Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Nuestro mundo de los «servicios» es aún en gran medida el de Swift. La hosquedad del funcionario, la agresividad del burócrata son formas arcaicas sobrevivientes de inspiración swiftiana. Así, el servilismo del peluquero de señoras, el importunismo deliberado, sin escrúpulos, del representante comercial, son todas formas violentas, forzadas, caricaturescas de la relación de servicio. Retórica del servilismo donde, a pesar de todo, se transparenta —como entre los señores y los sirvientes de Swift— una forma alienada de la relación
personal
. La manera que tienen el empleado de banco, el botones o la oficinista de correo de expresar —ya sea por la acrimonia, ya sea por la hiperdevoción— que se les paga para hacer lo que hacen es lo que hay en ellos de humano, de personal y de irreducible al sistema. La grosería, la insolencia, la distancia afectada, la lentitud calculada, la abierta agresividad o, inversamente, el respeto excesivo, son lo único en ellos que se resiste a la contradicción de tener que encarnar
como si fuera natural
una devoción sistemática y por la cual se les paga y punto. De ahí el ambiente viscoso, siempre al borde de la agresión velada, de ese intercambio de «servicios», en el cual
las personas reales se resisten a la personalización funcional de los intercambios.
Pero esto no es más que un residuo arcaico: la verdadera relación funcional hoy ha resuelto toda tensión, la relación «funcional» de servicio ya no es violenta, hipócrita, seudomasoquista, es abiertamente cálida, está espontáneamente personalizada y definitivamente pacificada: me refiero, por ejemplo, a la atonalidad vibrante de las locutoras de Orly o de la televisión, a la sonrisa atonal «sincera» y calculada (pero que en el fondo no es ni una cosa ni otra, pues ya no es cuestión de sinceridad ni de cinismo; se trata de la relación humana que se ha vuelto «funcional», depurada de todo rasgo de carácter o psicológico, depurada de toda armonía real y afectiva, que ha sido reconstituida, en cambio, partiendo de las vibraciones calculadas de la relación ideal, en suma, separada de toda dialéctica moral violenta del ser y de la apariencia y restituida a la única funcionalidad del
sistema
de relaciones).
En nuestra sociedad de consumo de servicios, aún estamos en la intersección de estos dos órdenes, situación que ilustraba muy bien el filme de Jacques Tati,
Playlime
. En él se pasaba del sabotaje tradicional y cínico, de la parodia malvada de los servicios (todo el episodio del cabaré prestigioso, el pescado enfriado que va de una mesa a la otra, la instalación eléctrica que se descompone, toda la perversión de las «estructuras de recepción» y la desintegración de un universo demasiado nuevo) a la funcionalidad instrumental e inútil de los salones de recepción, con sillones y plantas verdes, fachadas vidriadas y una comunicación sin orillas, en la solicitud glacial de los innumerables
gadgets
y de un ambiente impecable.
La función social de la publicidad debe entenderse en la misma perspectiva extraeconómica de la ideología del don, de la gratuidad y del servicio. Pues la publicidad no es sólo promoción de ventas, sugestión con fines económicos. Y tal vez ni siquiera lo sea
en primer lugar
(su eficacia económica se cuestiona cada vez con más frecuencia): lo propio del «discurso publicitario» es negar la racionalidad económica del intercambio comercial, con los auspicios de la gratuidad
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.
Esta gratuidad tiene aspectos económicos menores: las rebajas, los saldos, los regalos a empresarios, todas las chucherías que se ofrecen junto con una compra, los
gimmicks
o trucos publicitarios. La profusión de premios, de juegos, de concursos, de negocios excepcionales constituye el proscenio de la promoción, su aspecto exterior, tal como se le presenta al ama de casa de base. Descripción robot: «Por la mañana, el ama de casa consumidora abre los postigos de su casa, la casa de la felicidad ganada en el gran concurso Floraline. Toma su té en el juego de taza y platillo con decorado persa que obtuvo gracias a las Triscottes (a cambio de cinco comprobantes de compra y 9,90 F)… Se pone un vestido… una oferta de 3J (20% de descuento) para ir a Prisunic. No olvida su tarjeta Prisu que le permite comprar sin dinero… Y lo más importante es que encuentra todo lo que buscaba. En el supermercado, jugó al juego de la linterna mágica Buitoni y ganó 0,40 F de descuento en una lata de pollo imperial (5,90 F). Para su hijo, algo cultural: el cuadro de Peter Van Hought con el jabón en polvo Persil. Gracias a los copos de maíz Kellog's, el niño ha construido un aeropuerto. Por la tarde, para distenderse, nuestra ama de casa pone un disco, un concierto branden- burgués. Es de 33 r. p. m. y le costó 8 F con el Tri Pack San Pellegrino. Esta noche, la gran novedad: la televisión color gentilmente prestada durante tres días por Philips (simplemente solicitándola, sin obligación de compra), etc.» «Cada vez vendo menos blanqueador y más regalos», suspira el director comercial de una fábrica de detergentes.
