Al recoger la nota, que dejó caer sobre un asiento, Harry vio que la escritura había desaparecido.
Esto le recordó que debía llevar cuenta de las cartas recibidas. Entonces sacó una agenda de bolsillo y borró los días 1 y 2 de enero. Este le pareció un buen sistema para llevar la cuenta de los mensajes de La Sombra. Enseguida, dobló el traje que llevaba al llegar y lo guardó debajo del asiento posterior.
Era la primera vez que sentábase al volante de un taxi. Conocía perfectamente las calles de Nueva York y no le preocupaba lo más mínimo el tráfico, pero se encontraba algo extraño dentro del uniforme.
Detuvo el taxi frente a un restaurante de la Décima Avenida y entró a cenar.
Tenía tiempo más que sobrado para acudir a la calle donde se encontraba la tienda de Wang Foo. El pensamiento de regresar al barrio chino no era muy agradable para el joven.
Y como tampoco lo era la idea de que a algún transeúnte se le ocurriera alquilar el coche, salió del restaurante y bajó la banderita, indicando así que el taxi estaba ocupado. Después de lo cual regresó al comedor donde terminó la cena y aguardó pacientemente la hora de entrar en servicio.
A las diez menos veinte subió al auto y se dirigió al barrio chino. Varias personas le hicieron señales para que se detuviera, pero él siguió adelante sin hacerles caso.
Faltaban ocho minutos para las diez cuando llegó a su destino. Lentamente pasó ante la tienda de Wang Foo, sintiendo que los cabellos se le erizaban al recordar su terrible aventura en aquel sombrío lugar.
De acuerdo con las instrucciones recibidas dio la vuelta a la manzana y pasó otra vez frente al almacén. Seguidamente se dirigió al extremo de la calle y detuvo el auto en la esquina.
La calle estaba muy poco concurrida y las pocas personas que pasaron, entre ellas varios chinos, prestaron muy escasa atención al joven, vestido de chófer de taxi.
La noche era un poco fría. Harry se paseó de un lado a otro, moviendo los brazos para entrar en calor. Siempre que llegaba a la esquina lo aprovechaba el joven para dirigir una mirada a la tienda del chino.
Durante media hora continuó en sus monótonos paseos, esperando en vano la aparición del misterioso chino. Para distraerse empezó a contar las vueltas que daba. Diez, veinte, treinta…
Dieron las diez, las once y media. Estaban a punto de sonar las doce y el paciente chófer seguía contando centenares de vueltas.
A las ocho de aquella noche, Ling Chow, de acuerdo con el convenio establecido con su primo, entró en la tienda de Wang Foo. Loo Choy se marchó enseguida. Ling Chow sentóse plácidamente detrás del mostrador con la mirada fija en un punto. Parecía la imagen de Buda. Ni un cliente entró en el almacén.
Poco antes de las diez sonaron unas fuertes pisadas en la calle. Un momento después, un hombre entró en la tienda.
Era un hombre blanco, alto, fornido. Dirigióse directamente a Ling Chow y le miró con fijeza durante varios segundos.
El recién llegado tenía el rostro rojo abotargado, la nariz colgante y la mandíbula inferior semejante a la de un perro de presa.
Ling Chow le devolvió la investigadora mirada, pero el americano, satisfecha su curiosidad, cruzó el almacén y desapareció tras las cajas de té.
Poco después Ling Chow le oyó golpear tres veces la puerta que comunicaba con las habitaciones de Wang Foo.
Alguien bajó por la escalera y unos segundos más tarde volvieron a sonar las pisadas, esta vez en el interior hacia el despacho del propietario del establecimiento.
Durante una hora y media, Ling Chow permaneció en su puesto.
Transcurrido este tiempo se levantó y fue a arreglar las cajas de té, algunas de las cuales estaban a punto de caer. Poco a poco se fue acercando a la puerta por donde desapareciera el visitante y escuchó durante unos segundos.
Por un momento pareció que iba a llamar, pero en ese mismo instante sonó un timbre. Wang Foo le llamaba.
Ling Chow golpeó cuatro veces con los nudillos la puerta. Esta se abrió y el chino subió la escalera que conducía al despacho del oriental. El viejo Wang Foo se hallaba ante su escritorio. El visitante estaba de pie junto a él.
—Ya es hora de que se marche —dijo el mongol.
Enseguida llamó a Ling Chow, que se acercó respetuosamente a su jefe y recibió en chino instrucciones respecto a que acompañase al visitante abajo y viese si había alguien en la calle. Ling Chow se retiró a la escalera, esperando que terminasen de hablar.
—El tipo ese debe de tener ya la mercancía, pero por algún motivo no la suelta —decía el visitante.
—Quizás no está dispuesta aún —replicó Wang Foo.
—Pero el golpe ya se dio.
—Ya lo sé.
—Puede que vaya a venderlo a otro sitio.
—No lo creo.
—Es un zorro. Yo no tengo ninguna confianza en él. ¿No tiene nada que pueda comprometerle a usted?
—Nadie tiene nada que pueda comprometerme.
