—¿Graduado? — preguntó Bean.
Ender asintió.
—¿Por qué han tardado tanto? — preguntó Bean—. Sólo eres dos o tres años más joven de lo normal. Ya has aprendido a caminar, a hablar y a vestirte solo. ¿Qué les queda por enseñarte?
Toda la historia parecía una broma. ¿De verdad pensaban que en ganaban a alguien? Le echaban la bronca a Ender por insubordinación pero luego lo graduaban porque tenían una guerra en marcha y no les quedaba mucho tiempo para prepararlo. Era la única esperanza para vencer y lo trataban como si fuera una mierda pegada en el zapato.
—Todo lo que sé es que el juego se ha acabado —dijo Ender. Dobló el papel—Por fin. ¿Puedo decírselo a mi escuadra?
—No hay tiempo —dijo Graff—. Tu lanzadera parte dentro de veinte minutos. Además, es mejor no hablar con ellos después de recibir las órdenes. De este modo resulta más fácil.
—¿Para ellos o para ustedes? — preguntó Ender.
Se volvió hacia Bean, le dio la mano. Para Bean, fue como si lo tocara el dedo de Dios. Lo llenó de luz. Tal vez soy su amigo. Tal vez siente hacia mí una pequeña parte del… sentimiento que él me inspira.
Entonces se acabó. Ender le soltó la mano. Se volvió hacia la puerta.
—Espera —dijo Bean—. ¿Adonde vas? ¿Tácticas? ¿Navegación? ¿Apoyo?
—A la Escuela de Mando —dijo Ender.
—¿Pre-Mando?
—Mando.
Ender salió por la puerta.
Derecho a la Escuela de Mando. La escuela de élite cuyo emplazamiento era un secreto. Los adultos iban a la Escuela de Mando. La batalla tendría lugar muy pronto, para que tuvieran que saltarse todas cosas que tenía que aprender en Tácticas y Pre-Mando.
Agarró a Graff por la manga.
—¡Nadie va a la Escuela de Mando hasta que tiene dieciséis años!
Graff se zafó de la mano de Bean y salió. Si captó el sarcasmo Bean, no dio muestras de ello.
La puerta se cerró. Bean se quedó solo en la habitación de Ender.
Miró alrededor. Sin Ender, la habitación no era nada. Estar aquí no justificaba nada. Sin embargo, apenas habían pasado unos cuantos días, ni siquiera una semana, desde que Bean estuvo aquí y Ender le dijo que iba a recibir un batallón, después de todo.
Por algún motivo, Bean recordó el momento en que Poke le tendió seis cacahuetes. Era la vida lo que le tendía entonces.
¿Era vida lo que Ender le había dado a Bean? ¿Era lo mismo?
No. Poke le dio la vida. Ender le dio significado.
Cuando Ender se encontraba allí, ésa era la habitación más importante de la Escuela de Batalla. En aquel momento no era más que un cuartucho.
Bean regresó pasillo abajo hasta la habitación que había pertenecido a Carn Carby hasta entonces. Hasta hacía una hora. Apoyó la palma… y la abrió. Ya había sido programada.
La habitación estaba vacía. No había nada dentro.
La habitación es mía, pensó Bean.
Mía, y sin embargo sigue vacía.
Sintió un arrebato de emoción en su interior. Debería estar nervioso, orgulloso de tener su propio mando. Pero en realidad no le importaba. Como Ender dijo, el juego no era nada. Bean realizaría un trabajo decente, pero merecería el respeto de sus soldados porque parte de la gloria de Ender estaría reflejada en él, un pequeño Napoleón que llevaba zapatos de hombre mientras ladraba órdenes con vocecita infantil. Un Calígula diminuto, el «Botita», el orgullo del ejército de Germánico. Pero cuando llevaba las botas de su padre, esas botas estaban vacías, y Calígula lo sabía, y nada de lo que hiciera podría cambiarlo. ¿Era ésa su locura?
No me volverá loco, pensó Bean. Porque no ansío lo que Ender tiene o lo que es. Es suficiente con que
él
sea Ender Wiggin. Yo no tengo que serlo.
Comprendía lo que era ese sentimiento que se agolpaba en su interior, que llenaba su corazón, que hacía asomar lágrimas a sus ojos y arder su rostro, y lo obligaba a jadear, a sollozar en silencio. Se mordió los labios, tratando de hacer que la emoción desapareciera por la fuerza— No sirvió. Ender se había ido.
Ahora que sabía lo que era el sentimiento, podía controlarlo. Se tumbo en el camastro y ejecutó su rutina de relajamiento hasta que le pasaron las ganas de llorar. Ender le había dado la mano al despedirse. Ender había dicho: «Espero que reconozca lo que vales.» En realidad, Bean no tenía nada que demostrar. Lo haría lo mejor posible con la escuadra Conejo porque, tal vez, en algún momento en el futuro, cuando Ender estuviera en el puente de la nave insignia de la flota humana, Bean tal vez tendría algún papel que representar, algún modo de ayudar. Alguna pirueta que Ender necesitara que hiciera para deslumbrar a los insectores. Así que complacería a los profesores, los dejaría absolutamente impresionados, de manera que mantuvieran las puertas abiertas para él, hasta que llegara un día en que una puerta se abriera y su amigo Ender asomara al otro lado, y él pudiera estar de nuevo a sus órdenes.