Esto no es más que el guiño, la morralla de las relaciones públicas. Pero es interesante observar que la publicidad es la extrapolación gigantesca de ese «algo más». En la publicidad, las pequeñas gratificaciones cotidianas adquieren la dimensión de un hecho social total. La publicidad se «dispensa», es una oferta gratuita a todos y para todos. Es la imagen prestigiosa de la abundancia, pero, sobre todo, la garantía repetida del milagro virtual de la gratuidad. Su función social es pues la de un sector de las relaciones públicas. Ya sabemos cómo proceden: visita a las fábricas (Saint-Gobain, cursillos de reciclaje de los cuadros en los castillos Luis XIII, sonrisa fotogénica del director general, obras de arte en las fábricas, dinámica del grupo: «La tarea del sector de relaciones públicas es mantener una armonía de intereses mutuos entre el público y los gerentes»). Del mismo modo, la publicidad en todas sus formas tiene la función de instaurar un
tejido social
ideológicamente unificado con los auspicios de un supermecenazgo colectivo, de una superfeudalidad graciosa que nos ofrece todos esos «algo más» como los nobles le ofrecían la fiesta a su pueblo. A través de la publicidad, que es ya en sí misma un servicio social, todos los productos se presentan como servicios, todos los procesos económicos reales se hacen aparecer y se reinterpretan socialmente como efectos de dádiva, de fidelidad personal y de relación afectiva. Poco importa que esa munificencia, como la de los potentados, nunca sea más que la redistribución funcional de una parte de los beneficios. La astucia de la publicidad estriba precisamente en
sustituir en todas partes la lógica del mercado por la magia del Carguero
(la abundancia total y milagrosa con que sueñan los indígenas).
Todos los juegos de la publicidad van en esa dirección. Podemos ver que siempre se muestra discreta, benévola, en un segundo plano, desinteresada. Una hora de emisión de radio para un minuto dedicado a la marca. Cuatro páginas de prosa poética y la marca de la empresa, avergonzada (?!) al pie de una página. Y todos los juegos con ella misma, sobrepuja de moderación y de parodia «antipublicitaria». La página en blanco para el Volkswagen 1.000.000: «No podemos mostrárselo; se acaba de vender.» Todo esto, que puede inscribirse en la historia de la retórica publicitaria, se deduce, en primer término, lógicamente, de la necesidad que tiene la publicidad de despegarse del plano de las imposiciones económicas y de alimentar la ficción de un juego, de una fiesta, de una institución caritativa, de un servicio social desinteresado. La ostentación del desinterés juega como función social de la riqueza (Veblen) y como factor de integración. Y se hará jugar hasta el límite la agresividad hacia el consumidor con la antifrase. Todo es posible y todo es bueno, no tanto para vender como para crear consenso, complicidad,
colusión
, en suma, también en esta esfera, para producir relación, cohesión, comunicación. Que ese consenso inducido por la publicidad pueda
luego
dar por resultado la adhesión a objetos o conductas de compra y obediencia implícita a los imperativos económicos de consumo es incierto, pero no es lo esencial. Y, de todas maneras, esta función económica de la publicidad es una
consecuencia
de su función social global. Por eso mismo, nunca es segura
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.
El escaparate, todos los escaparates, que son, junto con la publicidad, el centro de convección de nuestras prácticas urbanas consumidoras, son también el lugar por excelencia de esta «operación consenso», de esa comunicación y de ese intercambio de valores por medio del cual toda una sociedad se homogeneiza en virtud de una aculturación, una adaptación cotidiana incesante a la lógica silenciosa y espectacular de la moda. Ese espacio específico que es el escaparate, ni exterior ni interior, ni privado ni completamente público, que ya es la calle, sin dejar de mantener, detrás de la transparencia del vidrio, el carácter opaco y la distancia de la mercancía, ese espacio específico es también el lugar de una relación social específica. La sucesión ininterrumpida del escaparate, su
magia calculada
que siempre es, al mismo tiempo, una frustración, ese vals de vacilación del
shopping
es la danza canaca de exaltación de los bienes antes del intercambio. Entre los nativos de Oceanía, los objetos y productos se ofrecen mediante una puesta en escena gloriosa, una ostentación sacralizante (no se trata de una notificación pura y sencilla, como tampoco lo es en la publicidad; es, como dice G. Lagneau, una revalorización, un hacer valer). Ese don simbólico que simulan los objetos puestos en escena, ese intercambio simbólico, silencioso, entre el objeto ofrecido y la mirada, invita evidentemente, al intercambio real, económico, en el interior de la tienda. Pero no necesariamente la comunicación que se establece en el nivel del escaparate es principalmente la de los individuos con los objetos. Se trata, antes bien, de una comunicación generalizada de todos los individuos entre sí, a través, no de la contemplación de los mismos objetos, sino a través de la lectura y el reconocimiento, en los mismos objetos, del mismo sistema de signos y del mismo código jerárquico de valores. Esa es la aculturación, el adiestramiento, que se produce a cada instante por doquier en las calles, en los muros, en las estaciones del metro, en los paneles publicitarios y los carteles luminosos. Los escaparates escanden así el proceso social del valor: son para todos un test de adaptación continua, un test de proyección dirigida y de integración. Las Grandes Tiendas constituyen una especie de pináculo de ese proceso urbano, un verdadero laboratorio y crisol social donde la «colectividad refuerza su cohesión, como en las fiestas y los espectáculos» (Durkheim, en
Las formas elementales de la vida religiosa).
