Envolviéndose en una manta, se acomodó en el duro suelo y no tardó en quedar dormido. Seis horas después, a las dos y media de la madrugada, despertó, y cogiendo su rifle, varías cajas de municiones para el Winchester y los revólveres y algunos víveres, dejó su caballo junto a un charco de agua en torno al cual crecía abundante hierba, y dirigióse hacia las casas. Quería ver si podía descubrir el secreto de aquel lugar.
Al llegar cerca de las viviendas divisó varías hogueras y comprendió que la guardia era todavía demasiado fuerte. Al ir rodeando el terreno donde se alzaban las tres viejas construcciones, encontró un sendero que discurría en dirección a una de las paredes del valle. En la oscuridad se veía claramente la línea de aquel sendero, que seguía una línea recta casi perfecta.
El Coyote
, que llevaba de nuevo el rostro cubierto por el antifaz, deslizóse por el sendero, habiendo observado que iba desde el muro de roca hasta la puerta de la casa central. Habíase quitado también las botas de montar y sus mocasines no hacían el menor ruido al pisar el suelo. Al ir acercándose al muro, aumentó sus precauciones. De nuevo el olor de un cigarrillo le previno de la presencia de un centinela.
Calculando el lugar exacto donde se encontraba el hombre,
El Coyote
desvióse hacia la derecha y logró pasar a unos veinte metros de la brasa del cigarrillo. Regresó después al sendero y notó, en seguida, que en vez de terminar al pie del muro de roca, ascendía por él.
Intrigado por la inesperada desviación del camino,
El Coyote
decidió investigar hasta el fin y empezó a subir por él. Iba pegado al suelo y con las manos retiraba las piedrecillas que al caer hubieran podido denunciar su presencia.
De pronto el camino torció hacia arriba. Para no quedar expuesto a la vista del centinela que lo defendía,
El Coyote
saltó hacia adelante y, cruzando el espacio peligroso, fue a caer en el centro del sendero, fuera de la vista del centinela.
En el mismo instante una llamarada rasgó las tinieblas, encima del camino, a unos cinco metros, y una bala perforó el ala del sombrero del enmascarado.
El Coyote
no replicó a la agresión, y de otro salto acurrucóse debajo de una peña que sobresalía. En el momento en que se acababa de acomodar allí oyóse un gruñido y unas piedrecitas cayeron a su lado, rebotando hasta abajo.
La situación no tenía nada de satisfactoria, reflexionó
El Coyote
. Quincey no sólo hacía vigilar la parte baja del sendero, sino también la parte superior, de forma que tenía un bandido arriba y otro abajo, los cuales, con las primeras luces del día le colocarían en una desagradable situación.
Mirando hacia lo alto vio la sombra del saliente que le protegía del centinela apostado más arriba; pero a aquel hombre no le llevaría más de diez minutos buscar un sitio desde donde poder regar de balas el terreno.
—He sido un idiota colocándome en esta situación —gruñó el californiano—. Me ha sido difícil llegar hasta aquí; pero me será mucho más difícil salir. ¿Por qué vigilarán con tanto cuidado este camino?
Trató de ver al hombre situado arriba, pero ni siquiera logró verle la mano.
—No me vio —se dijo—; pero me oyó y disparó calculando con mucho acierto. Por fortuna no repliqué. Seguramente dentro de un rato estará convencido de que hizo el tonto.
Pero Ben Hopper, el autor del disparo, estaba seguro de haber visto algo a la luz del fogonazo y en aquellos momentos estaba atento al menor movimiento o ruido.
El Coyote
aguardó media hora y al fin empezó a impacientarse. Sus enemigos no hacían otra cosa que copiar la famosa paciencia de los pieles rojas y aguardaban la luz del día.
—¡Ojalá fuera siempre de noche! —refunfuñó el enmascarado—. El de abajo aguarda a ver qué sucede, y el de arriba tratará de convencerse de si sus oídos le han engañado o no; por lo tanto es el más peligroso, pero, al mismo tiempo, el más difícil de eliminar, pues contra el de abajo tendré que enfrentarme también con los disparos de arriba, y sin embargo en cambio, si ataco al que hizo el disparo lo haré sin peligro de intervención de su compañero.
Lentamente, palpando el terreno para no desplazar ningún guijarro ni pisar ninguna ramita que denunciara su presencia,
El Coyote
reanudó el ascenso pidiendo al cielo que por un día retrasara lo más posible la salida del sol.
Otra piedrecita cayó a su lado. El centinela de arriba se estaba moviendo, con lo cual demostraba poseer un oído privilegiado.
El Coyote
aceleró la marcha y notó claramente que el centinela variaba de nuevo de posición.
—¡Maldita sea! —murmuró
El Coyote
—. Se mueve como si no supiese qué hacer. ¿Por qué no se estará donde debiera estar?
