Luego carraspeó, fingió que iba a levantarse, y, con toda rapidez, escribió la dirección en el sobre, lo franqueó y lo guardó en un bolsillo.
Indudablemente nadie había podido ver la dirección que escribió en el sobre.
Enseguida cogió el abrigo y el sombrero, salió del cuarto y bajó a la calle.
Sin mirar hacia atrás, encaminóse al buzón cercano en el cual echó la carta.
Cuando volvió a su casa, las sombras parecían haber aumentado. En todos los rincones Johnny el «Inglés» creía ver brillantes ojos cuyas miradas se clavaban en él. Esta sensación de ser espiado no le abandonó hasta llegar a su dormitorio.
Ante todo examinó detenidamente la habitación, después de bajar la cortinilla de la ventana. Colocó el sombrero y el abrigo en la misma silla que antes y observó con gran atención la sombra que proyectaba todo ello.
Luego revisó todas las sombras que tenían su morada en el dormitorio.
Ninguna tenía forma irregular; todas eran de ángulos rectos, proyectadas por muebles y objetos.
—¡La Sombra! —murmuró—. Puede que exista ese personaje. Quizá haya estado aquí. Es posible que hasta leyese mi segunda carta.
Una áspera risa brotó de la garganta de Johnny el «Inglés».
—¡Ojalá la hubiese leído! —continuó—. Si sabía a quién iba dirigida, mejor. Y si no lo sabía, no es fácil que lo descubra.
De uno de los bolsillos de la chaqueta, sacó el sobre que guardara diez minutos antes. Lo rasgó en menudos fragmentos y como había hecho con la carta recibida, quemó los papeles en el cenicero. Hecho lo cual, apagó la luz, abrió la ventana y tiró a la calle las negras cenizas.
Realmente, Johnny el «Inglés» era un hombre inteligente. En el buzón echó otra carta… una carta sin importancia, dirigida a uno de sus proveedores, que se había olvidado de echar en su anterior salida.
Harry Vincent regresó a «Las Armas de Holmwood». A la mañana siguiente de su aventura taxista visitó al señor Arma y le explicó los detalles de lo ocurrido la noche anterior.
El agente de seguros le comunicó las instrucciones recibidas de La Sombra.
Debía regresar a Holmwood y vigilar los movimientos de la familia Laidlow y los de Ezekiel Bingham. Tan pronto como consiguiese algún detalle importante podía regresar a Nueva York.
La expedición de Vincent fue coronada por el más franco y rápido éxito.
Llegó a Holmwood antes del mediodía, deteniéndose en el estanco próximo a Correos. Hasta entonces las conversaciones que escuchó carecieron por completo de interés, pero aquel día dio con una inagotable fuente de informes, al escuchar lo que hablaban dos viejos desocupados.
—He oído decir que ayer se marcharon los Laidlow —dijo uno de los viejos.
—Sí —replicó el otro—. El secretario, aquel muchacho llamado Burgess, les acompañó. Creo que se han ido a la Florida.
—¿También se han marchado los criados?
—Todos. No queda ni una rata en la casa.
—¡Es extraño que la dejen así!
—¿Por qué? No hay nada de valor allí, ahora.
—¿Y los muebles?
—Están seguros. Tienen un hombre vigilando todo el día. Además, los ladrones no tienen costumbre de visitar las casas por donde ha pasado un compinche. Nunca descargan dos veces sobre el mismo sitio. Son como el rayo, ¿entiendes la comparación?
—Sí, está muy bien. ¿Y qué más sucede?
—Me han dicho, también, que el viejo Bingham marcha del pueblo.
—¿Adónde va?
—No lo sabe nadie. Cada dos meses se marcha algún tiempo afuera. Va en su auto.
—¿Solo?
—Siempre va solo.
—Es verdad. ¿Deja a Jenks en la casa?
—Desde luego. Ayer noche vi al criado en el pueblo.
—Creí que nunca salía de casa cuando el viejo está fuera.
—No está mucho rato fuera. Creo que el viejo no sabe nada de esas salidas. Va a ver a su novia y la acompaña hasta la estación. Ella toma el tren de las ocho y diez.
—¡Cómo! ¿Que Jenks tiene una novia?
—¡Claro! La empleada de la droguería. Se encuentran a las ocho, que es cuando ella sale del trabajo. Como te he dicho, él la acompaña a la estación.
—¡Esta sí que es buena! ¡Jenks con novia!
—Pero no es un noviazgo fácil. El viejo Bingham no le deja salir casi nunca. Por eso cuando está fuera, el criado se aprovecha. Pero no creas que está mucho rato ausente. Unos tres cuartos de hora.
Aquí terminó parte de la conversación que tenía interés para Harry Vincent.
Inmediatamente corrió a «Las Armas de Holmwood» subió a su auto y se dirigió a la ciudad, a entrevistarse con el señor Arma.
El agente de seguros envió al instante una comunicación al señor Jonás.
Esto sucedía a las dos de la tarde. Cuando a las tres y media Harry volvió al despacho, una cajita sellada y una carta le esperaban.
