzó a dibujar: la catacumba como la caverna de la fábula, la horrible figura de la reina infernal como Milady, con el mismo rostro de fiera astuta, sobresaliendo en el fondo, que el rostro enigmático y sin orejas de la negra Sans-Peur.

XLII. LLEGA NOTICIA A ESTE TRIBUNAL

Trieste, junio de 1768

L
LEGA NOTICIA A ESTE TRIBUNAL, HOY PRIMER DÍA del mes de junio, que por obra de Rolando Vlaich, cantante de teatro, oriundo de Trieste y desde hace veinte años residente en otra población, había sido experimentado y ejecutado su propio suicidio.

Other books

Shadows Fall Away by Forbes, Kit
Lily and the Lion by Emily Dalton
Too Soon For Love by Kimberly Gardner
The Dressmaker's Daughter by Kate Llewellyn
Circle Game by Margaret Atwood
Breaking Point by Kit Power