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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La sombra del Coyote / El Coyote acorralado

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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Episodios 5 y 6 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.

José Mallorquí

La sombra del Coyote/El Coyote acorralado

Coyote 005 y 006

ePUB v1.3

Cris1987
30.11.12

Título original:
La sombra del Coyote/El Coyote acorralado

José Mallorquí, 1945.

Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta

Diseño portada: Salvador Fabá

Editor original: Cris1987 (v1.3)

Corrección de erratas: Faro47

ePub base v2.0

Prólogo en 1849

—Bien, Forbes, ¿tienes algo que decir? Date prisa; no podemos perder más tiempo.

La pregunta era como el eco de una implacable sentencia de muerte, y el que la pronunció lo hizo como si cumpliera un simple formulismo. Era un hombre de unos treinta años, muy recio, vestido con elegancia a la moda de la California de entonces. Se balanceaba sobre los altos tacones de sus botas de montar y sus manos apoyábanse en el largo cañón de su fusil. Su aguileña nariz y sus hundidos ojos le daban aspecto de ave de presa. Sus finos labios estaban casi cubiertos por el caído y negro bigote.

El hombre a quien había sido dirigida la pregunta era muy distinto. Unos veinte años mayor que el otro, tenía el cabello y la barba ya grises, y su rostro poseía la expresión paciente de los que están habituados a ver llegar y pasar las penas mientras ellos siguen marchando por el difícil camino que la vida les ha trazado y trabajan con toda la habilidad de que son capaces. Era uno de tantos miles de granjeros que habían buscado un nuevo hogar en las tierras del Oeste, luchando contra dificultades casi invencibles, arrancando penosamente los alimentos de un suelo sin domar.

En aquel momento estaba sentado en un tronco caído, con las manos atadas a la espalda, la barbilla hundida en el pecho, expresando todo él la máxima desesperación. Sin embargo, al oír la pregunta del otro levantó la cabeza y su mirada buscó, instintivamente, la casita de troncos, el corral dónde bramaba la vaca, cuyas ubres, llenas de leche, no habían sido vaciadas aquella mañana. Mas allá vio también el gran huerto que, por fin, empezaba a producir y era ya una promesa de bienestar. Todo lo había levantado con sus propias manos, desviando hacia allí el riachuelo que cruzaba el prado, derribando con su hacha los viejos árboles para obtener de ellos el maderamen necesario para tender la cerca. Había creado el lugar. Lo amaba como sólo el agricultor que ha convertido la tierra salvaje en terreno productivo sabe amar. Y ahora tendría que abandonarlo para siempre, expulsado como si hubiese cometido un crimen.

Luego su mirada abarcó a los seis hombres en semicírculo ante él. Vio sus miradas curiosas e implacables a la vez. Eran vaqueros, gente alquilada por el hombre que había hablado. Fieles en todo a él. Sin embargo, porque Dios le había dado una vida y la orden de defenderla, dijo:

—No puedo hacer más que repetir lo que antes dije. Yo no he tocado ni una sola de tus cabezas de ganado.

—Sin embargo, las encontramos en tus tierras con las marcas cambiadas. Del I. B. hiciste el 4. B. Elegiste una marca muy práctica.

—El 4. B. fue mi marca mucho antes de venir aquí —replicó Forbes—. Es un arreglo de mi nombre (
Four–Bes
= Cuatro bes). Si hubiera hecho lo que dices habría sido un loco trayendo los animales a mis tierras sin esperar a que las marcas cicatrizasen.

—Entonces explica su presencia. No creerás que se marcaron solas y vinieron a curarse aquí.

—Yo no sé cómo han venido aquí —replicó, opacamente, el hombre—. Debieron de entrar en mi rancho mientras yo estaba fuera.

—Eso será. A ti te dio la ventolera de marchar al pueblo a crearte una coartada.

El viejo negó con la cabeza.

—No, Bulder. Nada de eso.

Pero comprendía que ya todo era inútil. Allí culminaba una interminable lucha iniciada el mismo día en que se instaló en aquellas tierras; recibió amenazas, vio cómo sus reses eran robadas, le incendiaron su primera cosecha de trigo. Sin embargo, él persistió, tenazmente, allí, dispuesto a ser el más fuerte, a imponer su voluntad de trabajar y vencer. Sabía que en toda la región los agricultores eran mal vistos. Aquélla era tierra de ganado, y hasta muchísimos años más tarde la agricultura no descartaría al ganado. Pero entonces todo estaba en el principio. Podía decirse que el imperio ganadero aún estaba por crear, y él había intentado anticiparse setenta años al curso lógico de los acontecimientos. Y, no obstante, Forbes estaba seguro de haber podido triunfar, de no ser por la antipatía que siempre le demostró el hombre que tenía delante.

—Estas tierras son libres —murmuró, como respondiendo a una pregunta mental.

—Son tierras de pastos —replicó Bulder—. Pastos libres.

—Libres para ti…, mas no para mí.

—Fui el primero en llegar, Forbes; pero ya hemos hablado bastante. La cuerda espera.

Forbes se encogió cansadamente de hombros.

—Está bien —murmuró—. Eres el más fuerte, Bulder. Me marcharé de aquí. Dame unas horas de tiempo para reunir mi equipaje.

