Un ensordecedor griterío resonó en la sala. Loco Mike se puso en pie sobre uno de los escasos taburetes que allí había y gritó:
—¡Al diablo el enviarlo a la capital! ¡Nosotros nos bastamos para ahorcarle! ¡Y del mismo árbol que él utilizó!
—¡Así se habla! —gritó otro.
Endicott encogióse de hombros y abandonó la sala, mientras el público, enloquecido por el ansia de matar, se lanzaba sobre el condenado sin que el
sheriff
ni sus ayudantes hicieran nada por impedirlo.
Isaías Bulder fue de los primeros en afirmar que el pueblo de Esperanza debía ejecutar a los criminales que lo hacían víctima de sus ataques implacables. Y agitando una cuerda se colocó a la cabeza de la comitiva, que partió, llevando en su centro a Searles, hacia las tierras que fueron del viejo Forbes.
Searles no intentó salvarse porque no podía defenderse de aquellos hombres que sólo anhelaban ser verdugos. La herida le había debilitado y, además eran tantos contra él que hubiera sido inútil tratar de oponerse a su salvaje agresión.
Bulder, que había hecho un buen nudo de horca, lo pasó por el cuello del joven y sostuvo el extremo de la cuerda. En cuanto llegaran al álamo, pasarían el otro extremo de la soga por la rama y, colgando de ella, Searles terminaría sus aventuras.
Pero una sorpresa aguardaba a los ciudadanos puestos a verdugos. Cuando llegaron ante el árbol elegido para la ejecución vieron, colgando de él, el cuerpo de Peters. Y en el tronco una quinta muesca.
Fue tan grande el asombro y el miedo que invadió a todos que, por unos momentos, nadie hizo el menor movimiento, luego, de pronto, uno de los hombres levantóse sobre los estribos y cortó la cuerda que sostenía el cadáver de Peters, mientras reclamaba:
—Dame la cuerda, Bulder, y terminemos.
—Un momento, señores —dijo una burlona voz. De detrás de los árboles que crecían junto al arroyo salió un jinete vestido a la moda mejicana y empuñando dos revólveres de larguísimo cañón. Un negro antifaz le cubría el rostro.
—¡
El Coyote
!
Este nombre fue pronunciado por todos y un escalofrío recorrió los cuerpos de los linchadores. Ninguno de ellos se atrevió a hacer el menor movimiento y, mucho menos, a buscar un arma.
Un momento después, unos treinta jinetes, a cuya cabeza iban Riley, del R. R., Carol y el juez Palmerston, surgió de la arboleda y avanzó hacia los otros.
—Creo que tendremos que repetir el juicio —siguió
El Coyote
, enfundando sus revólveres—. ¿De qué se acusa a ese hombre?
Nadie contestó, y
El Coyote
, sin abandonar su sonrisa, que dejaba al descubierto una blanquísima dentadura, siguió:
—Señor Kyler, usted es la persona más indicada para exponer los cargos que pesan contra el señor Searles.
Kyler tragó saliva e intentó, en vano, pronunciar alguna palabra.
—Hable, señor
sheriff
—insistió
El Coyote
—. Y luego puede hacer un esfuerzo y detenerme, vivo o muerto. Valgo diez mil dólares. Más dinero del que algunos de ustedes han visto jamás. Y digo algunos porque en cambio otros, como por ejemplo, el señor Isaías Bulder, han visto sumas más importantes que ésa. ¿Verdad, juez Palmerston?
—Sí, es cierto —respondió el juez—. En una caja de caudales bastante bien escondida en el despacho del señor Bulder encontramos veinticinco mil dólares en billetes, y como alguien nos proporcionó la lista de los billetes robados al Banco, puedo asegurar que la numeración de todos los encontrados en la caja del señor Bulder, a excepción de diecinueve de ellos, corresponde a la lista de los robados.
Isaías Bulder quiso protestar; pero se contuvo y limitóse a sonreír despectivamente.
—Ante una prueba así, y aportada por un caballero de tan reconocida honradez como el juez Palmerston, las conclusiones a sacar son muy sencillas —dijo el enmascarado—. ¿No es cierto, señorita Meade, que al ir a comprobar si el dinero que guardaba usted en su mesa de trabajo continuaba allí creyó advertir que alguien había alterado el orden en que usted dejó aquel cajón?
Carol miró, extrañada, al
Coyote
.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Estamos en un interrogatorio, señorita. Limítese a responder sí o no.
—Sí, noté que el libro donde mi padre anotaba sus gastos e ingresos estaba colocado de distinta manera de como yo lo dejé.
—¿Faltaba algo?
—No. El dinero estaba igual…
—Pero ¿era el mismo dinero?
