La Sombra Viviente (18 page)

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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

BOOK: La Sombra Viviente
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No obstante, Vincent hundió todo el acelerador y a una velocidad meteórica tomó una curva, lanzando un suspiro de satisfacción al verse lejos de las balas de la ametralladora, pero el suspiro se trocó instantáneamente en grito de terror. A unos veinte metros veíase un paso a nivel y por la vía, a cincuenta metros se acercaba un tren a toda marcha.

Vincent apretó el freno de pedal y el de mano, aunque sabía que todo era inútil. Instintivamente cerró los ojos, esperando el inevitable choque; pero una mano se apoderó del volante y, torciéndolo bruscamente, dirigió el auto a un lado de la carretera, yendo a chocar con uno de los árboles que la bordeaban. Por fortuna, la velocidad se había aminorado mucho al echar los frenos, por lo cual el choque fue casi insignificante.

Vencido por la emoción, el joven recostóse en el asiento, agotado. Luego notó que su compañero le hacía bajar del auto y cuando recobró la noción de las cosas se encontró sentado en uno de los duros bancos de una estación.

Ante él veíase un tren.

Se levantó y caminó por el andén hasta el final del mismo. Se trataba de una estación de tercer orden. A poca distancia vio un paso a nivel. Por algunos detalles reconoció el lugar del accidente, pero no pudo ver ni rastro del auto.

Sin duda se lo había llevado el hombre que por dos veces le salvó la vida aquella noche.

De pronto se llevó la mano al bolsillo donde guardara el bloc con los números copiados del documento encontrado en la caja de caudales de Bingham. Lo halló, pero la página en que fueron escritas las cantidades había desaparecido.

En su lugar leíase el siguiente mensaje:

«Tren para Nueva York dentro de veinte minutos. Tómelo.»

El hombre que le salvó en el restaurante, el hombre que destrozó el auto de los gángsters, y el hombre que se había marchado con su auto era La Sombra, no podía ser otro.

CAPÍTULO XXVII
LA CLAVE ESTÁ RESUELTA

El vigilante de la casa de los Laidlow dirigió el haz luminoso de su linterna hacia los tejes que adornaban el jardín. Largas sombras se proyectaron en el suelo. El hombre estaba ya acostumbrado a tales sombras. Parecían acompañarle durante su ronda.

Enfocó la linterna hacia una de las ventanas. En el interior del edificio reinaban las más absolutas tinieblas formadas por una serie de sombras, producidas por los cortinajes, los muebles y las lámparas.

En el suelo, en el techo, en las paredes. Por todas partes aparecían sombras.

La ventana estaba cerrada, pero como todas las demás de la casa, hubiera dado muy poco trabajo a quien hubiese intentado abrirla.

El vigilante seguía su camino. El foco de su linterna alejaba a su paso las sombras, que iban a unirse a sus compañeras, para precipitarse en seguida sobre la espalda del hombre.

Al alejarse el guardián nocturno, una de aquellas sombras se movió de entre los árboles que la habían cobijado y dirigióse hacia la ventana que minutos antes revisara el vigilante. Oyóse un crujido y los postigos se abrieron lentamente con apagado roce de maderas.

Algo se movía en la casa de los Laidlow; se movía en silencio, invisiblemente. Un ser extraño acababa de entrar en el edificio y, como para saludarlo, la tétrica campana de un reloj de pie dio la una.

De pronto, un rayo de luz rasgó las densas tinieblas de la biblioteca. Las cortinas de la ventana estaban echadas. Desde el exterior nadie podía ver el pálido destello de la luz, que, lentamente, iba recorriendo una de las innumerables hileras de libros que estaban colocados en los estantes que llegaban hasta el techo.

El círculo de luz se detuvo empequeñeciéndose a medida que la linterna aproximábase a un libro que ocupara el penúltimo lugar en el estante, un viejo diccionario, cuyas tapas conservaban señales de infinitas consultas.

Una mano delgada, de uñas puntiagudas y cuidadas, cogió el diccionario.

Inmediatamente se apagó la luz y las, tinieblas, con su cortejo de sombras, regresaron de los rincones a donde fueron relegadas por la luz.

Pasaron unos segundos. El silencio parecía poderse palpar. De pronto, reapareció el foco luminoso, esta vez reflejado sobre la brillante superficie de una mesa de caoba. Una mano, la misma que segundos antes cogiera el diccionario, lo colocó bajo el circulo de luz. Dos hojas de papel quedaron junto al libro.

Una de estas hojas llevaba la siguiente serie de cantidades:

«750-16; 457-20; 330-5; 543-26; 605-39; SOS 1 ; 457-20; 38.14; 840.28; 877.27.. 101 33; 872-21; 838-13.»

La otra hoja estaba en blanco.

La mano volvió lentamente las páginas del diccionario, hasta llegar a la 750.

Un dedo fue saltando de palabra en palabra como si las estuviera contando; por fin, se detuvo en la decimosexta.