—Llamar a Aquiles fue el último gesto de Graff, y sabemos que esta maniobra suscitaba una gran preocupación. ¿Por qué no jugar sobre seguro y cambiar al menos a Aquiles a otra escuadra?
—Bean no tiene por qué vivir la situación de Bonzo Madrid.
—Pero no tenemos ninguna seguridad de que sea así, señor. El coronel Graff se guardó un montón de información para sí. Un montón de conversaciones con sor Carlotta, por ejemplo, sin ningún memorándum de lo que se dijo en ellas. Graff sabe cosas sobre Bean y, puedo prometérselo, también sobre Aquiles. Creo que nos ha tendido una trampa.
—Se equivoca, capitán Dimak. Si Graff ha tendido una trampa, no ha sido a nosotros.
—¿Está seguro de eso?
—A Graff no le gustan los juegos burocráticos. No le preocupamos un pimiento usted ni yo. Si ha tendido una trampa, en cualquier caso será para Bean.
—¡Bueno, a eso me refería!
—Comprendo su argumento. Pero Aquiles se queda.
—¿Por qué?
—Las pruebas de Aquiles demuestran que posee un temperamento notablemente equilibrado. No es ningún Bonzo Madrid. Por tanto, Bean no corre peligro físico. La tensión parece ser más bien psicológica. Una prueba de carácter. Y ése es precisamente el aspecto de Bean que más desconocemos, dada su negativa a jugar al juego mental y la ambigüedad de la información que obtuvimos por sus juegos con su clave de acceso. Por tanto, creo que esta relación forzosa con su enemigo merece la pena.
—¿Enemigo o némesis, señor?
—Los seguiremos de cerca. No haré que los adultos estén tan lejos que no puedan llegar para intervenir a tiempo, como dispuso Graff con Ender y Bonzo. Se tomarán todas las precauciones. No voy a jugar a la ruleta rusa como hizo Graff.
—Sí que lo va a hacer, señor. La única diferencia es que que sólo tenía una recámara vacía, y usted no sabe cuántas recámaras están vacías porque él cargó el arma.
En su primera mañana como comandante de la Escuadra Conejo Bean se despertó y descubrió un papelito en el suelo. Por un momento se sorprendió ante la idea de que le pudieran haber asignado una batalla antes incluso de conocer a su escuadra, pero para su alivio la nota era algo mucho más mundano.
Dado el número de nuevos comandantes, la tradición de no reunirse en el comedor de comandantes hasta después de la primera victoria queda abolida. Comerás en la sala de oficiales inmediatamente.
Sí, era lógico. Como iban a acelerar los planes de batalla para todo el mundo, querían que los comandantes pudieran compartir información desde el principio. Y que también estuvieran sujetos a la presión social de sus iguales.
Con el papel en la mano, Bean recordó el modo en que Ender sostenía sus órdenes, cada imposible nueva permutación en el juego. El hecho de que su orden tuviera sentido no significaba que fuera acertada. No había nada sagrado en el juego que hiciera que Bean lamentara los cambios en reglas y costumbres, pero la forma en que los profesores los manipulaban sí que le molestaba.
El haberle cortado el acceso a la información sobre los estudiantes por ejemplo. La cuestión no era por qué la cortaban, ni siquiera por qué le dejaron acceder a ella durante tanto tiempo. La cuestión era por qué los otros comandantes no disponían de tanta información se suponía que estaban aprendiendo a ser líderes, entonces deberían tener las herramientas del liderazgo.
Y mientras estuvieran cambiando el sistema, ¿por qué no deshacerse de todo lo realmente pernicioso y destructivo que realizaban? Por ejemplo, las gráficas de puntuaciones en los comedores, ¡Porcentajes y puntos! En vez de combatir con ganas, esas puntuación hacían que soldados y comandantes por igual fueran más cautelosos, menos dispuestos a experimentar. Por eso la ridícula costumbre de pelear en formación había durado tanto tiempo: Ender no podía haber sido el primer comandante en ver un modo mejor. Pero nadie quería sacudir el barco, para ser el que innovara y pagara el precio desapareciendo de las estadísticas. Era mucho mejor tratar cada batalla como un problema completamente separado, y sentirse libres de enzarzarse en las batallas como si fueran un juego en vez de trabajo. La creatividad y el desafío aumentarían de forma drástica. Y los comandantes no tendrían que preocuparse, cuando dieran una orden a un batallón o a un individuo, si hacían que un soldado concreto sacrificara su estadística por bien de la escuadra.
No obstante, lo más importante era el desafío que encerraba la decisión que había tomado Ender: rechazar el juego. El hecho de que se graduara antes de poder declararse en huelga no cambiaba el hecho de que, si lo hubiera hecho así, Bean lo habría apoyado.