—Métase la caja en un bolsillo —le dijo el señor Arma—. Vuelva a Holmwood y si es posible amplíe los informes que ha obtenido. En cuanto a la carta, léala a las siete y media en punto, en su habitación.
Obedeciendo las instrucciones de La Sombra, comunicadas por boca del agente de seguros, Vincent regresó a Holmwood y logró asegurarse de que la familia Laidlow había marchado a La Florida y que su casa estaba vacía. Pero de la ausencia de Bingham no pudo obtener ninguna confirmación.
Cuando el reloj del joven marcó las siete y media, abrió la carta.
Estaba escrita en la consiguiente clave, y una vez descifrada decía:
«Vigile inmediatamente la casa de Bingham.
»Cuando Jenks se haya marchado, empuje la puerta.
»Si está abierta, entre y suba al despacho del primer piso.
»Conecte la radio y busque la emisora W. N. X.
»Abra la cajita que le han entregado y extienda su contenido sobre la mesa.
»Escuche el programa ofrecido por el Dentífrico Moderno.
»Anote las palabras que el locutor pronuncie con más fuerza.
»Siga las instrucciones que recibirá por tal conducto, y cuando haya terminado salga de la casa.
»Diríjase a su habitación del Metrolite, y espere noticias.
»Importante: Si Jenks no sale, o si la puerta está cerrada, déjelo por esta noche.»
Vincent releyó varias veces el contenido de la carta hasta que quedó solamente el papel en blanco. Abandonó la posada y dirigióse a la casa de Bingham.
El reloj marcaba las ocho menos cuarto cuando llegó frente a la morada del abogado. No tuvo que esperar más que un minuto. Un hombre salió de la casa y emprendió el camino del pueblo. Vincent supuso que era Jenks, el criado del viejo Bingham.
Dejó pasar unos minutos y cuando Jenks estuvo ya a una distancia respetable, cruzó la carretera y empujó la puerta de la casa, que se abrió suavemente. Jenks debió olvidarse de cerrarla. Tanto el vestíbulo como la escalera estaban cubiertos con una gruesa alfombra.
Sin ningún tropiezo Vincent llegó al despacho del abogado. La habitación estaba a oscuras, pero el joven encontró una lamparita sobre la mesa escritorio y la encendió. El despacho del abogado era muy pequeño.
Contenía una mesa, una estantería con libros y un aparato de radio colocado sobre una mesita a propósito. En un rincón veíase una puerta cubierta con una plancha de acero.
Eran las ocho menos diez. Harry dio vuelta al interruptor de la radio y fue girando el botón hasta que llegó la emisora W. N. X., que reconoció por la comedia que radiaban, una de las de más éxito en Broadway.
El joven sacó la cajita que guardaba en el bolsillo, rompió los sellos y sacó tres objetos.
El primero era una extraña llave; nunca había visto Vincent una llave igual.
El segundo era una botellita con tapón a rosca. La destapó y vio que, unido al tapón, iba un palito con una esponja al final, indudablemente estaba allí para algún fin determinado. Sin duda se lo comunicarían por radio.
El tercer objeto era un pequeño bloc con un lápiz unido a él. El fin a que estaba destinado era evidente. Vincent debería anotar en él las comunicaciones. La Sombra no olvidaba nunca nada.
Sentándose sobre la mesa. Harry aguardó que terminase la comedia. El tono del aparato estaba muy bajo, a fin de que no se oyese desde la carretera. A las ocho en punto debía terminar la retransmisión y faltaban ya solamente cinco minutos. Por fin, en algún punto de la casa un reloj dio las ocho. Las sonoras campanadas, despertando dormidos ecos en la inmensidad del vacío caserón, sobresaltaron a Vincent.
El programa del Dentífrico Moderno estaba a punto de empezar. Harry tenía el lápiz en la mano. ¿Qué diría el locutor? La expectativa se unía a la nerviosidad.
Por fin habló el locutor. Aquella voz no era la de siempre. Vincent habíase entretenido muchas noches escuchando el programa del famoso dentífrico y era la primera vez que oía al anunciador aquel.
Apenas empezó a hablar, Vincent notó que el hombre pronunciaba con cierto énfasis algunas palabras. ¡El locutor de la W. N. X. estaba radiando un mensaje que sería escuchado por millones de personas y que, sin embargo, sólo entendería él, Harry Vincent!
