La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (13 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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—Hace mal en pensar que podrá tirarme a los ojos el contenido del vaso —advirtió el mejicano—. No pretendo afirmar que la bala le atravesara el corazón antes de darle tiempo de verterme el licor en los ojos; pero sí que llegaría con la suficiente anticipación para que usted no pudiese ni acercar la mano izquierda al cuchillo ese que veo en su cinto y con el cual disfrutaría mucho atravesándome el pecho.

El joven volvió a dejar sobre el mostrador el vasito que ya había cogido y el terror pasó un momento por sus ojos.

—No necesito beber —gruñó.

—Creí que le gustaría calentarse un poco antes de quedar eternamente frío —replicó el mejicano, levantando de nuevo el percutor de su revólver.

—¿Qué va a hacer? —preguntó el tabernero.

—Matar al señor… ¿Cómo se llama?

—Es Hamilton, y… le aconsejo que no lo mate.

—Haga caso del consejo de Pops —rió, algo temblorosamente, el llamado Hamilton.

—¿Por qué he de hacerle caso? —preguntó el forastero—. Creo que toda la ley me ampara si pego un tiro al hombre que sin previo aviso desenfundó un revólver contra mí.

—Aquí no hay ley —advirtió Pops—. Y el nombrarla no favorece a nadie.

—Por eso he venido yo —sonrió el mejicano—; pero, aunque me guste un país sin ley, no me gusta que los demás se aprovechen de ello para agujerearme la espalda. Yo no me metí con usted, señor Hamilton, y lo primero que vi de usted fue una mano empuñando un revólver dirigido contra mi espalda. Si en lugar de fijarme en el revólver me fijo en otra cosa, tal vez ahora no sería yo quien hablara.

—Y si me mata, tampoco hablará mucho tiempo.

—Señor Hamilton, sólo la presión de un dedo le separa de la eternidad. Ese dedo es mío y obedece mis órdenes, porque… porque no está usted en condiciones de hacerlo, aunque detrás de usted queden cien mil amigos dispuestos a vengarle. No creo que el hecho de que a su muerte siguiera la mía en un plazo de horas o días, fuese para su cadáver un gran consuelo. Si le parece, expóngame las razones que le movieron a pronosticar mi muerte. Si me convencen, le dejaré marchar como si fuese un amigo mío. Si no me convencen…

Al llegar aquí, el mejicano apretó por segunda vez el gatillo de su revólver y la bala segó el lóbulo de la oreja izquierda de Hamilton, que, lanzando una maldición, sonriendo, el mejicano, continuaba:

—Ha sido sólo una broma, amigo mío. Es para demostrarle que sé disparar muy bien este precioso invento del coronel Colt… ¡Oh! ¡Pero si me olvidaba de que le demostré que sabía disparar!… ¡Pobre amigo mío! ¡Y qué feo va a estar con una oreja deslobulada! Como no puedo añadirle el trozo que le falta, le… —por tercera vez habló el revólver del forastero y la bala se llevó ahora el lóbulo de la oreja derecha, mientras, siempre sonriente, el autor de los disparos continuaba, como si nada hubiese ocurrido—: …le arrancaré el otro lóbulo, que ya no le sirve para nada. Así estarán igualitas las dos orejas. Creo que de ahora en adelante estará usted más atractivo.

Luego, variando el tono burlón, agregó, amenazador:

—¡Y largúese de aquí, cobarde! Puede decirles a sus amigos, que ni a usted ni a ellos les tengo miedo. Y agregue que sólo porque creo que son mejores que usted no le he dejado en condiciones de obligarles a que se jugaran la vida tratando de vengarle. Por si se le ocurre esperarme fuera, le prevengo que disparo guiándome por el sonido y que, si su primer tiro no acaba conmigo, puede tener la seguridad de que no llegará a disparar otro. Buenas noches. Y no recoja el revólver; eso no se ha hecho para usted.

Hamilton salió precipitadamente de la taberna. El mejicano levantó su revólver y extrajo las tres cápsulas vacías, que dejó sobre el mostrador. Luego metió tres cartuchos nuevos dentro del cilindro y guardó el arma en la funda.

—Sirva otra copa para quitarnos la aspereza de la pólvora en la garganta —propuso el mejicano.

—Mal enemigo se ha creado, señor…

—Puede llamarme Martínez —replicó el viajero—. José Martínez es un excelente nombre, ¿no?

Pops movió la cabeza y replicó:

—He conocido a doce José Martínez.

—Desde hoy conoce a trece.

—Sí, es un nombre muy popular. Por el estilo de John Smith. El usarlo evita muchos compromisos.

—¿Quién es ese Hamilton?

Pops inclinó la cabeza y por un momento pareció no haber oído la pregunta; sin embargo, no era así, pues al fin replicó:

—No debiera decirlo. Si permaneciera callado, mi salud sería mejor; pero me resulta usted simpático. ¿Ha oído habla de John D. Lee?

