Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Retornemos por el momento a la ideología propia del ocio. El reposo, la distensión, la evasión, la distracción probablemente sean «necesidades», pero no definen por sí mismas la exigencia propia del ocio que es el consumo del
tiempo
. El tiempo libre puede ser toda la actividad lúdica con que lo llenamos, pero es ante todo, la
libertad de perder el propio tiempo
, eventualmente de «matarlo», de gastarlo a pura pérdida. (Por lo que resulta insuficiente decir que el ocio está «alienado» por el hecho de que sólo es el tiempo necesario para reconstituir la fuerza de trabajo. La «alienación» del ocio es más profunda: lo esencial no es que esté directamente subordinado al tiempo de trabajo, sino que está ligado a LA IMPOSIBILIDAD MISMA DE PERDER EL PROPIO TIEMPO.)
El valor verdadero del uso del tiempo, el valor que el ocio intenta restituir desesperadamente, es el de poder perderlo
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. Las vacaciones son esa búsqueda de un tiempo que uno pueda perder en el sentido pleno del término, sin que esa pérdida entre a su vez en un proceso de cálculo, sin que ese tiempo tenga que ser (al mismo tiempo) «ganado». En nuestro sistema de producción y de fuerzas productivas, uno sólo puede
ganar
su tiempo: esta fatalidad pesa tanto sobre el ocio como sobre el trabajo. Uno no puede sino «hacer valer» su tiempo, aunque sea dándole un uso espectacularmente vacío. El tiempo libre de las vacaciones sigue siendo propiedad privada del que se toma vacaciones, un objeto, un bien ganado por él con el sudor de todo el año, poseído por él, un objeto del que goza como de todos los demás objetos y del que no podría desprenderse para darlo, sacrificarlo (como se hace con el objeto que se regala), para entregarlo a una disponibilidad total, a la ausencia de tiempo, que sería la verdadera libertad. El individuo está atado a «su» tiempo como Prometeo a su roca, encadenado al mito prometeico del tiempo como fuerza productiva.
Sísifo, Tántalo, Prometeo: todos los mitos existenciales de la «absurda libertad» caracterizan bastante bien al veraneante en su decorado, en sus esfuerzos desesperados por simular una «vacante», una gra- tuidad, una desposesión total, un vacío, una pérdida de sí mismo y de su tiempo que NO PUEDE alcanzar, pues es un objeto encerrado en una dimensión definitivamente objetivada del tiempo.
Vivimos una época en la que los hombres nunca llegarán a perder suficiente tiempo para conjurar esta fatalidad de pasarse su vida ganándolo. Pero uno no se desembaraza del tiempo como de una prenda de vestir. Uno ya no puede matarlo ni perderlo, como ocurre con el dinero, pues ambos son la expresión misma del sistema del valor de intercambio. En la dimensión simbólica, el dinero, el oro, es el
excremento
. Lo mismo ocurre con el tiempo objetivado. Pero, en realidad, es muy difícil y, en el sistema actual, lógicamente imposible, devolverle al dinero y al tiempo su función «arcaica» y sacrifical de excremento, lo cual sería verdaderamente librarse de ellos en el modo simbólico. En el orden del cálculo y del capital, en cierto modo, se da precisamente lo inverso: objetivados por él, manipulados por él como valor de intercambio,
nosotros nos hemos transformado en el excremento del dinero, nosotros nos hemos convertido en el excremento del tiempo.
En todas partes y a pesar de la ficción de libertad que representa el ocio, asistimos a una imposibilidad lógica del tiempo «libre»: sólo puede haber tiempo obligado. El tiempo del consumo es el de la producción. Lo es en la medida en que nunca constituye más que un paréntesis «evasivo» en el ciclo de la producción. Pero, repitámoslo, esta complementariedad funcional (diferentemente compartida según las clases sociales) no es su determinación esencial. El ocio está constreñido en la medida en que, detrás de su gratuidad aparente, reproduce fielmente todas las restricciones mentales y prácticas propias del tiempo productivo y de la cotidianidad sometida.
El tiempo de ocio no se caracteriza por actividades creadoras: la obra, la creación artística o de otra índole, nunca es una actividad
del ocio
. Generalmente se caracteriza por actividades regresivas, de un tipo anterior a las formas modernas de trabajo (actividades manuales, artesanías, coleccionismo, pesca). El único modelo rector del tiempo libre vivido hasta el momento es el de la infancia. Pero aquí hay una confusión entre la experiencia infantil de la libertad en el juego y la nostalgia de un estado social anterior a la división del trabajo. En uno y otro caso, la totalidad y la espontaneidad que quiere devolvernos el ocio, por darse en un tiempo social marcado esencialmente por la división moderna del trabajo, adquieren la forma objetiva de la evasión y la
irresponsabilidad
. Ahora bien, esa irresponsabilidad del ocio es homologa y estructuralmente complementaria de la irresponsabilidad en el trabajo. La «libertad» por un lado y la obligación, por el otro: la estructura es la misma.