Ahora que Ender ya no estaba, no tenía sentido boicotear el juego. Sobre todo si Bean y los demás iban a avanzar hasta un punto en que podrían ser parte de la flota de Ender cuando se produjeran las batallas de verdad. Pero podían hacerse cargo del juego, usarlo para sus propios fines.
Así que, vestido con su nuevo uniforme de la Escuadra Conejo, que tampoco le estaba bien, Bean se encontró una vez más de pie sobre una mesa, en esa ocasión en el comedor de oficiales, que era mucho más pequeño. Como el discurso de Bean del día anterior ya se había convertido en leyenda, hubo risas y algunos abucheos cuando se levantó.
—¿La gente de donde vienes come con los pies, Bean?
—En vez de subirte a las mesas, ¿por qué no
creces
, Bean?
—¡Ponte zancos para que podamos mantener las mesas limpias! Pero los otros nuevos comandantes que, hasta el día anterior, eran jefes de batallón en la Escuadra Dragón, no se burlaron ni se rieron. Pronto prevaleció su respetuosa atención hacia Bean y el silencio se extendió por la sala.
Bean alzó un brazo para señalar la pizarra que mostraba las puniciones.
—¿Dónde está la Escuadra Dragón? — preguntó.
—La disolvieron —respondió Petra Arkanian—. Los soldados han sido distribuidos entre las otras escuadras. Excepto vosotros, que antes erais Dragones.
Bean escuchó, guardándose para sí su opinión sobre ella. Todo lo que pudo pensar fue que, dos noches antes, voluntariamente o no, fue la judas que trataba de atraer a Ender a una trampa.
—Sin la Dragón ahí arriba —dijo—, esa pizarra no significa nada. Sean cuales sean las calificaciones que obtengamos, no serían las mas altas si la Dragón estuviera todavía ahí.
—No podemos hacer gran cosa al respecto —manifestó Dink Meeker.
—El problema no es que falte la Dragón —dijo Bean—. El problema es que no deberíamos tener esa pizarra. No somos enemigos unos de otros. El único enemigo son los insectores. Se supone que nosotros somos aliados. Tendríamos que estar aprendiendo unos de otros, compartiendo información e ideas. Tendríamos que sentirnos libres para experimentar, para probar nuevas maniobras sin temer las repercusiones que ello pueda tener en nuestras calificaciones. Esa pizarra de ahí es el juego de los profesores, que nos vuelven por turnos a unos contra otros. Como Bonzo. Nadie de aquí está tan loco de celos como él, pero venga ya, era lo que esas calificaciones estaban condenadas a crear. Quiso romperle la cabeza a nuestro mejor comandante, nuestra mejor esperanza contra la siguiente invasión de los insectores, ¿Y Por qué? Porque Ender lo humillaba en las calificaciones. ¡Pensad en eso! ¡Las calificaciones eran más importantes para él que la guerra contra los fórmicos!
—Bonzo estaba loco —replicó William Bee.
—Pues entonces no estemos locos. Quitemos esas calificaciones del juego. Libremos una batalla cada vez, partiendo de cero. Usad todo vuestro ingenio para ganar. Y cuando acabe la batalla, ambos comandantes se sientan y explican qué pensaban, por qué hicieron lo que hicieron, para poder aprender uno del otro. ¡Nada de secretos! ¡Todo el mundo lo prueba todo! ¡Y a hacer puñetas las calificación!
Hubo murmullos de asentimiento, y no sólo por parte de los antiguos Dragones.
—Te resulta fácil decir eso —dijo Shen—. Tus calificaciones ahora son las últimas.
—Y ése es precisamente el problema. Recelas de mis motivos, ¿y por qué? Por culpa de las calificaciones. Pero ¿no se supone que todos vamos a ser comandantes de la misma flota algún día? ¿Que vamos a trabajar juntos? ¿Que vamos a confiar los unos en los otros? ¿Qué punto estaría enferma la F.I., si todos los capitanes de sus naves y los comandantes de sus fuerzas de choque y los almirantes de flota se pasaran el tiempo preocupándose por sus estadísticas en vez de trabajar juntos para derrotar a los fórmicos? Quiero aprender de ti, Shen. No quiero
competir
contigo por un rango vacío que los profeses han colgado en la pared para manipularnos.
—Estoy segura de que a vosotros los Dragones os preocupa aprender de nosotros, los perdedores —dijo Petra.
Así lo dijo, sin tapujos.
—¡Sí! Sí me preocupa. Precisamente porque he estado en la Escuadra Dragón. Aquí hay nueve de nosotros que conocemos bastante bien sólo lo que aprendimos de Ender. Bueno, por brillante que fuera, no es el único en la flota, ni siquiera en la escuela, que sabe algo. Necesito aprender cómo piensas tú. No necesito que me guardes secretos, y tú no necesitas que yo te guarde secretos a ti. Tal vez parte de lo que convertía a Ender en el mejor era que hacía que todos sus jefes de batallón hablaran entre sí, que se sintieran libres para intentar maniobras y tácticas nuevas, pero sólo mientras compartiéramos lo que hacíamos. Hubo más asentimientos esta vez. Incluso los que dudaban asentían pensativos.