—¿Reunir tu equipaje? —rió Bulder—. Lo has decidido demasiado tarde, amigo. Debiste marcharte hace un año, cuando se te dio la oportunidad de hacerlo.

El prisionero levantó, inquieto, la cabeza. Hasta aquel momento su entorpecido cerebro no se había dado cuenta de que Bulder deseaba su muerte. Quizá no se le ocurrió que un hombre tan poderoso pudiera odiar a muerte a un pobre campesino. Hasta entonces no comprendió que lo del ganado marcado con su marca era una trampa para poderle asesinar impunemente. ¡Y él no podía probar su inocencia!

Miró, ansiosamente, a los hombres que acompañaban a Bulder. Uno de ellos, llamado Daniels, inclinó, como avergonzado, la cabeza. Los demás sólo expresaron desprecio.

—¿Es posible que apoyéis esto? —preguntó, casi sin voz, Forbes.

Daniels fue el único que habló:

—¿Por qué no le deja marcharse con buen viento, jefe? Si se va, dará lo mismo que…

Bulder lanzó una imprecación.

—¡No! —gritó—. Los campesinos deben ser expulsados de esta tierra. Si tuviéramos piedad de ellos, antes de diez años la habrían llenado de cercas y estas praderas parecerían calles de ciudad, encajonadas entre huertos y jardines. ¿Dónde iría a parar el ganado? A Forbes se le ha dado la oportunidad de rectificar sus errores. Desde el momento en que no lo ha hecho hemos de creer que sólo deseaba abusar de nuestra paciencia. Prepara la cuerda, Peters.

El hombre a quien Bulder se había dirigido fue hacia los caballos y descolgó la cuerda que pendía de una de las sillas. En el momento en que iba a regresar junto a sus compañeros oyó una voz que ordenaba:

—¡Soltad a mi padre o juro que os mato!

La orden fue dada con voz chillona y temblorosa, pero iba apoyada por un fusil de enorme calibre y larguísimo cañón, cargado de gruesos perdigones. Una sola descarga de aquel arma bastaría para matar o herir gravemente a todos los que estaban allí.

—¡Lo digo de veras! —siguió el muchacho—. Soltad a mi papá o dispararé…

Su voz fue cortada al caer en torno a sus hombros el lazo lanzado por Peters. Éste dio un violento tirón a la cuerda y toda la carga del arma se perdió entre las hojas del frondoso álamo bajo el cual estaba sentado Forbes.

—Que uno de vosotros se lleve a ese gatito salvaje a la cabaña —ordenó Bulder, sin prestar atención al desesperado muchacho, que se debatía inútilmente, apresado por el lazo.

Daniels se ofreció voluntario para realizar aquel trabajo, menos odioso, al fin y al cabo, que el de ahorcar a un viejo. Bulder se volvió hacia sus hombres y agregó:

—Cuando hayamos terminado, prended fuego a la cabaña.

Después, sin dirigir ni una mirada al hombre condenado a muerte, montó en su caballo y alejóse de allí.

****

Una hora más tarde, el muchacho salió de entre los arbolitos que crecían junto al riachuelo y se detuvo un momento, sollozando, junto a las ruinas de su hogar. Un violento temblor le invadió al ver la trágica figura que pendía del árbol. Debajo del cuerpo, formando montón, se veía una vieja cartera que contenía el retrato de su madre. Junto a ella aparecía una manchada petaca, una renegrida pipa, un cuchillo y unas monedas envueltas en un pañuelo.

Con la garganta y los ojos llenos de lágrimas, el muchacho prometió:

—¡Te vengaré, papá, te vengaré!

Luego subió al árbol y cortó con el cuchillo la cuerda que sostenía el cuerpo sin vida. Y más tarde, con ayuda de unas herramientas que encontró en el huerto, empezó a cavar una sepultura. La tierra se resistía y las fuerzas del muchacho eran muy escasas. Mediaba la tarde cuando al fin el viejo Forbes pudo descansar para siempre dentro de su último hogar.

La sepultura quedó cubierta de grandes piedras, para protegerla de la voracidad de los animales salvajes; luego el muchacho acercóse al árbol, a cuyo pie había sido abierta la tumba, y en la corteza trazó esta marca:

4 B

—¿Qué estás haciendo, muchacho? —preguntó una voz.

El hijo de Forbes volvióse vivamente y vio ante él un jinete enmascarado. La abundante hierba había ahogado las pisadas del caballo y aunque no hubiera sido así, eran demasiadas las voces que atronaban los oídos del niño para que pudiera oír nada más.

—¿Quién es usted? —preguntó, con voz estrangulada—. ¿Es acaso un hombre malo?

—Tal vez —replicó el jinete—. Hay quien me persigue, y, en cambio, son muchos los que me quieren.

—¿Es usted amigo de Bulder?

—¿Quién es Bulder?

—El principal dueño de estas tierras —replicó el muchacho.

—No le conozco, pero sospecho que él tiene la culpa de eso.

Y el enmascarado señaló la sepultura.

—Sí, él tiene la culpa; pero yo le mataré…

—No te precipites. ¿Qué edad tienes?

—Doce años.

—Por lo menos te faltan diez para poder pensar en venganzas. Cuéntame lo ocurrido, si es que tienes confianza en mí.

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