—No sé…
—¿No es cierto que la noche antes de producirse el asalto al Banco un hombre penetró en su habitación y le pidió que le entregase el dinero?
—Sí; pero nadie…
—Limítese a contestar sí o no —sonrió el
Coyote
—. ¿No es cierto que alguien mató a aquel hombre?
—Sí.
—¿No es cierto que aquel hombre se llamaba Donahue y había sido vaquero de su rancho por recomendación del señor Bulder?
—Yo no sabía… —tartamudeó Bulder.
—Es cierto, usted no sabía que su cómplice, enterado de lo que iban a hacer, quiso trabajar por su cuenta y apoderarse de los mil novecientos dólares, para lo cual estuvo a punto de asesinar a la señorita Meade, cosa que hubiera hecho de no impedírselo una bala. Ahora, señorita, conteste a la pregunta que antes le he formulado.
—Sí. Donahue fue recomendado a mi padre por el señor Bulder.
—¿Y entró en su casa aquella noche?
—Sí.
—Por lo tanto, de la misma forma que entró Donahue, que no sabía dónde estaba el dinero, pudo entrar alguien que supiese dónde se encontraba, hacer el cambio de billetes, dejando, en el lugar de lo que se llevaba, otros cuyos números sabía figuraban en la lista de los robados.
—Todo eso son suposiciones gratuitas —dijo Kyler—. El juez Endicott…
—El juez Endicott ha dictado una sentencia, ya lo sé —replicó
El Coyote
—, y ha dicho que se ejecute en la capital del condado, no en Esperanza. Al faltar a sus órdenes se ha colocado usted fuera de la ley,
sheriff
, y a partir de este momento queda usted destituido.
—No acepto órdenes de usted —logró decir, aunque con voz muy aflautada, el
sheriff
.
El Coyote
le dirigió una mirada irónica.
—He dicho que le destituía —replicó
El Coyote
—. Y si no hace inmediato y voluntario traspaso de su cargo a favor del señor Riley, mañana provocaré una vacante forzosa en el cuerpo de
sheriffs
.
Het Kyler tragó saliva, miró a Bulder y, asustado por la expresión de rencor que vio en él, volvió en seguida la cabeza, se arrancó la estrella, y, después de ponerla en manos de Riley, quiso escapar.
—Un momento —dijo el juez Palmerston—. Le recuerdo, Kyler, que yo he sido testigo de que nadie le ha obligado a abandonar su cargo en manos de Riley. Mi testimonio tiene mucho peso.
Kyler asintió nerviosamente con la cabeza y escapó, seguido por algunos que no podían resistir, sin temblar, la presencia del
Coyote
.
Bulder, en cambio, permaneció allí. Se daba cuenta de que había llegado el momento culminante de su vida y que ésta se hallaba en juego.
El Coyote
volvió a clavar en él su mirada y prosiguió:
—En su casa, Bulder, hemos encontrado otras pruebas que demuestran que la banda de los Máscaras Blancas estaba formada por usted y por sus hombres. El juez Palmerston ha podido reunir pruebas suficientes contra usted y, por lo tanto, nada nos impide juzgarle; pero el juicio que vamos a celebrar contra usted no será por los delitos cometidos ahora, sino por otros que cometió hace diez años, en este mismo lugar, en la persona de Joseph Forbes, colono de estas tierras, que fue asesinado por usted y seis de sus hombres.
Burlonamente, Bulder preguntó:
—¿Ha traído los testigos?
—Sí. Daniels es uno de ellos; pero no ha podido venir porque Peters, su capataz, le hirió en un costado y el pobre no ha podido hacer el viaje a caballo. Yo tuve el placer de terminar con su capataz y no puedo presentar a Peters ni a Daniels; pero, en cambio, hay otro testigo.
—¿Cuál?
—José Forbes, el hijo de Joseph Forbes.
—¿Dónde está? —preguntó, trémulo de ira, Bulder.
—Ahí, con una cuerda al cuello, como hace unos diez años estuvo su padre antes de que Peters le ahorcara.
Bulder parecía una fiera acorralada. Mirando a Searles como si esperase una agresión de él, jadeó:
—Pero… ese hombre se llama Searles… Nick…
—Es un nombre falso, Bulder —dijo Searles—. Lo adopté para que mi verdadero nombre no fuera para usted un aviso que le hiciera comprender que la venganza se acercaba.
—¡Usted, José Forbes…! ¡Oh! Debí haberte matado como a un gusano.
—Aunque lo hubiera hecho no habría escapado a mi venganza —declaró
El Coyote
—. Juez Palmerston, ¿quiere dictar sentencia contra ese hombre?
Mirando fríamente a Bulder, Palmerston declaró:
—El delito es crimen. La sentencia es muerte.