—Es verdad, Wang Foo.
—Por eso te he dejado venir aquí. Si la policía te persiguiese no hubieras podido cruzar las puertas de esta casa.
El hombre se echó a reír.
—No es fácil que la poli me pesque, Wang Foo. Saben que no estoy muy dentro de la Ley, pero nunca me han podido probar nada. Mi restaurante es una buena excusa y cuando la poli se deja caer en él, nunca encuentra nada. Las sospechas que tienen de mí son de que de cuando en cuando ayudo a algún compinche a escapar de sus manos.
—¿Y nunca te piden informes acerca de los que persiguen?
—No se toman ese trabajo. Saben que no soy ningún soplón. Es más, gracias a este sistema de conducta estoy en buenas relaciones con ambos bandos.
El hombre hizo una pausa y luego continuó:
—Ahora, Wang Foo, se me supone fuera de la ciudad. En otros puntos del país tengo restaurantes ambulantes. En Nueva York, aquí cerca, tengo dos. Por lo tanto, cuando estoy aquí, nadie supone que es para trabajar por usted.
—Nunca es malo tomar demasiadas precauciones —advirtió Wang Foo—. Ande con cuidado.
—No se preocupe —replicó, sonriendo, el visitante—. Sólo hablo sin reservas aquí y en casa del viejo.
El chino le miró arqueando interrogadoramente las cejas.
—Con el viejo, en Long Island —explicó el otro—, no se corre ningún peligro, pues le conviene más que a nadie que no se conozca la clase de gente con quien se relaciona. En cuanto a usted, es el chino más honrado que he conocido y no me cabe la menor duda que sus negocios marchan viento en popa, sin preocupaciones.
—No muchas, pero últimamente, he tenido que ir con cuidado.
—¿Por qué?
—Otros chinos tratan de meterse en mis negocios. Me enviaron un falso mensajero. Logré cogerle.
—¿Era chino?
—No, norteamericano.
—Entonces, ¿cómo sabe que había chinos mezclados en el asunto?
—Porque sólo un chino puede estar enterado de lo del mensajero. Además, después de tenerlo en mi poder, lo salvó un chino.
—¡Malo! ¿Cómo pudo meterse aquí un chino?
—Debió seguir al mensajero y ocultarse en algún punto de la casa.
—¿Cómo consiguió dominar al norteamericano?
—Tenía dos hombres ocultos detrás de esas cortinas. En semejantes circunstancias siempre tengo a alguien vigilando.
—Quizás ahora también me están espiando.
Por toda réplica, Wang Foo se levantó, y, acercándose a la pared, descorrió los cortinajes.
—Mira donde quieras, Johnny. En ti tengo confianza.
—Muchas gracias, Wang Foo. Bueno, supongo que no ocurrirá nada más.
—No lo creo. Lo único que me preocupa un poco es la huida de los dos hombres. Me dan mucho más miedo mis compatriotas que la misma policía.
—¿Por qué?
—Porque si la policía viniese aquí y me encontrase con los géneros robados, no tendría más remedio que creer la historia que les contaría. Que los géneros los compré sin saber que procedían de robos. Y como no estoy fichado ni se me conoce ningún delito, lo único que podría pasarme sería pagar una multa y perder las mercancías.
—Creo que tiene usted razón, Wang Foo. Pero ¿y si por casualidad en el momento de la visita de la poli hubiese algún visitante en la casa?
—¡Ah! Ese es el motivo por el cual sólo trafico con gente no sospechosa, como tú, por ejemplo. Si en este momento llegara la policía tú serias mi amigo Johnny, tan inocente como yo y no menos sorprendido al enterarte de que los géneros procedían de un robo.
—Es usted muy listo, Wang Foo.
—El ser listo da más provecho que ser tonto.
—Tiene razón.
—Siempre tengo razón.
El visitante dirigió la vista al suelo y dio un respingo al observar junto a sus pies la larga y grotesca sombra de un cuerpo humano desmesuradamente largo. Dirigió una rápida mirada hacia atrás y vio a Ling Chow que permanecía inmóvil en el umbral de la puerta.
—¡Eh! Oiga —dijo, dirigiéndose a Wang Foo—. No sabía que ese chino estuviera aquí. Habrá escuchado toda nuestra conversación.
Wang Foo sonrió.
—Ling Chow apenas conoce el inglés. Además, es de toda confianza. Aunque hace tiempo que está en los Estados Unidos, es de esos chinos en cuyas cabezas no entran los giros ingleses y con grandes esfuerzos logran aprender decir «Sí», «No», «Un dólar», «Gracias». Está empleado en la tienda con su primo Loo Choy. Como él, es de carácter indolente. Lo limitado de sus cerebros los hace fieles y, además, muy útiles.
El llamado Johnny miró a Ling Chow y luego a su sombra. ¡Cosa curiosa la sombra de un hombre! ¡Aquel pequeño, chino tenía una sombra dos veces mayor que él!