Rápidamente, el joven escribió:
—¡Abra los oídos, señor radioyente! Permítame que le recuerde que la enfermedad está en la puerta de su casa. Más de una vez habrá dicho usted: «Yo tengo dientes de acero. ¡Conmigo no pueden la piorrea y demás enfermedades bucales!» Está usted en un error, y con esa creencia suya proporciona la llave de entrada de su casa a los gérmenes de la piorrea y de las caries. ¿Si tuviera usted un millón de dólares, dónde los guardaría? En una caja de caudales, ¿verdad? Y aun haría más, la tendría oculta en un sótano muy profundo, ¿no? Y no diría a nadie cuál era la combinación. Esto es muy lógico. Pero usted, padre de familia que me escucha y a quien dirijo estas palabras, no tiene, ni espera tener, el millón de dólares que harían su felicidad, y la mía si fuera yo quien lo tuviese, que también lo deseo. Pero en cambio tiene usted un inapreciable tesoro que ningún millonario podría comprarle: una boca sana. Sana, si no se empeña en creer que tiene dientes de acero. ¿Quiere conservar esa dentadura y quiere que sus hijos crezcan con unos dientes de marfil? Escuche, pues, lo siguiente:
»Seis mil cuatrocientos treinta y siete dentistas recomiendan nuestros incomparables productos, que ocupan el número uno entre los dentífricos mundiales. Ponga su confianza en ellos, y siga sus instrucciones para el uso de nuestra combinación de dentífricos: Primero enjuáguese la boca en el Líquido antipiorrífico Moderno; luego extienda un centímetro de pasta dentífrica Moderna sobre el cepillo, que no deberá estar húmedo, y frote vigorosamente los dientes y encías. Nada más. Con este sencillo procedimiento, mantendrá sana su boca y desaparecerá también la halitosis, o fetidez de aliento.
»Todo paquete de dentífrico o elixir Moderno va sellado y en su interior encontrará una tarjeta. Envíela a estación y a vuelta de correo recibirá un ejemplar de nuestro folleto: "Dientes sanos, cuerpo sano." Si algún amigo de usted no ha probado aún nuestros productos y siente interés por ellos, dígale que copie en una tarjeta postal el contenido de la que va en los paquetes de pasta o elixir y a vuelta de correo también recibirá el mismo folleto y algunas muestras.
»A continuación, señores radioyentes, oirán algunos números de baile interpretados por la orquesta de color "Los caníbales modernos". ¡Si vieran ustedes qué dientes tienen los niñitos estos! ¿Saben ustedes por qué? Pero no es necesario que se lo diga. Todos lo habrán supuesto ya».
Las alegres notas de un fox cortaron la palabra al locutor. Harry bajó el tono de la radio y leyó la palabras que había escrito:
«Abra la puerta de acero con llave caja de caudales oculta combinación es seis cuatro siete uno ponga líquido sobre sellado copie números.»
Vincent comprendió inmediatamente el significado de la combinación. En consecuencia, cogió la extraña llave, acercóse a la puerta de acero, la metió en la cerradura y abrió la puerta que ocultaba la caja de caudales.
El disco de la combinación le desconcertó un poco. ¿En qué dirección debía girarlo? ¿De derecha a izquierda? Lo probó y un minuto después la caja se abría suavemente.
A continuación debía encontrar el sobre sellado. La caja contenía muy pocos papeles. Al cabo de un momento encontró tres sobres, los tres sellados.
Cogió el que le pareció tener los sellos más recientes. Después de una corta reflexión se acercó a la mesa, y, destapando la botellita, pasó la esponja por encima del sobre. El líquido se extendió rápidamente y el sobre se hizo transparente. En su interior veíase en primer término una hoja de papel llena de cifras. Vincent supuso en seguida que se trataba del original de la copia que el abogado entregó a Elbert Joyce.
Cogió el bloc y copió el contenido de la hoja:
«750-16; 457-20; 330-5; 543-26; 605-39; 608 ; 457-20; 38^14 840-28; 877-27; 101-33; 872-21; 833-13.»
Repasó la lista para asegurarse de que estaba bien copiada. Al terminar advirtió que el papel se hacia, por momentos, menos legible.
Después de guardarse el bloc en un bolsillo, Harry metió en la caja los documentos que había sacado de ella. El sobre estaba ya completamente seco sin que se viera el menor rastro del líquido que lo hizo transparente.
Cerró la caja de caudales, la puerta de acero, y, enseguida, recorrió todos los objetos de su pertenencia. Después cerró el interruptor de la radio, volviendo a dejarla en el mismo número del cuadrante que ocupara anteriormente.
Acto seguido, sin perder ni un segundo, salió del despacho. El reloj marcaba las ocho y dieciocho minutos.
Al poco rato de haber salido de la casa, oyó unos pasos rápidos en la carretera. Sin duda, Jenks se daba cuenta de que tampoco podía perder ni un minuto. Desde que estaba al servicio de La Sombra, Vincent no se había extrañado tanto como al oír al locutor de la W. N. X. enviarle el mensaje de su jefe. ¿Sería acaso la misma Sombra?
Al recordar los números que acababa de copiar, pensó que no era extraño que Ezekiel Bingham se hubiese dado por vencido. Al mismo tiempo se imaginaba a Elbert Joyce tratando de resolver el problema que representaban.
¿Lo habría conseguido el experto en criptogramas y palabras cruzadas? En fin, pronto el extraño documento estaría en manos de La Sombra y Joyce se encontraría en pugna con un digno rival.
Al llegar a «Las Armas de Holmwood», Vincent se dirigió al garaje, subió en su auto y se dirigió a Nueva York. Lo que restaba por hacer no podía ser más sencillo. Ir al Metrolite y esperar nuevas instrucciones.