—¿El mormón que organizó la matanza de Mountain Meadows?
[3]

—El mismo. Él fue quien descubrió este valle y quien lo pobló, huyendo de quienes le buscaban; luego, no pareciendole seguro, emigró hacia otras partes, llevándose sus mujeres y un saco de oro. Nadie se preocupó de las diecinueve o veinte mujeres de Lee; pero, en cambio, muchos observaron lo del saco de oro, y pronto convirtióse esto en un hormiguero de buscadores de oro; pero un día llegó alguien y empezó a asustar a los buscadores. Y ahora ya no queda ninguno. La gente de por aquí se dedica a criar un poco de ganado. Quien más, quien menos, con el permiso de ese alguien de quien le he hablado, rebaña los torrentes y riachuelos; pero no se acerca al Cañón del Trono. Le llaman así porque desemboca en un valle en cuyo centro se levanta una especie de torre natural, cortada en su cumbre, que recibe el nombre de «El Trono».

—¿Y ese «alguien» prohíbe la entrada al valle?

—Claro.

—Y Hamilton pertenece a su banda.

—Claro.

—Y ese «alguien» se ofenderá al ver regresar a su hombre con dos trozos menos de orejas, ¿no?

—Claro.

—Y vendrá aquí a pedirme cuentas, ¿verdad?

—Tal vez le aguarde afuera.

—O sea, que usted me aconseja que ponga la mayor distancia posible, en el menor tiempo imaginable, entre «alguien» y yo.

—Ése sería un consejo de amigo.

—Y entonces «alguien» creería que yo he tenido miedo y lo iría repitiendo por el mundo.

—Pero sólo podría decir que un tal José Martínez fue prudente…

—¿Cuántos hombres tiene ese «alguien»?

—Muchos.

—¿Diez o doce?

—Tal vez.

—¿Y los emplea en impedir el acceso de los curiosos al Cañón del Trono?

—Sí.

—¿Porque allí está el oro de Lee?

—Eso creemos los que hemos sido lo bastante prudentes para no acercarnos nunca a los lugares prohibidos.

—¿Es prudencia o falta de curiosidad?

—Sólo es prudencia, y usted debiera imitarla. No siento tentaciones de exponer mis huesos a una bala. Y créame, forastero, eso es lo que debe usted hacer, pues estoy oyendo el galope de un caballo y, si mis oídos no me engañan, alguien se acerca hacía aquí.

—¿«Alguien»?

Pops encogióse significativamente de hombros y se dedicó a secar los vasitos de licor. Un momento después abrióse la puerta de la taberna y un hombre entró en el establecimiento.

Habría resultado notable en cualquier ambiente; pero sobre todo lo resultaba en aquel mísero poblado, tan distinto de las prósperas poblaciones mineras de California, Nevada y Colorado. Era un hombre elegante, atractivo, de rostro alargado, nariz que parecía arrancada a una estatua griega y bajo la cual, ocupando el labio superior, extendíase un bien cortado bigote que servía de parcial marco a una boca de labios algo carnosos y dibujo perfecto y a unos dientes de deslumbradora blancura. El traje de aquel hombre era el habitual en los jinetes de la región. Pantalones de tela fuerte, botas altas, camisa de franela y chaqueta de piel. Sin embargo, la similitud de las prendas deteníase en este punto, pues pocos eran los jinetes capaces de prestar a su ropa una elegancia como la que aquel hombre daba a su vestido. Todas las prendas habían sido cortadas y confeccionadas por un sastre capaz de hacer cosas mucho más difíciles, y en todos sus detalles estaban perfectísimamente acabadas. Completaba su equipo un sombrero de ala no muy ancha, ligeramente vuelta hacia arriba por los lados y cuya copa formaba un profundo surco que terminaba, en la parte delantera, en dos hoyos laterales.

Tal vez alguien en algún sitio hubiera considerado aquel atildamiento como una muestra de debilidad o de lechuguinismo; pero ningún observador un poco sagaz hubiera cometido tal error, puesto que en aquel hombre se veía vibrar la fuerza física y la energía moral. Comprendíase que el revólver que pendía de su cintura no era un adorno, sino un elemento de fuerza que su amo sabía utilizar cuando era conveniente.

—Buenas noches, Pops —saludó el recién llegado.

—Buenas noches, señor Quincey —replicó Pops.

—Buenas noches, señor Quincey —dijo, a su vez, el mejicano.

El recién llegado volvióse hacia Martínez y preguntó:

—¿Me conoce, señor…?

—José Martínez, para servirle a usted. No, no le conozco; pero he oído pronunciar su nombre y no he podido resistir la tentación de saludarle.

—Muchas gracias, señor Martínez —replicó Quincey—. Conocí a un tal Martínez en Sonora. Tenía un hijo que buscaba oro o plata por California. ¿Viene usted de allí?

—No; ése es otro Martínez. Somos una familia muy numerosa.

—Eso he oído decir —continuó Quincey—. ¿Viene usted de Méjico?

—Pues… de allí vine alguna vez.

—¿Y vino con el exclusivo objeto de herir a uno de mis hombres?

—¿Uno de sus hombres? ¿Se refiere usted al señor Harnilton?

Quincey asintió con la cabeza.