El hecho mismo de la división funcional entre estas dos grandes modalidades del tiempo conforma un sistema y hace
del ocio la ideología misma del trabajo alienado
. La dicotomía instituye en uno y otro segmento las mismas carencias y las mismas contradicciones. Así es como, en las vacaciones, encontramos el mismo encarnizamiento moral e idealista de logro que en la esfera del trabajo, la misma ÉTICA DEL
FORCING
, de la compulsión. El ocio no es una praxis de la satisfacción como no lo es el consumo del que participa totalmente. O, al menos, lo es sólo en apariencia. En realidad, la obsesión del bronceado, esa movilidad espantada durante la cual los turistas «cubren» Italia, España y los museos, esa gimnasia y esa desnudez de rigor bajo un sol obligatorio y, sobre todo, esa sonrisa y esa alegría de vivir sin desanimarse nunca atestiguan la total asignación al principio de deber, de sacrificio y de ascesis. Esta es la
fun morality
de que habla Riesman, esa dimensión propiamente ética de salvación en el ocio y el placer de la que hoy nadie puede prescindir, salvo que encuentre su salvación en otros criterios de logro.
El mismo principio de obligación, homologa de la del trabajo, responde a la tendencia cada vez más evidente —y en contradicción formal con la motivación de libertad y autonomía— a la concentración de turistas y veraneantes. La soledad es un valor declamado pero poco practicado. La gente huye del trabajo, pero no de la concentración. Aquí también, por supuesto, la discriminación social cumple su parte (
Communications
, n.° 8). Mar, arena, sol y presencia de la muchedumbre son mucho más necesarios para los veraneantes situados en lo bajo de la escala social que para las clases acomodadas: cuestión de medios financieros, pero sobre todo, de aspiraciones culturales: «Supeditados a pasar vacaciones masivas, tienen necesidad del mar, del sol y de la muchedumbre para darse un ambiente que los contenga.» (
ibid.
, Hubert Macé).
«El ocio es una vocación colectiva»: este título periodístico resume perfectamente el carácter de institución, de norma social interiorizada, que han adquirido el tiempo libre y su consumo, donde el privilegio de la nieve, del
farniente
y de la cocina cosmopolita no hace más que ocultar la obediencia profunda:
1. a una moral colectiva de maximización de las necesidades y las satisfacciones, que refleja punto por punto, en la esfera privada y «libre», el principio de maximización de la producción y de las fuerzas productivas en la esfera «social»,
2. a un código de distinción, a una estructura de diferenciación, pues el criterio distintivo, que durante mucho tiempo fue la «ociosidad» para las clases acomodadas de otras épocas, es hoy el «consumo» de tiempo inútil. La regla que rige, y muy tiránicamente, el ocio es la obligación de no hacer nada (útil), del mismo modo que regía la posición de los privilegiados en las sociedades tradicionales. El ocio, todavía repartido de manera muy desigual, continúa siendo en nuestras sociedades democráticas, un factor de selección y de distinción cultural. Sin embargo, es posible suponer (o al menos imaginar) que la tendencia puede invertirse: en
Un mundo feliz
de A. Huxley, los Alfas son los únicos que trabajan y la masa de los demás se entrega al hedonismo y al ocio. Podemos admitir que, con el aumento del ocio y la «promoción» generalizada del tiempo libre, el privilegio se invierta y que el fin último sea reservar cada vez menos tiempo al
consumo obligatorio
. Si, al desarrollarse, los momentos de ocio caen cada vez más, como es probable y en sentido contrario de su proyecto ideal, en la competencia y la ética disciplinaria, podríamos suponer que el trabajo (cierto tipo de trabajo) termine siendo el lugar y el tiempo para reponerse de ese ocio. En todo caso, el trabajo puede ahora mismo transformarse en un signo de distinción y de privilegio: es la «esclavitud» afectada del personal superior y de los directores de empresa que se jactan de trabajar quince horas por día.
Llegamos así al término paradójico en el que lo que se
consume
es el trabajo mismo. En la medida en que se lo prefiere al tiempo libre, en la medida en que hay demanda y satisfacción «neurótica» a través del trabajo, en la medida en que el exceso de trabajo es índice de prestigio, estamos entrando en el terreno del consumo del trabajo. Pero bien sabemos que todo puede llegar a ser objeto de consumo.