Siguió ascendiendo y oyó al otro moverse de nuevo hacia él. Se aplastó contra la tierra y aguardó a que el centinela terminara de situarse. Le oyó alejarse; al cabo de unos minutos le oyó, nuevamente, volver.
—Parece un león enjaulado —se dijo
El Coyote
—. Voy a darle motivo para que se esté quieto.
Cogió unos guijarros y los tiró fuertemente hacia arriba. Oyó una imprecación y corrió hacia el sitio de donde llegaba, silencioso como un fantasma y con los ojos y los oídos atentos a todo.
Ben Hopper estaba muy nervioso. Le habían puesto allí de centinela y no le gustaba ni pizca la idea de enfrentarse con el más peligroso pistolero de todo el Oeste. Había oído explicar muy detalladamente cómo encontraron a Texas Bearder, tenido hasta entonces por el mejor tirador de revólver de toda la banda. Su muerte había sido precedida, además, por la de Hamilton, que había sido el maestro de todos los tiradores de rifle, y que sin embargo no consiguió frenar con su arma la mortífera bala que le disparó
El Coyote
.
Al saber que el famoso californiano estaba en el valle, Ben Hopper no experimentó ninguna alegría, pero cuando se le colocó de centinela en el sendero, pensó aliviado, que no corría ningún riesgo pues si
El Coyote
pretendía llegar hasta allí, antes tendría que pasar por el lado de Rutledge, apostado en la parte baja. El descubrir que el enmascarado parecía haber burlado la vigilancia de Rutledge y que subía recto hacia él, movió a Hopper a disparar primero y luego, al oír que alguien ascendía lentamente por el sendero, le hizo pasear nerviosamente de un lado a otro, para apartarse de la posible trayectoria de las balas.
Su nerviosismo al oír caer las piedracitas fue tan grande, que ni siquiera le importó que Rutledge le oyera y, asomando la cabeza por el borde del sendero llamó:
—¡Rutledge! ¿Estás vivo?
Rutledge respondió en seguida con una maldición.
—¡Imbécil! —rugió—. ¿Qué estás haciendo? Pareces un caballo en una cacharrería. ¿Contra quién se te ha ocurrido disparar? Eres siempre igual. Cuando debieras callarte, hablas; y cuando debieras guardar las balas, las disparas. Apuesto a que has tirado contra mí. ¿O por fortuna te has volado la cabeza? Pero no, entonces no hablarías. ¿Crees que iba a pasar alguien por aquí sin que yo le viera?
—Yo creo que sí —rió una voz.
El Coyote
, oculto detrás de una roca, había hablado. Antes de que sus palabras se apagaran, Rutledge, comprendiendo que realmente Hopper había tenido motivos para disparar, levantó su rifle y disparó hacia el punto donde había sonado la voz.
Un fogonazo brilló en respuesta al suyo y Rutledge sintióse como empujado hacia atrás de un golpe en el pecho. Valientemente volvió a disparar su rifle y otro balazo que llegó de arriba le dobló hacia adelante. Con un doloroso esfuerzo, logró extraer la cápsula vacía y disparar por tercera vez. Dos fogonazos replicaron a su disparo y esta vez el centinela cayó doblado en el suelo. Durante unos segundos las convulsiones de la agonía estremecieron su cuerpo. Al fin quedó inmóvil y Hopper, arriba, notó la cesación de todo ruido. Temblando de terror, preguntó:
—¡Rut! ¡Rut! ¿Qué te ocurre?
No recibió respuesta. Empuñando uno de sus revólveres, lo empezó a disparar a ciegas, mientras sollozaba:
—¡Rutledge! ¡Rutledge! ¡Contesta!
El acantilado se estremecía con las detonaciones, que reverberaban en sus paredes. Hopper, alcanzado en la cadera izquierda, cayó de rodillas; frenéticamente extrajo todas las cápsulas vacías y recargó el revólver; luego, empuñando el otro, se puso en pie y corrió camino abajo, tirando a ciegas, llenando de detonaciones la noche que, hacia Oriente, empezaba a perder su densa negrura.
Hopper no veía nada; apenas sintió que tres balas, en rapidísima sucesión, atravesaban su cuerpo. Sólo notó, de pronto, que las piernas se negaban a sostenerle. Intentó, vanamente, agarrarse a algunas de las ramas que habían azotado su rostro, pero encontró el vacío y lanzando un fuerte sollozo perdió el equilibrio y precipitóse al fondo del acantilado, pasando como un proyectil más a un par de metros del
Coyote
, que había ido retrocediendo para colocarse lejos de las balas de Hopper.
El choque del cuerpo contra las piedras, al pie de la rocosa pared, fue como el punto final de la lucha.
Por el valle, y desde las casas, llegaban numerosos jinetes, atraídos por el tiroteo.
