—Porque sólo en el valle puede encontrar lo que busca. Si da con las excavaciones estaremos perdidos. Y si llega a descubrir el crisol y puede comunicar con el exterior, entonces todo nuestro trabajo habrá sido inútil.
—¿Por qué no fundimos lo que tenemos y nos marchamos? —preguntó Reed.
—Lo que tenernos es una mísera parte de lo que todavía queda —replicó Quincey—; y marcharnos ahora sería conformarnos con unos miles en vez de los millones que pueden correspondemos.
—Si vivimos para disfrutar de ellos —refunfuñó Ramey.
—Pattersons e Ickes vigilan la única salida que existe —replicó Quincey—. Si ellos no se descuidan, y no creo que lo hagan, ese hombre no podrá salir de la ratonera en que se ha metido. Hoy le hemos tenido todo el día acorralado en la ladera del Trono. Cuando volvamos a localizarle podremos caer todos sobre él y aniquilarlo. Y si queremos ahorrarnos ese trabajo no necesitamos más que reforzar la vigilancia de la puerta y esperar a que intente salir.
—No comprendo por qué ha venido aquí —gruñó Tinker.
—Tal vez haya sospechado algo o quiera vengar la muerte de alguno de los curiosos a quienes hemos tenido que ahorcar.
—Siempre dije que era una mala política la que se seguía —comentó Tinker.
—Hubiera sido mejor que todo el mundo se enterase de lo que habíamos encontrado y que vinieran a decirnos que no teníamos derecho a disponer de ello, ¿no? —replicó irónicamente Quincey.
—¿Por qué tenían que decirnos que no era nuestro? —preguntó Tinker.
—Porque existen leyes así, tonto. Y no discutamos más de lo que ya está decidido. Lo importante, ahora, es terminar con ese hombre. Lo tenemos enjaulado; pero admito que es como si tuviéramos encerrado en casa a un león. Es fácil encerrarlo, pero no lo resulta tanto el cogerlo y hacer con él lo que conviene; por lo tanto, se impone que nos tomemos en serio el exterminarlo. Saldrán esta noche varios grupos para recorrer todo el valle. En algún punto está el campamento de ese hombre, pues sabemos positivamente que no pudo escalar el Trono, ya que nosotros cubríamos con nuestros rifles el único camino. Si se le encuentra no es necesario hacerle prisionero; unas cuantas balas resolverán definitivamente el problema.
Completadas las instrucciones de Qumcey, se formaron grupos de tres hombres bien armados y partieron en tres direcciones distintas.
Ramey, Tinker y Reed encamináronse hacia el Oeste, avanzando con mucho cuidado.
—Estoy deseando dar con él —afirmó Tinker—. Tenemos una cuenta pendiente. Aún me duele la cabeza de resultas de aquel culatazo.
—Cállate y no fumes —aconsejó Ramey—. Podrías hacer que fuéramos nosotros, y no él, los sorprendidos. Me gustaría mucho terminar con ese
Coyote
; pero aún me gustaría más terminar con otra persona.
—¿Con Quincey? —preguntó Reed.
Tinkey y Ramey se miraron; luego, volviéndose hacia su compañero, el primero preguntó:
—¿Crees que sería conveniente terminar con él?
—Es el jefe, se llevará la parte del león y a nosotros, si nos deja algo, serán las migajas.
—Y el banquete promete ser bueno —dijo Tinker.
—Varios millones —susurró Ramey.
—Sabemos dónde están. Sólo nos es necesario recogerlos, fundirlos y venderlos. Nadie hará preguntas molestas.
—Un tiro por la espalda acabaría con Quincey —dijo Tinker—. Quedan ya pocos hombres y todos estarán de acuerdo con nosotros.
—Un momento —interrumpió Reed—. Hacia delante me parece haber visto un ligero resplandor, como el de una hoguera reflejándose en la superficie de una roca.
El bandido señalaba frente a él. Un momento después Tinker y Ramey coincidieron en que se veía un resplandor rojizo, muy leve, por entre los arbustos.
Avanzaron con las mayores precauciones. Al llegar al borde del claro en cuyo centro estaba la charca de agua, vieron los restos de una hoguera que se estaba consumiendo. Junto a ella, un hombre envuelto en una manta mejicana, por cuyo extremo asomaban unas botas con grandes espuelas de plata, parecía dormir profundamente.
—Es él —susurró Tinker—. Disparemos.
—¡
El Coyote
! —jadeó Reed.
Los tres levantaron sus revólveres y dispararon tres o cuatro veces. La manta se agitó al recibir los impactos y los tres bandidos penetraron en el calvero para gozar de su fácil victoria.
Tinker fue el primero en llegar junto al cuerpo del durmiente y, riendo su triunfo, se inclinó para cogerle de una pierna y tirar de él. Pero su alegría trocóse en grito de alarma cuando, al coger la bota, vio que ésta cedía y que de su interior caía una lluvia de piedras.
