En cuanto al papel desempeñado por el abogado en todo aquello, era un misterio. ¿Estaría mezclado en el asesinato de Laidlow? No podía contestarse a una pregunta como aquélla, pero si no en aquel crimen, el señor Ezekiel Bingham estaba, por lo menos, mezclado en otras fechorías.
De una cosa estaba seguro Harry: de que era necesario notificar enseguida a La Sombra sus descubrimientos. Con esta idea, se acostó después de pedir al camarero encargado de su habitación que le despertase a las ocho de la mañana. Su sueño fue inquieto.
Antes de dormirse estuvo media hora repasando en la oscuridad su descubrimiento de aquella noche y los de los días anteriores.
A la mañana siguiente, al bajar al comedor preguntó por Joyce. El gerente le informó que el viajante se marchó la noche anterior con destino a Nueva York. La noticia no sorprendió a Vincent, pues ya la esperaba y si dejó marchar a Joyce sin seguirle fue porque consideró inútil hacerlo, toda vez que el viajante le conocía. Con seguirle solo habría logrado despertar sus sospechas.
Después del almuerzo, Harry Vincent se dirigió al garaje de la posada y sacó su automóvil. El viaje a la ciudad era corto, pero el enorme tráfico de las calles le hizo retrasarse un poco. Eran ya las diez cuando llegó a la oficina del señor Claudio Arma.
El agente de seguros le escuchó atentamente, sin dar ninguna señal de aprobación. Sólo cuando terminó pidió que le aclarase ciertos detalles y enseguida se puso a escribir una carta que metió dentro de un sobre. Después de sellarlo se lo entregó a la mecanógrafa para que lo llevase a su destino.
Luego indicó a Vincent que podía ir a dar una vuelta hasta las dos de la tarde.
A la hora indicada, el joven regresó a ver al agente de seguros, quien, sin preámbulos, le dijo:
—La Sombra no tiene por costumbre felicitar a sus hombres, Vincent. Hace mucho tiempo que he aprendido a no esperarlo, y usted debe aprenderlo también.
»He enviado a la oficina del señor Jonás una relación escueta de lo que usted me ha comunicado y acabo de recibir la contestación que es la siguiente: Debe usted volver a Holmwood. En el garaje de la posada dejará su auto y regresará inmediatamente a Nueva York por tren. Tráigase equipaje para pasar unos días en la ciudad. Como antes, se hospedará en el hotel Metrolite y mañana por la mañana, a las diez, vendrá a verme.
»Pero recuerde una cosa, Vincent —añadió Arma, sonriendo benévolamente— si no se le felicita por sus éxitos, en cambio, si alguna vez fracasa, tampoco se le recriminará; vaya lo uno por lo otro.
Harry llegó al Metrolite aquella misma tarde, inscribiéndose en el registro de viajeros con profunda satisfacción. Tenía la seguridad de que La Sombra estaba satisfecho de sus descubrimientos.
Ezekiel Bingham se hallaba en su despacho, en el primer piso de su casa de Holmwood, Long Island. Era más de medianoche, pero el abogado no parecía sentir el menor cansancio.
En realidad, Bingham dormía muy poco. Era una de esas personas que apenas necesitan descansar, pues con cuatro o cinco horas de sueño tienen ya suficiente. Corrientemente se acostaba al amanecer y dormía hasta las diez o las once.
Su bufete de Nueva York lo visitaba sólo por la tarde. Este régimen de vida únicamente lo alteraba cuando tenía que asistir a alguna causa ante los tribunales. Desde joven se acostumbró a trabajar de noche. El silencio nocturno era un tónico que prestaba gran eficacia a su trabajo.
Ezekiel Bingham era viudo. Su mujer había muerto años antes. La única persona que acompañaba al abogado en la casa era un criado llamado Jenks, que estaba a su servicio desde hacía mucho tiempo.
Jenks dormía en el mismo piso que su señor. Era un hombretón fornido e inteligente. Una inteligencia vivaz e intuitiva, tanto más notable puesto que Jenks sabía apenas leer y escribir.
El criado se levantaba cuando su señor se metía en el lecho. Se pasaba el día trabajando y se acostaba cuando Ezekiel Bingham llegaba a su casa de regreso del bufete. Por lo tanto, siempre había alguien levantado en casa de Ezequiel Bingham.
La noche siguiente a su entrevista con Elbert Joyce, el abogado dio su acostumbrado paseo hasta el pueblo de Holmwood y al regresar indicó a Jenks que podía retirarse. En aquel momento el fiel servidor dormía profundamente en una habitación próxima al despacho, dispuesto a acudir inmediatamente a una llamada de su amo.
Las puertas y ventanas de la planta baja estaban herméticamente cerradas y además provistas de timbres de alarma, que descubrirían la presencia de cualquiera que intentara penetrar en el edificio. En el primer piso las ventanas no tenían timbres, pero en cambio las defendían unas bien forjadas rejas.