Era la palabra «Girar».

Inmediatamente, esta misma palabra fue escrita en la hoja de papel en blanco.

Seguidamente, las hojas del diccionario fueron pasando una tras otra, hasta que el afilado dedo se detuvo en la vigésima palabra situada en la página 457, la palabra era: «Parte».

Volvieron a pasar las páginas y poco a poco, la hoja de papel se fue llenando de palabras. Por fin, cuando la decimotercera palabra que aparecía en la página 838 quedó anotada, en el papel, poco antes en blanco, podía leerse:

—Girar parte izquierda marco del retrato a la izquierda y luego hacia arriba.

A las pocas horas de haber copiado Harry Vincent las cifras contenidas en el sobre que encontró en la caja de caudales de Bingham, su secreto había sido ya descubierto.

Los papeles desaparecieron de encima de la mesa y el haz luminoso de la linterna se paseó por las paredes de la biblioteca libres de estanterías, deteniéndose breves momentos en los cuadros que las adornaban.

Indudablemente, la persona que sostenía la linterna no quedó satisfecha, pues la luz volvió a proyectarse en el estante de donde cogiera el diccionario y, acercándose allí, volvió a colocar el libro en su sitio.

Después, guiada por la luz de su linterna, avanzó directamente hacia una puerta que ponía en comunicación la biblioteca con un saloncito.

En las paredes de aquella habitación también había cuadros. El círculo de luz fue pasando de uno a otro. Todos eran paisajes. De pronto se detuvo ante el retrato de un caballero con negro traje y almidonada golilla, sobre cuyo pecho descansaba una enjuta mano.

Era la copia de un famoso cuadro de la escuela española:
El caballero de la mano al pecho.

Lo curioso de aquel cuadro era que parecía empotrado en la pared.

La larga y afilada mano del clandestino visitante de la casa de Laidlow, que parecía hermana de la del caballero del cuadro, apareció junto al marco, levantó la parte izquierda y en seguida tiró hacia arriba. Sonó un chasquido y el cuadro, obedeciendo a algún misterioso mecanismo, se abrió como una puertecita, dejando al descubierto una abertura circular en cuyo fondo brillaba el niquelado disco de la combinación de una caja de caudales. La mano misteriosa se acercó a ella, la hizo girar, sonaron los ocultos engranajes, y diez segundos después, la caja estaba abierta.

La linterna proyectó en seguida su luz en el interior. ¡La caja estaba vacía!

La luz permaneció clavada allí varios segundos, claro indicio de que detrás de la linterna, un cerebro estaba reflexionando.

Reapareció la mano y cerró la puerta de acero, borró la combinación, colocó otra vez en su sitio el retrato y con un pañuelo de seda limpió las huellas dactilares que pudieran quedar en el marco.

Las tinieblas volvieron. Pasaron cinco minutos. En el saloncito reinaba el más profundo silencio. Por fin, el escritorio de caoba de la biblioteca volvió a reflejar en su brillante superficie el circulo de luz.

Otro papel fue colocado ante el haz luminoso y estas palabras aparecieron lentamente en él, escritas por la mano que minutos antes abriera la caja de caudales:

«Joyce descubrió el significado de la clave. Ayer noche fueron robadas las joyas. Ahora las tiene Bingham. Esto explica su ausencia.

»Johnny el «Inglés» se entrevistará pronto con Bingham. No será esta noche, pero acaso sea mañana o pasado. Lo indudable es que será pronto.

»La carta que escribió Johnny era falsa, lo hizo para engañar a un espía que no se dejó engañar.

»Johnny ha sido vigilado esta noche. Lo será también mañana y todo el tiempo que sea necesario. Esta es una de las maneras de descubrir el lugar donde deberá celebrarse la entrevista.

»Bingham debe ser seguido. El también puede ayudar a descubrir el sitio de la entrevista, que será donde se encontrarán las joyas.»

Desapareció la luz. El leve ruido de doblar un papel indicó que el misterioso visitante guardaba la nota. Asimismo la interrupción del silencio hizo comprender que acababa de ser abierta una ventana. Tres segundos más tarde, el silencio y las tinieblas recobraron toda su intensidad en la vacía casa de los Laidlow.

La Sombra acababa de abandonarla.

CAPÍTULO XXVIII
LAS PESQUISAS DE VINCENT

Una noche de completo descanso en el hotel Metrolite fue un excelente tónico para Harry Vincent después de las emociones de la noche anterior. Levantóse poco después de las nueve y se dirigió rápidamente a la oficina del señor Arma, donde llegó minutos antes de las diez.

—En este mismo momento iba a telefonearle, Vincent —dijo el agente de seguros cuando los dos estuvieron sentados frente a frente—. He recibido instrucciones muy importantes. Se trata de un trabajo que le ocupará varios días.

»Es una misión importantísima. Es necesario que dé usted con el paradero de Ezekiel Bingham, el abogado.

