—Por lo tanto, hay que subir a por él —decidió Reed—. Y a eso voy.
Recogió su rifle y a grandes zancadas abandonó su refugio y alcanzó el sendero, en un punto en que quedaba a cubierto de los disparos que pudiera hacer
El Coyote
. Empezó a subir, y todos sus compañeros le cubrieron con el fuego de sus rifles; pero al llegar al primer recodo, donde el camino ascendía más pronunciadamente, en lo alto del Trono comenzó a disparar el Winchester del sitiado.
—¿Qué pretenderá con esos disparos? —gruñó Quincey, ya que
El Coyote
, si bien disparaba hacia abajo, no podía hacerlo directamente contra el camino, puesto que para ello hubiera tenido que exponerse al tiro de los bandidos.
Reed habría podido explicar en seguida lo que se proponía
El Coyote
con sus disparos contra una alta roca que se levantaba al borde del sendero. Las balas de su Winchester iban a dar contra ella, y, rebotando, gañían erizantemente en torno del bandido, que, abrazado al suelo, sentía erizársele los cabellos cada vez que una de aquellas locas balas pasaba cerca de él.
AI fin, no pudiendo resistir más en aquella peligrosa situación, Reed se puso en pie en el preciso momento en que sonaba un agudo
piünggg
que sus oídos no llegaron a oír, pues el rebotado proyectil le alcanzó la nuca y lo lanzó pendiente abajo hasta el montón de cenizas que marcaba el emplazamiento de la hoguera de la noche anterior.
—¡Y van siete! —rugió Quincey, disparando frenéticamente su rifle; pero una bala que le acarició la mejilla le obligó a reprimir sus impulsos y a refugiarse en el fondo de la hondonada adonde se había retirado al nacer el día.
Se daba cuenta de la calidad del enemigo que tenía enfrente y no lamentaba la muerte de Reed. Al fin y al cabo se había eliminado a un traidor al que sabía confabulado con Tinker para arrebatarle el botín conseguido en el valle. Ramey le había hablado del proyecto de traición, y por conocer sobradamente a sus hombres comprendió que no se le había engañado.
—Es una fortuna demasiado grande para que no tiente a toda esa gentuza —soliloqueó—. Desde siempre, la tentación de acaparar uno solo el botín que debiera repartirse entre todos ha sido el móvil de más de un crimen. No les costaría mucho encontrar cómplices para eliminarme; y si no fuera porque temen al
Coyote
ya me hubieran matado; pero no intentarán nada antes de que yo les libre de ese enemigo. En realidad es el único que ahora nos mantiene unidos; pero si conseguimos acabar con él se sentirán tan seguros que nadie podrá dominarlos.
De pronto tomó una decisión. Levantando la cabeza hacia la cumbre del Trono, hizo bocina con las manos y llamó:
—¡Eh,
Coyote
!
Al no recibir contestación repitió varias veces la llamada hasta que una voz repuso, desde arriba:
—¿Qué hay, Quincey?
—Quisiera hablarle.
—Puede subir, si lo desea.
—¿Por qué no baja usted?
—Por lo mismo que usted no quiere subir, aunque yo tengo más razón que usted para no querer acercarme a sus bandidos.
—Oiga,
Coyote
. ¿O prefiere que le llame Martínez?
—Tanto me da.
—¿Por qué en vez de luchar contra nosotros no se une a nuestra banda?
—Por lo visto me cree usted muy tonto, Quincey. Hace años que me salieron las muelas del juicio.
—Le hablo en serio. He estado meditando toda la noche. Luchando y exterminándonos hacemos un mal negocio. Ha terminado usted con siete de mis hombres; pero aún me quedan los suficientes para obligarle a quedarse ahí arriba hasta el día del juicio final.
—Sé de sitios mucho peores que éste para esperar tan importante suceso.
—No bromeo, señor
Coyote
. Le ofrezco una buena participación en los beneficios que obtengamos del trabajo que estamos realizando aquí. No se trata de un beneficio de miles, sino de millones. Por lo menos le quedaría uno entero. Dentro de tres o cuatro meses podrá retirarse de la vida que lleva y vivir con plena independencia, sin necesidad de andar huyendo por estas tierras.
—¿Cree que, después de lo ocurrido, puedo tener confianza en usted y en sus hombres, Quincey? —replicó
El Coyote
.
—Tiene motivos para dudar; pero nos hace falta un hombre como usted. Bearder era el mejor de los nuestros, y usted acabó con él con tanta facilidad que a todos nos alegraría tener sus armas a nuestro lado.
—Explíqueme el negocio que tienen entre manos y tal vez, cuando sepa de qué se trata, acepte su oferta.
—No puedo explicarle nada; pero sí le aseguro que el oro y la plata que sacaremos de este valle, sin contar otras cosas, valdrán como mínimo quince o veinte millones.
—¿Por qué no me aclara eso?
—Acepte mi proposición, baje a reunirse con nosotros y le mostraré el tesoro. Una buena pacte del mismo será para usted.