Bulder lanzó una forzada carcajada y dirigiéndose a Carol, preguntó:
—¿Y usted qué dice, señorita? ¿Por qué no pregunta a sus amigos lo que han encontrado en mi caja de caudales? Pregúnteles si no hallaron unos documentos que demuestran que su padre fue…
—¿Un asesino? —preguntó una voz, mientras un jinete salía de entre el grupo formado por los hombres de Riley.
—¡Papá! —gritó Carol, espoleando a su caballo hacia su padre.
—¡Abe! —exclamó Bulder—. ¡Creí que habías muerto!
—Morí voluntariamente —contestó el dueño del P. Cansada—. Para que no pudieras seguir arruinándome.
—¡Pues ahora te arruinarás por completo, porque todos sabrán…!
—Le advierto —interrumpió a su vez
El Coyote
— que las falsas pruebas que había reunido usted para probar la gran mentira de que el señor Meade había sido en un tiempo salteador de diligencias han sido destruidas por mí y no podrán apoyar jamás la declaración de ningún canalla.
Meade lanzó un grito de júbilo al que siguió otro de impotente rencor emitido por Bulder. Con los ojos achicados por el odio y obedeciendo a su ansia de matar, el dueño del I. B. empuñó su revólver y quiso utilizarlo.
Los que observaban al
Coyote
vieron cómo un segundo antes su mano derecha acariciaba su barbilla y un segundo después aquella misma mano empuñaba un humeante revólver, mientras Isaías Bulder caía lentamente hacia delante y, tras un inútil intento por sostenerse en la silla, rodaba por el suelo, con la frente atravesada por un balazo.
El Coyote
sostuvo en alto el revólver, hasta convencerse de que su enemigo estaba bien muerto; luego, apuntando al árbol, hizo un disparo y la bala marcó en el tronco la sexta muesca. Por fin, guardó el arma y volviéndose hacia el juez Palmerston anunció:
—La sentencia ha sido cumplida y la venganza terminada.
Los pocos amigos de Bulder que aún quedaban escaparon al galope.
El Coyote
acercóse a Searles, cortó sus ligaduras y, señalando las seis muescas, anunció:
—Ha tardado en cumplirse; pero al fin se logró. Sólo falta una muesca: la de Daniels; pero ha probado suficientemente su regeneración, ¿no?
—Sí —asintió Searles.
—Entonces ha terminado nuestro trabajo. Riley será un buen
sheriff
. Podemos marcharnos e ir a otros lugares donde nuestra presencia y nuestra destreza sean necesarias. ¿Me acompañas?
Carol acercóse a los dos hombres apoyando una mano en el brazo del enmascarado, dijo:
—Señor
Coyote
, Nick está herido, no podría seguirle. Déjele aquí unos meses hasta que se reponga.
El Coyote
sonrió.
—Está bien —dijo—. Comprendo los lazos que te ligan, José Forbes. Son más fuertes que los que te unieron a mí —con un amargo rictus, siguió—: Sé cuál es la fuerza del amor y os deseo mucha felicidad. Dentro de un año o año y medio volveré a veros.
Miró a Meade y dijo:
—El pasado de Nick Searles no es trasparente; pero tampoco lo es el tuyo Abraham Meade. Recuérdalo y no pongas obstáculos.
—Aunque quisiera ponerlos, serian unos obstáculos muy débiles para un amor tan impetuoso —dijo Meade.
—Sí, es un amor impetuoso, como debe ser el verdadero amor. Como lo fue el mío mientras duró el motivo de su existencia.
A través de los agujeros del antifaz, los ojos del
Coyote
adquirieron un acuoso brillo. Levantando la mano derecha dijo:
—Adiós, amigo mío. Viniste en busca de la venganza y hallaste el amor, o sea el premio más grande que puede encontrarse. No debes perderlo nunca.
Rozando con las espuelas los ijares de su caballo,
El Coyote
lo hizo saltar por encima de los dos cuerpos tendidos en el suelo y alejóse en medio de una nube de polvo.
Todas las manos de los que quedaron junto al árbol se levantaron en un adiós unánime; luego, cuando la distancia se hubo tragado al misterioso jinete, Carol volvióse hacia su padre, ansiosa de saber por qué se había ocultado durante aquel tiempo; pero una fuerza más grande que el amor filial tiraba de ella. Con los ojos llenos de lágrimas y de risas, corrió junto al hombre a quien tanto había odiado. De nuevo, esta vez delante de muchos testigos, descansó su cabeza en el pecho del hombre amado, que para ella significaba el porvenir…, la verdadera vida.
—¡Pobrecito mío!… ¡Pobrecito! —murmuró, sin darse cuenta de que repetía casi como un eco, las palabras que aquél hombre pronunciara en su dormitorio cuando ella buscó protección entre sus brazos.
FIN