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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (15 page)

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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En aquella lucha, ambos contendientes buscaron el auxilio de pistoleros profesionales que los ayudaran con su destreza. Bearder había sido uno de los mercenarios que puso su buena puntería al servicio de los ganaderos. Cuando el Ejército Federal intervino para poner fin al conflicto, Texas Bearder, junto con otros pistoleros de su clase, fueron declarados fuera de la ley, aunque no se puso precio a sus cabezas. Las últimas noticias que
El Coyote
tenía eran las de que había desaparecido sin que nadie supiera lo que había sido de él. Era creencia general que había muerto oscuramente en alguna riña de taberna y que lo habían enterrado sin sospechar su verdadera identidad.

El Coyote
hubiera prolongado su espionaje, con la esperanza de averiguar algo más; pero en aquel momento se oyó el avance de unos cuantos caballos y se escucharon unas voces. Los que estaban, en torno de la hoguera se pusieron en pie y avanzaron hacia la boca del cañón, al encuentro de Quincey y sus compañeros.

Considerando innecesarias todas las precauciones,
El Coyote
se puso en pie y regresó donde tenía el caballo. Cogiéndolo de la brida, siguió cañón adelante, No tardaría en salir la luna, en su cuarto menguante, y para entonces le convenía llegar al final del cañón.

Este se fue estrechando hasta que sus paredes quedaron separadas por menos de veinte metros. Además, la vegetación se fue haciendo más escasa y sólo pegada a la pared de la derecha conservaba su lozanía, en las márgenes del arroyuelo. Lo demás, ya fuera natural o artificialmente, estaba completamente desnudo. Desde el punto donde estaba encendida la hoguera, el cañón seguía una línea recta como una flecha, por más de seiscientos metros.

La pálida luz de la luna reflejábase, en la lejanía, en unas construcciones blancas que quedaban enfrente del cañón.
El Coyote
aceleró la marcha, y al salir del cañón encontróse en un amplísimo valle, en uno de cuyos extremos levantábase la inmensa mole del Trono.

Montando a caballo y abandonando todas las precauciones, dirigióse hacia los edificios que la luna iluminaba con su amarillenta luz. La simple visión de aquellas tres construcciones cuadrangulares y unidas escalonadamente indicó muchas cosas al
Coyote
.

—Construcciones aztecas —murmuró—. No comprendo cómo se encuentran aquí.

Acercóse más. Las tres casas, pegadas unas a las otras, y formando tres enormes escalones, se levantaban en un terreno llano. Un canal artificial conducía por debajo de ellas una gran masa de agua. Los muros fronteros al cañón estaban profusamente aspillerados, y era fácil adivinar que un grupo de hombres resueltos, encerrados en aquellos edificios, podría ofrecer una eficaz resistencia ante el enemigo que hubiera conseguido salvar las numerosas dificultades que ofrecía el avance por el cañón.

—El que las construyó era un buen estratega —comentó
El Coyote
—. Dentro de estas casas debe de haber abundantes víveres, y no faltando el agua, ni las armas, se podría resistir mucho tiempo; pero ¿qué tribu sería la que llegó hasta aquí?

Recordó muchas de las leyendas que circulaban por Méjico. Acaso algún grupo de nobles aztecas, huyendo de los españoles, después de su milagrosa victoria sobre los poderosos indígenas, se refugió allí con sus tesoros. Tal vez en el resto del valle existieran más construcciones como aquéllas. De lo contrario, el problema seguiría en pie, pues, no obstante ser muy espaciosas, aquellas tres casas no podían albergar a más de cincuenta personas.

Dejando para otro momento el examen de la casa,
El Coyote
decidió regresar hacia el cañón; pero al llegar a un centenar de metros de él vio a los jinetes reunidos allí y ocupados en colocar a través de la estrecha salida una barrera de troncos que debía de haber estado caída en el suelo y junto a la cual pasó sin descubrirla.

—Ahora está en el valle —dijo en aquel momento Quincey—. Unos cuantos hombres podrán vigilar a ambos lados de la barrera. Tendrán que ser muy torpes si le dejan escapar. Los demás lo iremos acorralando por el valle. Esta vez
El Coyote
ha encontrado la horma de su zapato.

Antes de que le nombraran,
El Coyote
comprendió que estaban hablando de él; pero las palabras de Quincey no dejaban ninguna duda acerca de las intenciones de aquellos hombres.

—Dejadme que yo le ponga las manos encima —dijo en aquel momento una voz—. ¡Me pagará el culatazo que me pegó!

—Habla menos y procura tener más cuidado, Tinker —replicó Quincey—. Cuando te encuentres con él, puedes hacer lo que quieras, o lo que puedas; pero no lo anuncies antes, porque te expones a quedar en ridículo. Recuerda que doy cinco mil dólares a quien me traiga vivo o muerto a ese
Coyote
.

—Ya puede preparar el dinero para mí, patrón —replicó Tinker.