La parte superior de la casa de Ezekiel Bingham tenía todas las características de una prisión; y las tenía desde hacía tantos años, que ya ninguno de los habitantes del pueblo se extrañaba de las precauciones adoptadas por el viejo abogado.
En un rincón del despacho veíase una puerta forrada de acero y provista de una cerradura especial. Esta puerta estaba destinada a ocultar la caja de caudales del abogado. Aquella caja, una mole de acero capaz de resistir los esfuerzos del más hábil ladrón, era el orgullo de Ezekiel Bingham.
En ella se guardaban documentos de gran importancia, a pesar de que todos los relacionados con los pleitos defendidos por él estaban en la caja del despacho de Nueva York.
Era curioso el hecho de que el viejo tuviese en su casa una caja de caudales como aquélla. Nadie le conocía a enemigos, al contrario, entre la gente del hampa era muy estimado, pues en su carrera defendió con gran eficacia a más de un asesino. De manera que todas las barreras opuestas a los posibles ladrones eran una simple precaución, pues no parecía probable que llegaran a demostrar nunca su eficacia.
Aquella noche el viejo Bingham estaba ocupado con un montón de documentos que sacó de la caja. La mesa ante la cual estaba sentado quedaba frente a la ventana, ligeramente abierta. El abogado, con las gafas puestas, leía con toda atención los documentos extendidos ante él.
A pesar de ello, el más insignificante ruido que hubiese sonado en la casa no habría dejado de ser captado por él.
Así fueron pasando las horas. Era más de la una de la madrugada cuando Bingham llegó al final de su tarea. El último documento era un sobre alargado, azul. Lo abrió con una plegadera de marfil y extrajo de él una carta.
Era el original de la copia que entregara la noche anterior a Elbert Joyce.
Por centésima vez el abogado estudió atentamente la carta, pero de nuevo tuvo que confesarse vencido. Aquellas cifras y letras resultaban un misterio para él. Sin embargo, le atraían, pues no pasaba noche sin que estudiase concienzudamente aquella misiva.
En aquel momento sonó un leve ruido en la ventana. Bingham levantó la vista del trabajo. Seguramente habían sido las hojas de los árboles movidas por el viento, pensó, y de nuevo dirigió la atención a la carta.
Tan pronto como el abogado volvió a enfrascarse en el estudio de la cifrada misiva, la ventana se abrió silenciosamente unas pulgadas. Unos segundos después volvió a abrirse otras pulgadas más.
Ezekiel Bingham tabaleaba sobre la mesa con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía la carta. La ventana siguió abriéndose hasta quedar una abertura suficiente para dar paso a una persona.
La mano derecha del abogado cesó en su tabaleo para abrir un cajón y sacar de él un abultado sobre, en el cual metió la carta. Luego lo cerró y lacró, apretando sobre el lacre caliente un macizo sello de oro.
Cuando hubo terminado, observó satisfecho el resultado de su obra.
Una sombra se proyectó entonces en el suelo, junto a la mesa. Era una sombra muy particular, larga y delgada, semejante a la de un cuerpo humano.
Si se hubiese producido algún ruido, Bingham habría dirigido la vista al suelo, pero como las sombras son siempre silenciosas, el viejo no oyó nada.
Cuando se levantó para dirigirse a la caja de caudales, no se le ocurrió mirar hacia la ventana; por lo tanto, no vio que estaba abierta. Al llegar junto a la puerta que ocultaba la caja, sacó una llave especial y la abrió.
Tras de la de acero apareció otra puerta, la de la caja de caudales. El viejo se inclinó y empezó a maniobrar en el disco de la combinación.
Por fin la caja fuerte mostró su interior. En aquel preciso instante ocurrió algo que los agudos oídos del abogado no percibieron. Al abrirse la puerta que ocultaba la caja, quedó a un metro escaso de la ventana, por entre cuyos gruesos barrotes de hierro pasó un largo sarmentoso brazo que llegó hasta la puerta, se detuvo sobre la llave que aún estaba en la cerradura y, sin hacer ningún ruido, se apoderó de ella, desapareciendo enseguida por donde había llegado.
El abogado colocó el sobre en uno de los compartimentos de la caja.
El brazo volvió a aparecer. En la mano llevaba la llave que segundos antes cogiera. Trató de colocarla otra vez en la cerradura, pero tardó varios segundos en conseguirlo, pues era bastante difícil. Por fin, en el momento en que el abogado cerraba la puerta de la caja de caudales y borraba la combinación, logró su propósito. El leve chasquido que produjeron las muelles de la cerradura quedó apagado por el ruido mayor que hizo la otra puerta al ser cerrada.
La delgada mano se fue retirando lenta y silenciosamente. De pronto se detuvo. Ezekiel Bingham acababa de volverse y estaba mirando fijamente al suelo. Una sombra le rozaba los pies.