—¿Y por qué he de conformarme? —replicó
El Coyote
—. Quincey, su banda está reducida a seis hombres, incluyéndole a usted. Acepte mis condiciones: salga de este lugar y alégrese de conservar la vida. Si permanece aquí no le quedará ni eso.
—¿Qué quiere decir?
—¿No me entiende? Hablo bien claro. Ahora son ustedes seis hombres vivos. Si no se marchan serán pronto seis hombres muertos. ¿Cuánto me dan si les dejo marchar en paz?
—¡Éstos no son momentos para bromear! —gritó, furioso, Quincey.
—No bromeo.
—Oiga,
Coyote
, le tenemos sitiado, podemos aguardar hasta que se muera de hambre; si intenta bajar le acribillaremos a balazos.
—Está bien; les doy de tiempo hasta mañana por la mañana, Quincey.
—¿Un plazo? —rió Quincey.
—Sí; pero no sean imprudentes, porque a lo mejor no puedo resistir la tentación y alguno de ustedes no llega a disfrutar del tiempo de vida que le concedo. Si se marchan y me dejan como dueño y señor del valle, no les impediré que vayan a hacerse ahorcar en otra parte.
—¡Maldito sea! —rugió Ramey—. ¡Ofrecer eso a seis hombres capaces de hacerle pedazos! Y quien lo ofrece está encaramado en un pino y no puede ni asomar la nariz, so pena de que se la chamusquemos.
—No sigas diciendo tonterías, Ramey —advirtió
El Coyote
—. No suelo amenazar en balde. No estoy acorralado ni sitiado. En cuanto quiera bajaré a haceros una visita de la cual algunos se acordarán y otros no podrán ya acordarse ni de ella ni de nada.
—Eso es más fácil de decir que de hacer —replicó Ramey, aunque no se sentía muy seguro.
El Coyote
no replicó. Habíase retirado a un sitio donde no debía temer nada de los disparos que pudieran hacérsele desde abajo, ni desde los otros picachos. Reuniendo las cuerdas que tenía las fue atando hasta formar una de suficiente longitud. Aseguróse una vez más de que los nudos estaban bien hechos y luego, tendiéndose en el suelo, entornó los ojos y no tardó en dormirse. El descanso de que pudiera disfrutar entonces le sería pronto muy necesario.
Después de disponer las guardias para aquella noche, Carl Quincey se separó de sus hombres y dirigióse a las casas, dispuesto a dormir allí. Los hombres que quedaron al pie del Trono encendieron una hoguera, valiéndose del mismo sistema de la noche anterior, y mantuvieron la mirada fija en el único camino que creían podía ser utilizado por
El Coyote
para escapar de la ratonera en que se había dejado coger.
Mientras tanto, arriba, el californiano iba dejando caer por el profundo precipicio del otro lado la larga cuerda formada durante aquella tarde. Cuando ya sólo quedó la imprescindible para atarla a una aguja de roca que se levantaba a poca distancia del barranco,
El Coyote
la sujetó cuidadosamente y, riéndose de la estupidez de sus sitiadores, se ocultó el rostro con el antifaz y empezó a deslizarse por la cuerda, cuidando de no desprender ninguna roca que pudiera dar la alarma.
Por dos veces tuvo que interrumpir el descenso para descansar sus doloridos músculos a causa del esfuerzo que realizaba. Por fin, cuando la cuerda estaba a punto de terminarse,
El Coyote
sintió que sus pies tocaban la dura piedra y lanzó un suspiro de alivio. Durante todo el rato había estado temiendo que al llegar al suelo encontrase, esperándole, a alguno de los bandidos.
Llevaba el rifle en bandolera y los dos revólveres; pero su mano derecha estaba cerrada en la empuñadura de su cuchillo. Con elástico paso, y dando un gran rodeo, dirigióse hacia el cañón, deteniéndose a un centenar de metros de la hoguera que ardía junto a la recia valla de madera. Un hombre acababa de echar un tronco a las llamas, y una nube de chispas ascendió hacia el cielo, iluminando todo el terreno a su inmediato alrededor.
El Coyote
buscó con la mirada al otro centinela de la barrera que cerraba la entrada y la salida al valle por el Cañón del Trono.
Pattersons bostezó, cansado de una vigilancia que carecía por completo de emoción.
—Esto resulta muy aburrido —comentó—. Un día de estos…
No pudo terminar. Un cuchillo lanzado por fuerte mano cortó el aire y se hundió en la espalda de Pattersons, derribándolo de bruces contra tierra. Un momento después, una oscura figura surgió de entre las tinieblas e inclinándose sobre el caído, recuperó el cuchillo. Tras secar la hoja en la ropa del muerto,
El Coyote
trazó en la tierra una cabeza de coyote.
Y junto a ella el número ocho.
En seguida retrocedió de nuevo en busca de la protección de las sombras y aguardó pacientemente.