La ideología de una sociedad que cuida amable y continuamente de
usted
culmina en la ideología de una sociedad que atiende a cada uno de sus miembros y muy precisamente como a un enfermo virtual. Y debemos creer, en efecto, que el gran cuerpo social está definitivamente enfermo, que los ciudadanos consumidores son sumamente frágiles y que siempre están al borde del desfallecimiento y el desequilibrio para que, por todas partes, entre los profesionales, en los periódicos y entre los moralistas analistas siempre se imponga ese discurso «terapéutico».
Bleustein-Blanchet: «Considero que las encuestas son un instrumento indispensable de medición que el publicitario debe utilizar como el
médico
que prescribe análisis y radiografías.»
Un publicitario: «Lo que viene a buscar el cliente es seguridad. Tiene necesidad de que se le tranquilice, de alguien que lo tome a su cargo. Para él, usted es a veces el padre o la madre, a veces el hijo…» «Nuestro oficio se asemeja al arte médico.» «Somos como el terapeuta que da consejos y no impone nada.» «Mi oficio es un sacerdocio, como el del médico.»
Arquitectos, publicitarios, urbanistas, diseñadores, todos pretenden ser demiurgos o, más exactamente, taumaturgos de la relación social y del ambiente. «La gente vive en la fealdad»: hay que curar todo eso. Los psicólogos sociales también se consideran
terapeutas
de la comunicación humana y social. Hasta los industriales se toman por misioneros del bienestar y de la prosperidad general. «La sociedad está enferma»: ése es el
leitmotiv
de todas las almas caritativas que están en el poder. La sociedad de consumo es un chancro, «es necesario aportarle un poco de alma» dice el señor Chaban-Delmas. Cabe aclarar que los
medicine men
contemporáneos en que se han convertido los intelectuales son en alto grado cómplices de ese gran mito de la Sociedad Enferma, mito que exime de todo análisis de las contradicciones reales. Sin embargo, los intelectuales tienden a localizar el mal en un nivel fundamental, de ahí su pesimismo profético. Los profesionales en general tienden más bien a mantener el mito de la Sociedad Enferma, no tanto orgánicamente (pues en ese caso, es incurable), sino funcionalmente, en el nivel de sus intercambios y del metabolismo. De ahí su optimismo dinámico: para curarla basta con restablecer la
funcionalidad
de los intercambios, con acelerar el metabolismo (es decir, nuevamente, inyectar comunicación, relación, contacto, equilibrio humano, calor, eficiencia y sonrisa controlada). Y a ello se dedican alegremente y con provecho.
Debemos insistir en que toda esta liturgia de la solicitud es de una profunda ambigüedad, ambigüedad que se repite exactamente en el doble sentido del verbo «solicitar»:
1. La acepción de donde deriva el adjetivo «solícito», es decir, el que hace una diligencia cuidadosa y que implica ocuparse de alguien, gratificarlo, mimarlo, etc. La solicitud es aquí el DON.
2. El sentido inverso que implica DEMANDA (como cuando se solicita una respuesta) de exigencia, de pedido insistente (como cuando alguien «solicita de amores»), sentido más evidente aún en la acepción moderna de «solicitar las cifras, solicitar los datos». Aquí se trata francamente de desviar, captar, distraer en provecho propio. Exactamente lo inverso de la diligencia solícita.
Ahora bien, la función de todo el aparato, institucional o no institucional, de solicitud (relaciones públicas, publicidad, etc.) que nos rodea y prolifera es, al mismo tiempo, gratificar y satisfacer y también seducir y desviar subrepticiamente. El consumidor medio es siempre el
objeto
de esta doble empresa, es solicitado en todos los sentidos del término: ideología del DON que transmite la actitud «solícita» al tiempo que es siempre el pretexto del condicionamiento real que es el de la solicitud exigencia
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