—No puedo felicitarle a usted por los hombres que tiene a su servicio; pero, de todas formas, debo decir en mi descargo que sorprendí a su hombre en el momento en que estaba levantando el gatillo de su revólver, y que con ello me concedió pleno derecho a meterle en el cuerpo las tres balas que le disparé contra el revólver y las orejas.

—¿Es verdad eso, Pops? —preguntó Quincey.

—Tal vez —gruñó, al fin.

—El señor no quiere comprometerse —sonrió el mejicano—. Hace bien.

—Perfectamente; no dudaré de su palabra, señor Martínez. Creo que es conveniente no dudar de la palabra de un hombre capaz de arrancar los lóbulos de las orejas con la destreza con que usted lo hace.

—¿Influye sólo mi destreza? —sonrió Martínez.

—¿No le halaga semejante concesión?

—No, señor Quincey, porque eso me obligará a llevar las manos muy cerca de las culatas de mis revólveres. Cuando a un hombre se le da la razón sólo por la eficacia de sus armas, esa misma razón se le quita con un disparo por la espalda.

—Posee usted una inteligencia muy despejada, señor Martínez, y eso me convence cada vez más de que la razón estuvo de su parte. Quizá mi hombre se equivocó y le confundió con otro. Veo que han estado bebiendo. El gasto corre de mi cuenta. Brindemos porque nos encontremos otro día.

—Nos encontraremos, pues pienso quedarme aquí —sonrió Martínez.

—¿A qué se dedicará, señor Martínez? —preguntó Quincey, como si estuviese muy interesado por lo que pensaba hacer el forastero.

—A buscar oro.

La respuesta sonó como un desafío lanzado al rostro de Quincey. Éste, al cabo de unos minutos de silencio, preguntó:

—¿Oro?

—Sí.

—No tiene usted aspecto de buscador.

—Nadie nació buscando oro. Incluso sé de muchos que empezaron trabajando en molinos o serrerías y acabaron…

Martínez irrumpió lo que iba diciendo y bebió un sorbo de licor; luego pareció olvidarse de lo que había empezado a decir, hasta que Quincey preguntó, curiosamente:

—¿Cómo terminaron?

—Colgados de un árbol… por buscar oro.

Quincey sonrió.

—Eso demuestra que es peligroso buscar oro en ciertos sitios.

—Siempre me ha atraído el peligro.

—Entonces busque oro hacia el Sur. Creo que por allí se encuentra algo en las arenas.

—Pienso buscarlo hacia el Cañón del Trono.

Las palabras del mejicano eran como una amenaza o un desafío. Quincey lo advirtió y, sonriendo duramente, replicó:

—Tal vez se encuentre con alguna cuerda.

—O tal vez los que traigan la cuerda se encuentren con más plomo del que podrán digerir.

—Oiga, Martínez. No soy hombre que gaste saliva en balde. No me gusta amenazar ni crearme enemigos innecesariamente. Tiene usted toda la región de los cañones para buscar oro en ella. No se lo impedirá nadie; pero si se acerca al Cañón del Trono encontrará algo que no le gustará nada. Siga el consejo y no lo tome a broma.

El mejicano buscó en el bolsillo y sacó una bolsa de piel y un librillo de papel de fumar. Dentro de la bolsa iba una buena cantidad de tabaco. Martínez lió un perfecto cigarrillo, lo encendió y, lanzando una bocanada de humo al aire, dijo, siguiéndola con la mirada:

—Lamento mucho no poder prestar a su consejo toda la atención que merece. Buscaré oro y no admito indicaciones ni amenazas.

Quincey se encogió de hombros y adoptó una actitud de hombre que lamenta tener que hacer algo contrario a su gusto.

—Yo también lamento su decisión; pero no desespero de convencerle de que esta tierra no es buena para los forasteros aficionados a buscar oro. Buenas noches.

Dejando una moneda de cinco dólares sobre el mostrador, Carl Quincey dio media vuelta y abandonó la taberna, seguido por la irónica mirada de Martínez.

—Ya lo ha conseguido —suspiró Pops.

—¿Qué es lo que he conseguido?

—Ganarse un enemigo mil veces peor que una serpiente de cascabel. Debiera haber aceptado sus ofertas. Él le cree fugitivo de algo, y estaba dispuesto a brindarle ayuda y un empleo.

—No he oído ninguna de sus ofertas.

—Pero Quincey lo insinuó. No iba usted a esperar que le propusiera unirse a su banda.

—¿Tiene una banda?

—Deje de hacer el tonto y convénzase de que si sigue así acabará muy mal. Buenas noches.

—Buenas noches, Pops —replicó Martínez, marchando lentamente hacia la puerta.

Antes de llegar a ella detúvose junto a una de las mesas y, viéndola cubierta de polvo, dibujó sobre ella algo con el dedo índice. Luego siguió su camino.

Pops, que le había observado, acercóse a la mesa para ver lo que había escrito el mejicano.

No halló ninguna palabra; sólo una cabeza de animal medio abocetada. Acercando una luz, Pops examinó más atentamente el dibujo.

—Parece una cabeza de lobo —murmuró.

Luego, pensativo, agregó:

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