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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (7 page)

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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Casi al mismo tiempo el primero de los dos emboscados hizo otro disparo y, con la velocidad del rayo, Searles disparó contra la nubecilla de humo que había brotado de entre unos matorrales.

Siguió un absoluto silencio y Searles aguardó, en tensión, que ocurriera algo más. No volvió a sonar ningún disparo y sólo se oyó un ahogado batir de cascos de caballo que se alejaban.

¿Qué significaba aquello? Searles meditó sobre lo ocurrido, recordando el disparo que había derribado al hombre cuyo cuerpo se veía tendido a menos de doscientos metros de él. ¿Quién le hirió?

¿Uno de los bandidos? No, no debía de ser aquello puesto que el disparo que, hizo el otro bandido no fue dirigido contra Searles. Esto parecía indicar la presencia de un providencial salvador. Recordó las palabras escuchadas en la Misión de San Juan de Capistrano, y, dominado por una súbita seguridad, levantóse de su trinchera y, agazapado, recorrió en unos saltos un breve espacio descubierto hasta llegar detrás de otro árbol.

Ningún disparo. Ningún movimiento delator. Searles se puso en pie y sin gran prisa avanzó por la pradera. En unos tres o cuatro minutos recorrió el espacio que le separaba del escondite del primer tirador. Cuando llegó a aquel sitio vio a un hombre caído de bruces que tenía junto a él un largo rifle.

Searles creyó reconocerlo y, al volverlo, vio que se trataba del cadáver de Innes. Una bala que penetró por la frente la había destrozado la cabeza.

Una gran emoción dominó al joven. Aquella bala había sido disparada por él y quien la había recibido era uno de los seis hombres que asistieron a la ejecución de su padre.

Rápidamente dirigióse hacia donde yacía el otro cadáver. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al reconocer en él a Shamrock, otro de los que acompañaron a Bulder el día en que el viejo Forbes fue asesinado tan cobardemente La bala que había matado a Shamrock le entró por el cuello.

Un relincho arrancó a Searles de la inmovilidad en que le había sumido el descubrimiento. Procedía de un lejano macizo de árboles y el joven dirigióse hacia allí. Atados a un tronco encontró dos caballos. En la silla de uno de ellos vio un papel prendido con un alfiler. Lo arrancó y pudo leer:

«Si el ganado atraviesa el Cañón del Búfalo, lo perderás».

—¡
El Coyote
! —exclamó Searles.

El enmascarado no había prometido en vano su ayuda. En el momento en que fue necesaria había llegado en forma eficacísima e impresionante.

Durante casi cinco minutos el pistolero estuvo contemplando el papel. Luego lo rasgó en menudos fragmentos y dejó que el viento lo repartiera por el bosque; después, obedeciendo a una súbita idea, desató los caballos y, llevándolos de las riendas, regresó junto al cuerpo de Shamrock.

Los animales retrocedieron, espantados, ante el cadáver; pero Searles consiguió dominarlos y les cubrió los ojos. Después cargó sobre uno de ellos el cuerpo de Shamrock, procediendo, luego, a hacer lo mismo con el de Innes.

Ya iba a marcharse cuando se fijó en el rifle que había utilizado el antiguo vaquero del P. Cansada. Lo recogió y, con un estremecimiento de horror, vio, en la culata, las iniciales de A.M., en cobre.

—Abraham Meade —murmuró—. ¿Cómo pudo este rifle llegar a manos de Innes?

Movió dubitativamente la cabeza. No le gustaba el curso que tomaban los acontecimientos. Examinó luego el Cañón del Búfalo. Era un lugar ideal para las emboscadas. Al fin guardó el rifle de Meade junto al suyo y, llevando de las riendas a los dos caballos con su tétrica carga, volvió sobre sus pasos, y dirigióse a un punto que desde su regreso a Esperanza no había tenido el valor de visitar.

Unas horas más tarde el sol poniente iluminó con sus ensangrentados rayos dos cuerpos que pendían de la misma rama que diez años antes sirvió para ahorcar al viejo Forbes. La débil brisa del anochecer balanceaba suavemente los dos cadáveres. En el tronco del árbol junto a la gran «4 B» que de niño trazara Joseph Forbes, se veían dos rayas.

La venganza de la muerte del viejo agricultor había empezado.

Capítulo VII: La palidez de Negro Bulder

El dueño del I.B. escuchó con evidente mal humor la noticia de que las cincuenta cabezas de ganado destinadas al R.R. habían llegado a su destino y que Nick Searles había cobrado los dos mil quinientos dólares estipulados, regresando con ellos al rancho P. Cansada mientras los hombres emboscados en el Cañón del Búfalo aguardaban en vano el paso de la punta de bueyes.

Pero aún aumentó su malhumor cuando Peters llegó trayendo otra noticia.

—Innes y Shamrock han aparecido ya.

—¿Dónde estaban? —gruñó Bulder—. Ya era hora de que apareciesen. Por lo visto se gastaron en
whisky
el dinero que les di para que terminasen con ese Searles. Supongo que los encontraste borrachos perdidos…

—Se balanceaban bastante; pero no a causa de la borrachera, sino debido a que colgaban de un par de cuerdas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, violentamente, Bulder.