El abogado se inclinó para observar con más cuidado la extraña aparición, pero su propia sombra la borró y la mano desapareció sin que Bingham lograra ver nada más.
El viejo miró hacia la ventana que seguía entreabierta como al principio.
Sin embargo, Ezekiel Bingham parecía preocupado. Colocóse en distintas posiciones para ver el efecto que hacía su sombra en el suelo, pero no consiguió nada. Aquel experimento lo repitió varias veces con idénticos resultados. El abogado no estaba satisfecho.
Por fin dirigióse hacia la ventana, la abrió y miró al jardín, poblado de movibles sombras. Una de ellas, más larga y delgada, se agitó un momento y por último perdióse entre los árboles. El viejo abogado no logró descubrir nada más.
Enseguida cerró la ventana, y, soltando una carcajada, cerró la puerta que ocultaba la caja de caudales, guardóse la llave en el bolsillo y murmuró:
—¡Sombras! Cuando un hombre empieza a preocuparse por las sombras, significa que su cerebro ya no funciona normalmente. Croaker habló de sombras la noche que le mataron. ¿Qué fue lo que gritó? ¿La sombra? ¡Sí, eso fue, la sombra! Quizá esa sombra sea un ser viviente. Pero si lo es… ¿qué importa?
Y el viejo, echándose a reír otra vez, se dirigió a la mesa y sentóse a escribir.
En esta ocupación permaneció hasta que se hizo de día. A las cinco de la mañana dejó la pluma y guardó lo que había escrito. Apenas acababa de hacerlo cuando sonaron unos golpes en la puerta.
—Adelante —dijo.
Jenks entró en el despacho. El criado iba vestido con un traje de trabajo y permaneció impasible en el centro de la habitación.
—Ya estoy dispuesto.
—Muy bien, Jenks.
Ezekiel Bingham dirigióse a su cuarto y se preparó para acostarse. Al bajar la persiana para amortiguar los rayos del sol que penetraban en el dormitorio, sonrió mientras decía en voz alta:
—¡La Sombra! ¡La verdad es que hay gente que tiene una imaginación…!
Una débil carcajada salida de las paredes del cuarto pareció burlarse de las palabras del viejo.
—¡Bah! —exclamó éste—. Alguna rata que huye a esconderse.
Claudio Arma estaba sentado a su máquina de escribir. Desde las nueve de la mañana que le visitó Vincent, estaba el agente de seguros enfrascado en esta ocupación. A la una y media no había salido aún a comer; indudablemente deseaba terminar el trabajo que tenía entre manos.
De cuando en cuando pulsaba algunas teclas y a continuación permanecía pensativo varios minutos, corría unos espacios, tecleaba de nuevo y otra vez volvía a reflexionar.
Terminada por fin la hoja la sacó de la máquina y la unió a otras colocadas junto a él; enseguida, las recogió y las llevó todas a la mesa. No eran muchas las hojas escritas a máquina, sin embargo, el señor Arma parecía muy contento de su trabajo.
Ordenó los papeles, y se puso a leerlos a media voz:
«Geoffrey Laidlow, millonario.
»Ningún enemigo. Vivía en Holmwood.
»Guardaba colección de piedras preciosas en caja de caudales.
»Familia ausente; se componía de mujer y dos hijos.
»Los únicos que estaban en la casa cuando se cometió el crimen eran el secretario y los criados».
El agente de seguros permaneció silencioso unos instantes contemplando una línea de asteriscos que cruzaba la página, Unos segundos después siguió en el mismo tono de voz:
«Laidlow regresó a casa acompañado de su secretario. Se dirigió a la biblioteca. Cerró la puerta. Al cabo de un rato oyó un ruido y se dirigió al despacho encontrando a un hombre que estaba abriendo la caja de caudales. El ladrón disparó sobre él matándolo. El arma empleada fue un revólver que el millonario guardaba en la caja».
En la siguiente hoja leyó:
«Howard Burgess, el secretario de Laidlow, le siguió a la biblioteca. Llevaba puestos el abrigo, el sombrero y los guantes, como si estuviera a punto de salir a la calle. Siguió a su jefe al despacho y fue herido por el asesino, al que vio escapar por la ventana».
La tercera tenía una explicación más extensa.
«Ezequiel Bingham, abogado criminalista. Vive cerca de la casa de Laidlow. Al pasar frente a la casa del millonario oyó tiros. Detuvo el auto y vio huir al ladrón. Entró en casa de Laidlow, encontró a Burgess y llamó a la Policía.»
Seguía una línea de asteriscos y a continuación vería lo siguiente:
«Se encontró yendo en su automóvil con un hombre llamado Joyce, a quien le entregó la copia de una carta cifrada. El original de esa carta está en su caja de caudales. Pidió a Joyce una traducción inmediata. Ignora contenido de la carta cifrada.»
La otra hoja estaba redactada así:
«Ladrón desconocido entró en casa de Laidlow.
»¿Sabía la combinación de la caja de caudales? ¿La descifró?