Pero, lo cierto es que el valor distintivo del ocio hoy sigue siendo importante y lo será por largo tiempo. Hasta la valorización reactiva del trabajo no hace más que probar
a contrario
la fuerza del ocio como
valor noble
en la representación profunda. «
Conspicuous abstention from labour becomes the conventional index of reputability
»
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, dice Veblen en su
Teoría de la clase ociosa
. El trabajo productivo es vil: esta es una tradición siempre válida, posiblemente reforzada por la competencia creciente por el estatus de nuestras sociedades «democráticas» modernas donde esta ley del valor/ocio adquiere la fuerza de una prescripción social absoluta.
El ocio no es pues, como se supone, una función del
goce
del tiempo libre, de la satisfacción y del reposo funcional, sino que se define como el consumo de tiempo improductivo. Volvemos así a la idea de la «pérdida de tiempo» de la que hablábamos antes, pero para mostrar cómo el tiempo libre
consumido
es en realidad el tiempo de una
producción
. Aunque económicamente improductivo, es el tiempo de una producción de
valor
, valor de distinción, valor de estatus, valor de prestigio. No hacer nada (o no hacer nada productivo) es, en ese sentido, una actividad específica. Producir valor (signos, etc.) es una prestación social
obligatoria
, es todo lo contrario de la pasividad, aun cuando esta última sea el discurso manifiesto del ocio. En realidad, durante el ocio, el tiempo no es «libre»; es un tiempo
gastado
y no a pura pérdida porque, para el individuo social, es el momento de una producción de estatus. Nadie tiene necesidad del ocio, pero a todos se nos conmina a dar prueba de que disponemos de él en relación con el trabajo productivo.
El
consumo
del tiempo vacío es pues una especie de
potlatch
en el cual el tiempo libre es material de significación y de intercambio de signos (paralelamente a todas las actividades anexas e internas del ocio). Como en
La parte maldita
de Bataille, ese tiempo adquiere valor en su destrucción misma, en el sacrificio, y el ocio es el lugar de esta operación «simbólica»
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.
De modo que, en última instancia, el ocio se
justifica
en la lógica de la distinción y de la producción de valor. Esto puede verificarse casi experimentalmente: abandonado a sí mismo, en estado de «disponibilidad creadora», el hombre ocioso busca desesperadamente algo que hacer, un clavo que clavar, un motor que desarmar. Fuera de la esfera de la competencia, no hay necesidades autónomas, no hay motivación espontánea. Pero ello no implica que renuncie a no hacer nada, por el contrario, tiene la «necesidad» imperiosa de no hacer nada, porque esa inactividad tiene un valor social distintivo.
Aún hoy, lo que reivindica el individuo medio a través de las vacaciones y el tiempo libre no es la «libertad de realizarse» (¿en cuanto a qué? ¿Qué esencia oculta habrá de surgir?), sino que es, ante todo, demostrar la inutilidad de su tiempo, exhibir el excedente de tiempo como capital suntuario, como
riqueza
. El tiempo de ocio, como el del consumo en general, pasa a ser el tiempo social fuerte y marcado, productor de valor, dimensión no de la
supervivencia
económica, sino del
estatus
social.
Vemos así, como último análisis, en qué se basa la «libertad» del tiempo libre. Para comprenderla, debemos asemejarla a la «libertad» de trabajar y a la «libertad» de consumir. Así como
es necesario
que el trabajo sea «liberado» como fuerza de trabajo para que adquiera un valor de intercambio económico, así como
es necesario
que el consumidor sea «liberado» en cuanto tal, es decir, que pueda ser libre (formalmente) de elegir y de establecer preferencias para que, de ese modo, pueda instituirse el sistema de consumo, también
es necesario
que el tiempo sea «liberado», es decir, despojado de sus implicaciones (simbólicas, rituales) para convertirse:
1. no sólo en
mercancía
(en el tiempo de trabajo) en el ciclo de intercambio económico,2. sino, además, en
signo
y material de signos que adquiere, en el ocio, valor de intercambio social (valor lúdico de prestigio).
Esta última modalidad es la única que define el tiempo
consumido
. El tiempo de trabajo, por su parte, no se «consume» o, más precisamente, sólo se consume en el sentido en que un motor consume gasolina, acepción que no tiene nada que ver con la
lógica
del consumo. En cuanto al tiempo «simbólico», es decir, el que no está obligado económicamente ni es «libre» como función/signo, sino que está
ligado
al ciclo concreto de la naturaleza o del intercambio social recíproco, es indisociable de este ciclo, ese tiempo, evidentemente, no se «consume». En realidad, sólo por analogía y por proyección de nuestra concepción cronométrica lo llamamos «tiempo»; en realidad es un ritmo de intercambio.