—¿Tiene usted alguna idea del lugar donde se encuentra? —preguntó Harry—. Sé que salió de Holmwood, pero no puedo figurarme dónde fue.

—Esa es la dificultad —sonrió el señor Arma—, pero es necesario que descubra usted dónde se encuentra ese hombre.

—¿Cuándo debo descubrirlo?

—Tan pronto como pueda. La cosa es urgente.

—Dudo que nadie en Holmwood sepa dónde fue.

—Quizá alguien esté enterado. Averígüelo.

—Jenks debe saberlo.

—Entonces, vaya a verle.

—¿Con qué excusa?

—Diga que quiere ver al abogado por un asunto de los tribunales.

—¿Cuándo debo ir?

—Inmediatamente.

Harry se puso en pie; pero el agente de seguros le detuvo antes de que llegara a la puerta, preguntándole:

—¿Qué hay de su automóvil?

—Es verdad —replicó—. Pues… lo perdí ayer noche.

El señor Arma sonrió.

—Le espera en el garaje de «Las Armas de Holmwood» —dijo—. Lo necesitará para buscar a Ezekiel Bingham. ¿Tiene la llave de la caja posterior del auto?

Vincent sacó una llavecita.

—La necesitará —siguió el señor Arma.

—¿Por qué?

—Se lo voy a explicar. Si descubre el paradero del abogado, tendrá que comunicar en seguida la noticia de su hallazgo.

—Le telefonearé a usted.

—Pudiera usted descubrirle en un sitio donde no hubiese teléfono.

—Es verdad. No pensé en ello.

—Por eso le he preguntado si tenía la llave de esa caja. Si al descubrir el paradero de Bingham, se hallase lejos de todo teléfono, ábrala; dentro encontrará otra caja.

—¿Para qué sirve esa otra caja?

—Ya lo verá si necesita emplearla. Aquí tiene la llave de ella. Empléela si es necesario. De lo contrario, no la toque. Una carta que encontrará dentro le explicará la manera de usarla.

—¿Qué debo decir si descubro dónde está Bingham?

—Explique, sencillamente, dónde está; si se marcha, sígale y comunique de nuevo dónde se ha dirigido. Sobre todo no le pierda de vista hasta ver dónde se detiene.

—¿Hay algo más?

—No, eso es todo. Dentro de veinte minutos sale un tren para Holmwood. Le queda el tiempo justo para tomarlo.

En el garaje de «Las Armas de Holmwood», Vincent encontró su auto y, subiendo en él, se dirigió a la casa de Ezekiel Bingham. Jenks preguntó al joven el motivo de su visita.

—Deseo ver al señor Bingham —explicó Vincent.

—No está en casa.

—¿Volverá pronto?

—No, señor.

—Pero supongo que hoy vendrá a su casa.

—No, señor, no lo espero.

—Se trata de un asunto muy importante. Debo verle. ¿No estará en su bufete?

—No, señor.

—¿Está usted seguro?

—He telefoneado y me han dicho que no estaba.

—¿Y no sabe usted dónde podría encontrarle?

—Lo ignoro, señor.

—¿Está fuera de Nueva York?

—No lo sé, señor.

—Es que se trata de un asunto muy importante. Es necesario que vea hoy mismo al señor Bingham.

—Lo siento, señor; pero ya le he dicho que no está en casa.

—¿Y no ha dejado la dirección del lugar donde ha ido?

—Ya le he dicho al señor que no. Si el señor quiere telefonear al despacho.

—Lo probaré. No me queda otro remedio.

—Si quiere dejar usted algún recado para el señor Bingham, se lo daré cuando vuelva.

—No; debo hablar personalmente con él.

Harry se marchó convencido de que el criado le había dicho la verdad. Era indudable que Jenks no tenía la menor idea del lugar donde se encontraba su amo.

En el bufete del abogado tampoco pudieron decirle nada, y Vincent regresó al pueblo, donde pasó dos horas haciendo investigaciones. Los desocupados del estanco hablaron de diversos temas, pero ninguno ligado con la marcha del abogado. Las investigaciones en el Banco, en Correos y en la estación, tampoco dieron ningún resultado positivo.

A las dos de la tarde, después de haber comido en un restaurante de la población, regresó Vincent a la posada. Quizá alguno de los huéspedes de «Las Armas de Holmwood» pudieran darle algún detalle respecto al paradero del viejo Bingham.

El joven empezaba a estar ya disgustado por los resultados que le venía dando la discreción. En cuanto llegase a la posada preguntaría, francamente, lo que le interesaba saber. Si los interrogados se extrañaban, peor para ellos.

Mientras recorría el trozo de carretera que separaba el pueblo de la posada, Harry notó, por el espejo, que un muchacho iba trepado a la rueda de repuesto del automóvil.

Frenando súbitamente, el joven saltó del coche, y, antes de que el muchacho pudiera huir, le agarró por el brazo para reprenderle por su acción.

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