Wang Foo repitió a Ling Chow las instrucciones que le diera antes. El chino bajó a la tienda seguido del visitante, quien permaneció en el almacén mientras Ling Chow salía a investigar la calle. Poco después el oriental regresó indicando con un movimiento de cabeza que no había ningún peligro.
Al salir el visitante, murmuró:
—Ahora a buscar un taxi. Me parece que va a ser difícil encontrarlo a estas horas.
Se dirigió hacia el final de la calle y de pronto, lanzó un silbido al ver un taxi que aparecía en la esquina.
—¿Taxi, señor? —preguntó el chófer.
—¡Ya lo creo! —contestó el llamado Johnny, al mismo tiempo que abría la portezuela del auto y se metía dentro.
El pasajero lanzó un gruñido mientras el taxi se bamboleaba por las mal adoquinadas calles próximas al barrio chino. Indudablemente el conductor no sabía el camino más rápido para dirigirse al lugar que le indicó.
Por fin el vehículo salió a una avenida asfaltada y aumentó la marcha.
Súbitamente el pasajero golpeó los cristales de la ventanilla delantera y dijo:
—¡Eh, chófer! ¡Deténgase un momento!
Y con el dedo señalaba un restaurante ambulante que se veía a poca distancia.
«Será mejor que les haga saber que estoy en Nueva York —murmuró para sí Johnny—. Ahora que ya he arreglado las cosas con Wang Foo, no tengo nada que hacer hasta que vea al viejo de Long Island. Entretanto, podré preparar algo».
Saltando del taxi se volvió hacia el chófer.
—Vamos, muchacho, entremos ahí.
Harry Vincent bajó de mala gana.
—No me gusta perder el tiempo… —empezó.
—No te preocupes. Deja que corra el taxímetro. Soy yo quien paga.
Juntos los dos hombres entraron en el carromato. Dos sujetos sentados ante el mostrador lanzaron un grito unánime al ver a los recién llegados. El cocinero saludó a Johnny con la mano.
—¡Johnny el «Inglés»! —El aludido se echó a reír.
—Me llaman así —dijo—, pero vosotros ya sabéis que no soy inglés.
—Puede que no lo seas —comentó uno de los hombres—, pero no negarás que tu aspecto y parte de tu acento son ingleses.
Johnny el «Inglés» volvióse hacia Harry Vincent y le invitó:
—Siéntate y pide lo que quieras.
El joven pidió una taza de té. Escuchó atentamente la conversación, pero sólo pudo comprender, debido a la jerga que empleaban los reunidos allí, que Johnny el «Inglés» era conocido y apreciado por todos ellos.
Con idioma más comprensible, uno de los presentes preguntó:
—¿Cuándo has llegado, Johnny?
—Esta noche.
—¿Dónde paras?
—En una casa de mala muerte; sólo he venido a pasar unos días.
—¿Inauguras algún otro vagón?
—De momento no, pero pronto inauguraré unos cuantos más.
Mientras hablaban, Vincent terminó su té. Johnny el «Inglés» engulló dos emparedados y una taza de té. Cuando terminó, salió del restaurante seguido de Harry.
Al llegar junto al coche, otro taxi se detuvo ante el restaurante y el chófer bajó del vehículo.
—¡Hola, Johnny! —saludó.
—¡Hola, muchacho!
El chófer recién llegado dirigió una curiosa mirada a Vincent, pero no dijo nada. El joven se sintió un poco molesto. Quizá debiera haber saludado a aquel hombre.
Johnny el «Inglés» observó la mirada del chófer, pero indudablemente se trataba sólo de un conocido, no de un amigo íntimo. Sin detenerse pues a hablar con él subió al taxi, cuya puerta mantenía abierta Vincent.
Al pasar bajo el ferrocarril aéreo, el joven apretó el acelerador. Lo mejor sería dejar a Johnny en su casa antes de que ocurriese algo. Las casi desiertas calles eran una invitación a la velocidad.
Al ir a torcer por una calle, Johnny el «Inglés» golpeó furioso los cristales.
—¿Dónde diablos me llevas? —preguntó irritado—. Este no es el camino más corto. Tuerce por la izquierda. ¿Es que no conoces Nueva York?
—Todo no, señor.
—Más bien parece que no conoces nada.
Harry obedeció la indicación de Johnny, pero al ir a meterse por la calle de la izquierda, oyó el ruido de un choque y unas cuantas maldiciones. Un auto que iba detrás de él se vio obligado a meterse en la acera para no chocar con el taxi.
Inmediatamente el conductor y un policía bajaron del otro auto, que era un coche particular.
—¿Qué estaba usted haciendo? —preguntó el policía.
—Torcía a la izquierda —contestó Vincent.
—¿Y dónde tenía la mano?
—Ya la saqué —contestó Vincent.
El policía se volvió hacia su compañero.
—¿Le vio usted sacar la mano?
—No —contestó el otro—. Me alegra de que me acompañase usted, agente. Así se habrá dado cuenta de la clase de gente que son estos taxistas. No parece sino que la calle esté solamente hecha para ellos. ¿Por qué no le detiene?