Texas Bearder permanecía callado; pero su mirada estaba fija en el suelo. Habíanse encendido unas antorchas. A su luz adquirían claro relieve todos los detalles, especialmente unas marcas de herraduras californianas, perfectamente visibles en el polvo.

Separándose de sus compañeros, a quienes dejó entregados a la tarea de completar el cierre de la salida del Cañón del Trono, Texas fue siguiendo las huellas dejadas por el caballo del
Coyote
, hasta llegar a un punto donde ya la luz no alcanzaba. Entonces desmontó, y, conocedor perfecto del terreno, siguió adelante, llevando de la brida a su caballo.

Estaba en un lugar donde se iniciaba el trazado del canal o acequia que conducía el agua hasta las casas, y que en aquel paraje pasaba por debajo de tierra; pero a un centenar de metros estaba la pequeña presa, en la que el agua sobrante caía formando una rumorosa cascada, cuyo eco no podía dejar de ser oído por el jinete que llegara hasta allí. El lugar ofrecía, además, un escondite perfecto, con abundante agua y frescura. La exuberante vegetación debía hacer comprender al que llegase hasta allí, que pocos eran los que frecuentaban la presa.

—Ya te tengo, amigo
Coyote
—susurró el tejano, empuñando uno de sus dos revólveres—. Me vas a valer unos cuantos dólares.

Dejando tras él a su caballo, Bearder avanzó yendo de árbol en árbol, hasta llegar a un punto detrás de unas rocas cubiertas de enredaderas y de calabazas silvestres.

Iba a seguir avanzando, con la esperanza de sorprender al famoso enmascarado, cuando, de pronto, oyó tras él, hacia el sitio donde dejara su montura, un agitar de ramas y matorrales que le hizo tirarse al suelo como un conejo asustado. En el mismo instante la luna reflejóse en las arenas que se extendían en un punto de la entrada a la pequeña explanada de la presa. No se advertía en ellas la menor señal del paso de un hombre o de un caballo. Por un instante asaltó a Tex la desagradable sospecha de que era él quien había caído en la trampa en que esperaba coger al
Coyote
.

Durante la guerra contra los ovejeros habíase encontrado en situaciones tan comprometidas o más que aquélla, y ni sentía ningún deseo de revivir los mala ratos pasados entonces.

Comprendiendo que si la oscuridad impedía ver a su enemigo, también le protegía a él, incorporóse levemente retrocedió con toda cautela, buscando siempre la protección de los arbolillos o de las rocas cubiertas de musgo.

Al cabo de lo que le pareció una eternidad, y cuando ya la aurora empezaba a insinuarse en Oriente, logró salir del callejón en que se había metido. Al dirigir la mirada a su alrededor, vio que el ruido escuchado antes, y que había creído proceder de un enemigo oculto, había sido causado por su propio caballo, que para encontrar mejor pasto había conseguido arrancar el arbusto al que le ató su amo produciendo entonces el rumor que alarmó al tejano.

Éste, lanzando maldiciones contra el animal, agarró las riendas y azotó salvajemente el hocico del caballo, que lanzó violentos relinchos de dolor y trató de encabritarse; pero la fuerte mano de Bearder le dominó, mientras con la otra descargaba puñetazos contra los ojos del animal, gritando:

—¡Ya te enseñaré yo a asustarme y hacerme hacer el idiota! ¡Me has hecho venir hasta aquí como si me esperase una tribu de comanches! ¡Toma!

El puño derecho que tenía levantado para descargar otro puñetazo no llegó a caer, pues una metálica voz le ordenó:

—Levante las dos manos, Tex, y si aprecia en algo la vida, no las baje. Ahora, vuélvase.

El tejano obedeció, levantando inmediatamente las dos manos y soltando a su caballo. Después volvióse lentamente hacia el individuo que había dado la orden.

A la escasa luz del comienzo del día vio ante él, empuñando un revólver de largo cañón, a un hombre que traía el rostro cubierto por un negro antifaz.

—¿
El Coyote
? —preguntó.

—Para servirle, Bearder —replicó el enmascarado.

Capítulo V: Comienza la caza del
Coyote

—No esperaba que nos encontrásemos jamás frente a frente —comentó Bearder.

Miraba fríamente al hombre que estaba ante él. Aguardaba la oportunidad que no podía dejar de presentarse. En cuanto llegara la aprovecharía para resolver la situación a su favor. Se sabía uno de los hombres más rápidos en el manejo de las armas. Era capaz de empuñar sus revólveres, desenfundarlos y dispararlos en menos de medio segundo. Lo había hecho infinidad de veces, y a esa destreza magistral debía el estar aún con vida.

Pero no hay rapidez que supere a la del hombre que, teniendo en la mano su revólver, sólo necesita apretar el gatillo para resolver a su favor la situación. Por ello Tex, a pesar de saberse un maestro en el manejo del revólver, no intentó empuñarlo. Ya llegaría el momento en que
El Coyote
, si era realmente él, se distrajera o desviara su atención hacia otro punto. Entonces, antes de que el enmascarado pudiera reparar su error, él le acribillaría a balazos.