Ramey y Reed fueron los primeros en comprender la trampa y saltar fuera del claro. Tinker quiso seguirles, pero en el momento en que iba a hacerlo, una bala le alcanzó en los riñones y lo dobló hacia atrás; luego, antes de que pudiera volverse y disparar contra su oculto enemigo, otro disparo lo derribó de bruces, junto al fuego. Un ligero estremecimiento corrió su cuerpo y la carreta de crímenes de Fred Tinker en aquel instante terminó para siempre.
El Coyote
deslizóse hacia otro lugar, mientras varios disparos llegaban desde los puntos por donde habían escapado Ramey y Reed. Había sido despertado por los primeros disparos que los tres bandidos hicieron contra el que creyeron cuerpo del
Coyote
y que era el resultado de una precaución muy lógica, aunque ninguno de los bandidos se entretuvo en tenerla en cuenta. Su cama verdadera estuvo entre los árboles del bosquecillo y al incorporarse pudo ver cómo los tres forajidos iban a comprobar su éxito. Su repugnancia a matar por la espalda le impidió sacar todo el partido posible de aquella situación, y sólo disparó contra Tinker, cuyo cuerpo tenía ahora ante sus ojos.
Recogiendo la parte de su impedimenta que le interesaba conservar, escurrióse a favor de la oscuridad, mientras el aire, sobre su cabeza, se poblaba de zumbadores proyectiles.
Por un momento le asaltó la tentación de acercarse a las casas; pero de la parte Norte y de la parte Este llegaban a la carrera varios hombres y la más elemental prudencia aconsejaba apartarse de ellos. El único sitio donde podía descansar tranquilo era la cumbre del Trono, y, sin perder un momento, dirigióse hacia allí, echando de menos la rapidez que podía prestarle su caballo.
Alcanzó al cabo de media hora el pie del difícil sendero que conducía a la cumbre, y comenzó a subir por él, sin tener ningún tropiezo. A las tres de la madrugada llegaba a la cima, donde no tardó en ver a su caballo, que le saludó con un relincho. Tendiéndose junto a él, y después de beber un buen trago de agua, no invirtió ni dos minutos en quedase dormido, acariciado por la fresca brisa que calmaba la fatiga de la difícil ascensión.
Estaba bien entrada la mañana cuando el californiano despertó de su reparador sueño. Después de lavarse, recorrió la meseta, convenciéndose de que sólo existía un camino de acceso hasta allí. Con un cubo de lona plegable empezó a llenar de agua una cavidad rocosa. Cuando estuvo suficientemente llena,
El Coyote
se desnudó y bañóse con gran alivio para su cansado cuerpo. También lavó su ropa interior y la camisa y las tendió a secarse al sol; mientras tanto se preparó una abundante comida a base de tocino, tortas de maíz y cecina.
Cuando terminó de comer se puso la ropa limpia y cogiendo el rifle se acercó a un saliente de la cumbre que dominaba el difícil sendero que conducía allí. Apenas había asomado la cabeza, una bala silbó sobre él y de uno de los picachos más próximos una nubécula de humo se elevó lentamente.
Un poco más abajo surgió otra nubecilla de humo y otra bala silbó muy cerca del
Coyote
, indicando que el enemigo en masa estaba ya enterado de dónde se encontraba.
Levantando el rifle y graduando el alza al máximo, el californiano hizo tres disparos. Uno contra el picacho, otro más abajo y el tercero contra un bulto que vio moverse entre la vegetación. En seguida retrocedió hasta un lugar desde el cual pudiera vigilar el sendero y, al mismo tiempo, disparar contra los otros tiradores.
El primer disparo que hizo desde su nuevo puesto recibió una inmediata réplica de Ramey, quien a su vez sintió como si una brasa le hubiera sido aproximada a la oreja derecha.
Sólo el azar intervino en aquel tiro; pero su significación era tan clara que Ramey no pudo contener un estremecimiento mientras se aplicaba un sucísimo pañuelo, que debía haberle envenenado la sangre, pero que no lo hizo, a la oreja, a la cual le faltaba un trozo de lóbulo.
—¡La marca del
Coyote
! —susurró, estremeciéndose.
Rabioso, disparó hasta vaciar el depósito de su rifle, mientras, más arriba, Quincey aguardaba, atentamente, a que el sitiado replicara a aquel malgastar de municiones; pero
El Coyote
no se molestó en disparar de nuevo contra Ramey y, retirándose hasta donde pudo ponerse de nuevo en pie, volvió a recorrer su dominio.
Sólo existía una subida practicable; pero quizá por el lado opuesto fuese posible intentar el escalo o el descenso.
Apenas se había asomado para examinar aquella posible vía de escape, una bala silbó a bastante distancia; pero su silbido fue suficiente para hacer comprender al
Coyote
que el cerco se había establecido en toda regla, y que Quincey no estaba dispuesto a dejarle bajar del Trono.