—Al volver hacia aquí pasé por las ruinas de la cabaña de Forbes. ¿La recuerdas?

—Sí.

—La gente no gusta de pasar por allí. Dice que el sitio está lleno de fantasmas desde que el dueño…
desapareció
.

—Supongo que no viste su fantasma, ¿verdad?

—No. Los fantasmas sólo aparecen de noche; pero el gran álamo que allí se levantaba ha echado fruto doble, y de la misma rama que utilizamos para el viejo Forbes colgaban Innes y Shamrock. Curioso, ¿eh?

—¿Ahorcados? —preguntó, palideciendo, Bulder.

—Tenían unas cuerdas atadas al cuello, pero antes de ser conducidos allí, Innes recibió un balazo en los sesos y Shamrock otro en el cuello.

Bulder lanzó una imprecación.

—Hay algo más —siguió Peters—. En el tronco, junto a la marca del 4 B, había dos muescas recién hechas. Dos muescas. Dos cadáveres. Recuerda que fuimos varios los que asistimos a aquella fiesta. Tú, yo, Innes, Shamrock, Daniels, Donahue. Veremos para quién se talla la próxima muesca.

Bulder se echó a reír, aunque no con risa natural.

—Pierdes la serenidad, Peters. Han pasado diez años desde aquello. Hubo tiempo más que sobrado para que si alguien tenía que vengarse lo hubiera hecho. Sin duda alguien se enteró de la historia y desea burlarse de nosotros.

—¿Matando a dos hombres a la vez? —preguntó, irónicamente, Peters.

—Casualidad… —empezó, no muy seguro, Bulder.

—Nada de casualidad —interrumpió Peters—. Aquellos dos hombres tenían que hacer un trabajo: el de asesinar a Searles. Sin embargo, a pesar de lo bien dispuesto del plan, fueron ellos los asesinados. Searles estuvo allí y contra él se dispararon algunos tiros; pero estuvo alguien más. Alguien a quien no quisiera tener enfrente.

—¿De quién hablas?

—Toma —replicó Peters, tendiendo a Bulder unos trozos de papel—. ¿Conoces esto?

Peters señalaba uno de los papeles, en el cual se veía dibujada una tosca cabeza de lobo.

—¿Qué es? —preguntó Bulder, pálido como un muerto.

—¡La firma del
Coyote
!

—¡Bah!
El Coyote
ha muerto. Hace años que no se oye hablar de él.

—Eso no quiere decir que haya muerto, Isaías.

—Entonces, ¿qué crees?

—Que ha tomado a su cargo vengar a Forbes. Sabe Dios cómo se enteró de la historia de aquello y debió de enviar a Searles aquí para que trabajara en descubierto mientras él lo hacía en la sombra.

—Todo eso te lo figuras gratuitamente.

—No, Isaías. Estos papeles los encontré entre la hierba, en el sitio donde se apostaron Innes y Shamrock. Parecen trozos de un mensaje rasgado. En otro de los que encontré figura la palabra Buf…, lo cual quiere decir que el mensaje trataba del Cañón del Búfalo, y como allí estaban los nuestros para impedir que el ganado llegara a manos de Riley, es lógico suponer que alguien —y nadie mejor que
El Coyote
— advirtió a Searles, después de ayudar a matar a Innes y a Shamrock pues las balas que los mataron son de distintos calibres.

—¿Y qué puede haber venido a buscar aquí
El Coyote
, si realmente él anda metido en este asunto?

—Puede haber querido vengar a Forbes y, también, puede haber venido con la intención de terminar con la banda de los Máscaras Blancas, o sea matar dos pájaros de un solo tiro.

—¡Cállate! —ordenó, alarmado, Bulder—. Las paredes pueden tener oídos.

Peters echóse a reír.

—Creo que hay alguien que ya sospecha de nosotros y nos relacionan con lo Máscaras Blancas. Escucha: Searles ha salvado la situación, tiene dinero, está cada vez más firme en el P. Cansada y va a ser un enemigo peligroso. Hoy ha llegado un nuevo miembro para la banda. Es Sol Poniente, el pistolero tejano. Viene bien recomendado, está sin dinero y conoce la fama de Nick Searles. Tampoco le conocen a él aquí. ¿Por qué no lo sueltas contra el capataz del P. Cansada?

—Sol Poniente nos sería muy útil y no me gustaría que Searles lo matara en una lucha frente a frente.

—¿Quién habla de eso? Un tiro por la espalda mata tan bien como uno disparado cara a cara. Somos lo bastante fuertes en Esperanza para que Sol Poniente se libre de toda molestia.

El propietario de I.B. reflexionó unos instantes. .

—Creo que tienes razón —dijo, al fin—. Prepáralo todo para esta noche. ¿Qué hiciste con los dos cadáveres?

—Los cargué en los caballos y los enterré bastante lejos —fue la indiferente respuesta de Peters—. Nadie los echará de menos en Esperanza y a nosotros no nos interesa que se hagan averiguaciones.