—Pattersons —llamó al cabo de un rato una voz, desde el otro lado de la barrera—. Despierta. Estás dejando apagar el fuego.
El que hablaba era Ickes. Al no recibir contestación empezó a escalar la barrera. Saltando hacia el otro lado iba a apartarse de allí cuando un destello metálico surgió de la oscuridad y le lanzó contra la valla, en la que quedó clavado.
El Coyote
reapareció de nuevo y junto al número ocho escribió el nueve.
****
Carl Quincey salió de la casa central y decidió poner en práctica el plan trazado durante la noche. Puesto que Pattersons e Ickes no eran prácticamente necesarios, ya que
El Coyote
no podía descender de su fortaleza, podría utilizarlos para que ayudaran a Shepler y a Ramey a montar guardia ante el único camino practicable para subir y bajar del Trono.
Empuñaba el Winchester. Además del medio centenar de cartuchos que guardaba en la canana, llevaba dos cajas de cincuenta en los bolsillos. Al andar, el revólver de seis tiros le golpeaba suavemente la pierna derecha.
De cuando en cuando dirigía una mirada al alto picacho que dominaba el valle. En aquella cumbre suponía sitiado al más peligroso de cuantos enemigos había tenido.
Iniciaba el día sus primeras luces y la vaga media luz impidió a Quincey darse cuenta en seguida de la tragedia. Por un momento creyó que Pattersons estaba durmiendo y que Ickes le contemplaba apoyado en la barrera; pero, de pronto, su mirada se posó en la marca trazada en el polvo del suelo y en los números ocho y nueve, que marcaban el número total de las bajas que había tenido.
Temiendo una brusca agresión del
Coyote
, que tal vez estuviera emboscado cerca, Quincey apartóse vivamente de allí y se dirigió casi al galope hacia los puestos de vigilancia del pie del Trono.
¿Qué podía haber ocurrido? La respuesta saltaba a la vista. El acorralado
Coyote
había conseguido descender de su sitiada fortaleza y abrirse paso hacia el exterior después de matar a los dos vigías.
Pero cuando llegó al puesto que ocupaba Ramey encontró vivo al centinela, y también a Shepler, empezó a concebir la esperanza de que
El Coyote
no hubiese podido bajar de lo alto de la montaña.
—Ickes y Pattersons han sido asesinados —anunció, dirigiéndose a los dos hombres que eran cuanto quedaba de su fuerza—. Acuchillados.
—¿Quién los ha matado? —preguntó Ramey—. ¿Los indios?
—Junto al cadáver de Pattersons encontré la marca del
Coyote
y los números ocho y nueve…
—
El Coyote
no ha bajado —declaró Ramey, dirigiendo una suspicaz mirada a su jefe—. Lo habríamos visto, ¿verdad, Shepler?
—Verdad —replicó el otro—. No nos hemos dormido, aunque buenas ganas teníamos.
—Por ahora no podréis dormir —contestó Quincey—. Tal vez
El Coyote
se encuentre aún arriba; pero yo creo que ha bajado.
—Oye, Quincey —interrumpió Ramey—. Sólo quedamos tres, y no hace mucho éramos doce. He visto cómo
El Coyote
ha matado a varios de nuestros compañeros; pero también he oído cómo ayer le hacías unas proposiciones que me hicieron pensar que tal vez estabas de acuerdo con él. ¿Estás seguro de que no fue tu mano la que usó el cuchillo que terminó con Ickes y Pattersons?
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque estoy seguro de que
El Coyote
sigue arriba. No puede bajar, a menos que le hubiesen nacido alas.
Se interrumpió de repente y quedó con la mirada fija en un punto vago.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Quincey—. ¿Qué has visto?
—Con una cuerda bien larga también podría bajarse por detrás —murmuró—. Ven…
Shepler, Ramey y Quincey echaron a correr sin tomar ninguna precaución. Un momento después se encontraba al pie del muro posterior de la alta montaña. El aire de la mañana agitaba la larga cuerda que pendía desde lo alto.
—¡Bajó por aquí! —jadeó Ramey.
—¡Entonces fue él quien mató a Pattersons y a Ickes! —se estremeció Quincey—. ¡No cabe ya duda!
—Y, o bien se ha marchado, o continúa rondando por el valle —tartamudeó Shepler, dirigiendo una inquieta mirada a su alrededor—. No me importaría caer muerto de un balazo; pero el cuchillo… ¡Brrr!
—El cuchillo quedó en el cuerpo de Ickes —dijo Quincey, como si con ello debiera tranquilizarse su compañero. Luego agregó—: Seguramente se habrá marchado lejos, de aquí… De lo contrario, ¿para qué ha matado a los centinelas…?
—Puede estar en la mina —sugirió Ramey.
—Entonces… estamos descubiertos… —musitó Quincey.
—Vayamos hacia allá —indicó Ramey.
Los tres hombres recogieron sus armas y emprendieron el camino hacia el sendero que, partiendo de la casa, comunicaba con el muro Este.