—Pero si yo no puedo bajar, tú tampoco puedes subir —comentó el californiano, retirándose de aquel punto, después de haberse convencido de que, ayudado por una cuerda, no le sería imposible descender de saliente en saliente hasta alcanzar la más fácil ladera, sembrada de grandes masas de rocas, algunas de ellas del tamaño de casas pequeñas, entre las cuales crecían árboles y matorrales de toda clase. Más abajo el terreno se hacía menos quebrado y la tierra estaba más llena de vegetación.
Desde el Trono hasta la pared del valle se extendían una serie de picachos cortados, todos ellos más bajos, pero de similar formación geológica. En el más próximo se encontraban tres tiradores, otro al pie del acantilado y seguramente dos en la entrada del cañón. Esto hacía subir a seis, por lo menos, el número de los enemigos, aunque, sin duda, otros tres hombres, al menos, guardarían la casa.
Olvidándose del peligro que corría, se acercó a un sitio desde donde le era posible ver las tres construcciones y casi al momento escuchó, muy cerca, el desagradable zumbido de una bala del 44.
—¡Menudo blanco debo de haberle ofrecido a ese bandido! —comentó en voz alta—. Si no recuerdo las cosas que no debo hacer, pronto no recordaré nada. No debo responder a los disparos que se me hagan, porque, aunque tengo muchos cartuchos, si los gasto sin ton ni son pronto me quedaré sin municiones; por lo tanto, sólo dispararé sobre seguro, o, por lo menos, sobre todo lo seguro que se pueda.
De nuevo regresó a examinar el punto por donde había pensado descender. La bajada sería de las más difíciles, aunque no imposible; pero teniendo en cuenta las dificultades halladas en la otra, más fácil, desechó la idea de intentar bajar por allí de noche. Y en cuanto a hacerlo de día sería tanto como ofrecerse como blanco propiciatorio a los disparos de aquellos bandidos.
Las balas continuaron silbando por encima de la cumbre del Trono, sin que
El Coyote
se molestara en replicar. Consideraba todo aquello un cebo para tentarle a que disparase y se expusiera así al fuego de los demás.
Transcurrió el día. Al anochecer, el sitiado trasladóse al punto que dominaba el sendero, a fin de montar allí una aburrida guardia.
Del valle llegó claramente el aullido de un jaguar.
El Coyote
asombróse de la nitidez con que se escuchaban allí los más débiles ruidos que nacían en el valle. Oyó el tropezón de un pie contra un tronco, la exclamación que le siguió y la pregunta de si iba a ser relevada pronto la guardia.
—A medianoche —contestó una voz—. Hasta entonces, Shepler, tienes que vigilar el camino. No me extrañaría que nuestro amigo bajara a hacernos una visita. Y después de cómo dejó al pobre Tinker, no creo que sientas tentaciones de dejarle que se acerque a tiro de revólver.
—¿Está ya lista la hoguera? —preguntó otra voz.
—Sí; pronto la encenderemos —contesta otro—. Si
El Coyote
quiere bajar, tendrá que apagarla antes.
Asomándose al borde del precipicio y cuidando de asegurarse de que su cabeza no se recortara contra el cielo, el sitiado oteó el fondo del valle, especialmente el punto donde se iniciaba el sendero que conducía a la cumbre del Trono.
De pronto brilló una llamita que prendió en el suelo y corrió rápida por él, hasta llegar casi al pie del camino, donde se convirtió en humosa llamarada.
—Un reguero de pólvora para encender sin peligro una hoguera —murmuró
El Coyote
, mientras la llama de la pólvora prendía en un enorme montón de gruesos leños apilados sobre ramas secas y maleza. Pronto la hoguera quedó encendida y su luz iluminó el sendero con claridad más que suficiente para impedir el menor acceso a él. Los sitiadores no querían que el sitiado pudiera bajar, pero al mismo tiempo demostraban no estar dispuestos a subir.
Convencido de esto,
El Coyote
se envolvió en su manta y tumbóse allí mismo, de forma que podía oír todos los ruidos sospechosos y estar prevenido para el caso de un ataque.
Éste no se produjo y la noche terminó sin mayores incidentes.
—Esperará a que nos cansemos de montar guardia —gruñó Quincey, oculto tras un espeso matorral—. Él no puede bajar, pero sabe que nosotros tampoco podemos subir.
—Yo podría subir —propuso Reed— si se me cubriera bien.
—No llegarías ni a mitad de camino —replicó Quincey.
—Para disparar sobre mí tendría que asomar casi todo el cuerpo por el borde del precipicio —replicó el bandido—. Entonces no sería muy difícil alcanzarle.
—¿Te atreves? —preguntó Quincey.
—Sí; pero el premio ofrecido será mío, ¿no?
—Lo será si podemos cazarle. Pero tal vez fuera más prudente esperar a que se le terminase la comida.
—Podría resistir un mes entero —dijo Reed—. O más, porque arriba debe de haber alguna caza. Agua no parece faltarle Le vi tender su ropa.
—Hay un gran depósito —replicó Quincey—. Aunque estuviera diez años allí no se le terminaría.