—No, no nos interesa —rió Bulder—. Avisa a Het Kyler.

—Nuestro amado
sheriff
será prevenido —prometió Peters.

Poco después salía del rancho.

****

Aquella tarde Searles entró en el Banco y depositó mil novecientos dólares, o sea cuanto le quedaba después de haber pagado los sueldos de los vaqueros y algunos pequeños gastos más.

Al salir entró en la taberna de Brennon. Éste le saludó alegremente y colocó ante él una botella de buen
whisky
.

—Es del que yo bebo —explicó, para remarcar su excelencia—. ¿Cómo marchan las cosas en el P. Cansada?

—Muy bien —replicó Searles, sirviéndose una pequeña cantidad de licor que degustó a pequeños sorbos—. Hasta ahora no hemos tenido ningún tropiezo.

Brennon sonrió alegremente.

—Es usted el hombre que Esperanza necesita.

—Pero un hombre solo no puede nada contra veinte —sonrió Searles, repitiendo las palabras del tabernero.

—No retiro lo dicho —sonrió Brennon—. Aunque un hombre de coraje, apoyado por unos cuantos más, puede luchar con ventaja sobre veinte.

—Seguro —replicó Searles—. ¿Qué le parece Riley, del R.R.?

—Es honrado y tiene buenos amigos. Ya sé que ha llevado usted la manada al rancho de Riley, y puedo decirle que en «El Dorado» apostaban triple contra sencillo a que usted no llegaría jamás.

—Tal vez los Máscaras Blancas no sentían interés por las reses. Es curioso que el
sheriff
de Esperanza no haga nada contra ellos.

—Het Kyler no tiene prisa por exterminarlos. Dice que mientras no molesten a la población no es cosa de ir, tampoco, a molestarlos.

—Buena filosofía, Brennon. ¿Puede usted encargarse de reunir un grupo de gente honrada que no tenga miedo de usar un revólver?

—Estarán reunidos para cuando usted los necesite —prometió Brennon—. Y cuando llegue el momento todos desenterrarán el hacha de la guerra.

Searles salió de la taberna y entró en uno de los almacenes, el más próximo al establecimiento de Brennon. El joven recordaba haber visto salir de allí a Carol.

—Sí —dijo Callahan, el propietario, en respuesta a la pregunta de Searles—. Aquí compraba siempre el señor Meade.

Y, sonriendo maliciosamente, agregó:

—Por cierto que he recibido orden de no venderle nada a usted.

—Entonces tendré que ir a visitar a su competidor —replicó Searles.

Callahan se echo a reír.

—Hará bien. Bulder es el dueño del cuerpo y del alma de Winter, y el pobre también habrá recibido instrucciones.

—En tal caso los comerciantes de Desierto habrán hecho suerte.

—No se precipite, Searles —rió Callahan—. He dicho que recibí órdenes; pero no creo que me haya oído usted decir que piense cumplirlas. ¿Qué necesita?

Searles detalló los artículos que necesitaba y convino con Callahan que al día siguiente le fuesen enviados al rancho. Después de despedirse del tendero, Searles se dirigió hacia «El Dorado».

Su entrada provocó indudable conmoción. Searles vio cómo los clientes de Glen cambiaban comentarios en voz baja. El único que no parecía sentir ningún interés por lo que estaba sucediendo era un vaquero mejicano que debía de haber sufrido una terrible caída, pues toda su cabeza estaba cubierta por blancos vendajes de algodón, que dejaban tan sólo al descubierto la boca y los ojos. El hombre bebía lentamente un vaso de aguardiente. Y debían de ser tan grandes sus propias preocupaciones que no le quedaba tiempo ni humor para ocuparse de las ajenas.

Searles pidió una copa de
whisky
y clavó la mirada en el rectangular y alargado espejo que ocupaba todo el espacio que quedaba entre las hileras de botellas de detrás del bar y el techo. Por medio de aquel espejo vio cómo al minuto escaso de haber entrado en «El Dorado», un hombre penetraba, también, en el local.

El recién llegado era de mediana estatura; pero la anchura de sus hombros le hacía parecer más bajo, casi pequeño. Su traje era el de los vaqueros, y los únicos detalles notables eran sus dos revólveres —que llevaba muy bajos y con las fundas sujetas a las piernas— y las manos, que eran largas, enjutas, muy bronceadas por el sol. Aquel hombre no estaba acostumbrado a usar guantes… y los guantes son un estorbo cuando se trata de empuñar deprisa un revólver.

—Es un pistolero —pensó Searles, que conocía bien el tipo.

El recién llegado se colocó a unos dos metros de Searles. Tomando la botella que el camarero le había tendido, se sirvió una modesta ración de licor, detalle que también fue advertido por Searles.

Su atención fue atraída en aquel momento por la llegada de un grupo de hombres entre los cuales reconoció a Bulder y al
sheriff
, cuya estrella de plata brillaba tenuemente. Los otros parecían agentes del
sheriff
, y algunos lucían las insignias de su cargo.

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