—Un hombre que trata así a un caballo, no merece ni una bala —dijo, despectivamente,
El Coyote
.

Tex Bearder sonrió burlonamente, pero no dijo nada.

—Hace un rato tuve tentaciones de tumbarle junto a sus cuatro amigos… Cuando estaba cantando la canción de Nellie MacBride. Ofrecían un blanco demasiado fácil y a algunos los hubiera tenido que matar por la espalda. Claro que, de haber sabido que usted era capaz de tratar así a un caballo, no hubiera tenido otras contemplaciones.

—Es muy fácil hablar cuando se tiene un revólver en la mano y el otro no puede defenderse —replicó Bearder—. Supongo que ahora empezará a insultarme para que yo eche mano a mis armas y así pueda matarme sin remordimientos de conciencia, ¿verdad, señor
Coyote
? Tengo entendido que es usted un hombre muy de iglesia.

—Es cierto —replicó lentamente el enmascarado—. Soy incapaz de asesinar a un hombre, aunque sea un criminal como usted. Tengo escrúpulos de conciencia porque me he educado en un ambiente muy distinto del suyo. Yo no nací en un tabernucho, como usted, y mis maestros no fueron los borrachos y asesinos que le educaron para el crimen. Por lo tanto, Tex, le voy a conceder la oportunidad de vender cara su vida; pero no voy a quedarme aquí hasta que lleguen sus amigos. Si dentro de un minuto no ha echado mano a sus armas le mataré como a un perro rabioso… y no me remorderá la conciencia.

Al decir esto
El Coyote
enfundó lentamente su revólver sin apartar la vista de Bearder.

Éste sonrió lobunamente. Nada podía alegrarle más que la oportunidad que le ofrecía su enemigo.

—Mataste a Hamilton, ¿verdad? —preguntó, inclinándose un poco hacia adelante.

—Me anticipé a él. ¿Era amigo suyo?

—Sí. Desde que supe que le habías matado estuve aguardando una oportunidad como ésta. Me gusta saldar las deudas que se contraen conmigo. Por eso quiero…

Al llegar aquí, saltó de lado, con agilidad de pantera, y su Colt derecho relució al salir velozmente de la funda. Una llamarada surgió a la altura de su cadera y una nube de humo le envolvió.

A través de ella y la humareda de su propio disparo,
El Coyote
vio cómo Tex Bearder caía hacia adelante y quedaba tendido de bruces sobre la hierba.

El Coyote
salió del humo que le rodeaba y enfundó el revólver izquierdo, que había empuñado con increíble rapidez. Una gota de sangre resbalaba por su mejilla, de una herida producida por una esquirla de roca arrancada por la bala que disparó Tex en el momento en que caía sin vida. Secándose la sangre,
El Coyote
se inclinó sobre el muerto, murmurando, a la vez que trazaba en el suelo la cabeza de un coyote:

—Eras muy rápido, Tex, quizá el más rápido de los que se enfrentaron conmigo. Quisiera enterrarte, pero supongo que los tiros atraerán a tus amigos. Adiós.

Dirigióse rápidamente hacia donde estaba su caballo, se quitó los mocasines calzóse las botas de montar y, saltando sobre la silla, escapó a toda la rapidez que su caballo podía desarrollar en el difícil terreno de las laderas del Trono.

Nadie le siguió. Hacia el mediodía estaba en la otra ladera del Trono, a cosa de unos cinco kilómetros de las casas blancas. Frente a ellas podía verse un grupo de caballos y las minúsculas figuras de varios hombres que entraban y salían de la que debía ser el cuartel general de los… ¿bandidos?, ¿cuatreros?, ¿salteadores? Era aún pronto para decidir a que clase pertenecían los hombres de Carl Quincey. Podía clasificárseles, sin error entre los asesinos, pues habían dado claras muestras de que no se detenían ante ningún delito; pero la causa de todo ello escapaba aún a la comprensión del
Coyote
. Sin duda la explicación estaría en aquellas tres casas; pero hubiera sido una locura intentar nada contra aquellas pequeñas fortalezas, defendidas por tan gran número de hombres.

Desde aquel punto le era posible abarcar todo el inmenso valle, en cuyos muros vio varias huellas de viviendas construidas muchos siglos antes por los habitantes de los acantilados, que debieron de encontrar en aquel lugar seguro refugio contra sus enemigos.

No tardó en descubrir, a lo lejos, unos cuantos jinetes que parecían explorar el terreno. Supuso que eran los hombres Quincey, y, audazmente, siguió bordeando el valle. Al anochecer hallábase a medio kilómetro escaso de las tres viviendas. Nadie le supondría allí, porque nadie podía concebir semejante audacia, y mientras le buscaban por los rincones más lejanos del valle,
El Coyote
se preparó una cena-comida que condimentó sobre la llama de una pequeña hoguera encendida con ramas secas, sin humo que la denunciase. Si alguno la hubiera visto habríala confundido con la neblina que se prendía ya en los altos acantilados que rodeaban el valle.

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