El Coyote
comprendió que no podía terminar su investigación y con rápido paso descendió por el sendero, pasó junto al cadáver de Hopper y el de Rutledge y sólo se detuvo un momento para trazar en una roca plana, junto a la cual habíase destrozado el cráneo de Hopper, una cabeza de coyote que dibujó con el plomo de uno de los cartuchos; después, desviándose hacia el Sur, pasó a medio centenar de metros de los jinetes que llegaban, y cinco minutos después estaba en su campamento. La luz del alba trazaba ya un amplio arco hacia el Este.
El Coyote
se frotó los ojos y, por un momento, quedó desconcertado al ver que aún estaba amaneciendo. Recordaba haberse tendido a dormir cuando ya el sol bañaba con sus rayos primeros la cumbre del Trono, y ahora aún faltaba casi una hora para que el cielo se poblara con la dorada luz del astro del día.
De pronto comprendió que había dormido veinticuatro horas seguidas, reponiéndose de las fatigas de las últimas aventuras corridas. Incorporóse y vio a su caballo tendido junto al charco de agua. Se acercó a él y le acarició.
—No comprendo cómo no han dado con nosotros —comentó, mirando hacia las casas, a través de cuyas aspilleras brillaba la luz de alguna lámpara de petróleo—. Claro que, si siguen buscando, acabarán por encontrarnos. Por lo tanto, debemos buscar un sitio mejor. Un buen caballo es un buen amigo y también puede ser un buen estorbo. En estos momentos tú eres más un estorbo que otra cosa. Por ello será preciso dejarte en un sitio donde no estorbes y donde, al mismo tiempo, estés seguro.
Después de lavarse sumariamente y de lamentar no disponer de más tiempo para segar la abundante barba que ya le cubría las mejillas,
El Coyote
reunió parte de su impedimenta y la cargó sobre el caballo, dejando sólo en el campamento la manta y las botas, que no podían servirle de mucho en aquellos difíciles caminos.
—Si mis sospechas se confirman, estarás bien —le dijo a su caballo—; pero si me he engañado vas a pasar un día muy malo.
La intención del
Coyote
era escalar el Trono, con la esperanza de que en su lisa cumbre encontraría un depósito natural de agua de lluvia o alguna fuente. Aquel punto desde el que se dominaba el valle y que por su parte no era dominado por ninguna altura, podría ofrecer un excelente refugio para el caballo y para su amo; pero en los planes del
Coyote
no entraba el aislarse en aquella fortaleza natural donde si bien nadie podría atacarle con éxito, también le aislaría de tal forma que él no podría realizar la misión que se había asignado.
Al cabo de una hora de penosa ascensión por un camino que, si por una parte resultaba extraordinariamente bien trazado, por otra era tan empinado y lleno de maleza, que la labor que muchos años antes debieron de realizar los indios que habitaron el extraño cañón estaba casi anulada,
El Coyote
, que se había despojado del antifaz, llegó a la meseta que formaba la cumbre del Trono.
Con la mirada recorrió la lisa superficie de la cumbre, y no tardó en descubrir que sus esperanzas habían sido bien fundadas. Al pie de un picacho que se elevaba en el centro de la cima y que no era visible desde abajo, abríase un gran depósito circular, labrado sin duda por manos humanas y en el cual se veía una gran cantidad de agua purísima.
El Coyote
calculó que había allí más de medio millón de litros de agua potable, y como por una parte se llegaba al nivel del agua por una ligera rampa, era fácil para el caballo bajar a abrevarse en el depósito.
Dejando allá al caballo y descargándolo de su impedimenta, el hombre reemprendió el descenso; pero cuando llegó al punto donde la enorme torre rocosa se elevaba recta hacia el cielo, partiendo de una base de laderas suaves, una mirada casual que dirigió hacia unos montículos cercanos, le hizo ver un destello de luz que se reflejaba en el cañón de un rifle. Hacia la izquierda vio, al mismo tiempo, moverse un sombrero de ala ancha.
—Han adivinado mis intenciones —refunfuñó
El Coyote
—. El rifle debe de estar a quinientos metros; pero las distancias entre montaña y montículos son engañosas y puede que esté más cerca. Ése del sombrero sube para situarse en un punto desde el cual poderme acribillar a balazos; pero eso quiere decir que aún no me han visto bajar. En cuanto me descubran empezarán a crearme obstáculos.
Ocultándose tras unas matas de salvia, siguió con la mirada el camino que podía seguir el del sombrero, y comprendió que si llegaba a una formación de grandes rocas estaría en condiciones de impedirle regresar a la cumbre, bajar al valle o, siquiera, permanecer allí.
—Lo siento, porque no me gusta disparar sobre nadie sin darle la oportunidad de defenderse —suspiró
El Coyote
.
Colocándose de forma que el dueño del rifle no pudiera localizarle por el humo del disparo, el californiano levantó su rifle y apuntó cuidadosamente. La distancia que le separaba del hombre del sombrero era casi el límite del alcance del arma; no obstante decidió probar fortuna y apuntando cuidadosamente, aprovechando que el del sombrero se había tenido que detener para escalar con más facilidad las rocas, apretó suavemente el gatillo.