Sin embargo, el norteamericano pareció interesarse por la jerigonza que hablaban los dos primos. De cuando en cuando coreaba con una frase inglesa lo que decían los chinos y esperaba alguna frase aprobadora.
Por fin, viendo que no le hacían ningún caso dejó de hablar, limitándose a escuchar, con rostro atontado, la conversación de los dos hombres.
Loo Choy estaba en plan de confidencias. Explicaba a su primo que empezaba a cansarse de su trabajo. Hasta para un chino resulta abrumador pasarse el día entero vigilando unas cajas de té llenas de aire y cubiertas de polvo, puesto que el té seguía en los campos de China.
Además, era insufrible aquel constante temor de que algún comprador entrase a probar la mercancía de Wang Foo. Era necesario encontrar un ayudante y un sustituto.
Pero, claro, Wang Foo pondría algunos inconvenientes. Si Ling Chow, el primo, quisiere ayudarle… Wang Foo le conocía, durante dos años le había tenido a su servicio, pero Ling Chow consiguió algún dinero y se estableció por su cuenta. Quizá algún día, Lee Chow abriría también, como su primo, un taller de lavado y planchado. De momento tenía una sola ambición… tomarse una semana de vacaciones y luego turnarse con su pariente en la tienda.
Él trabajar de día y Ling Chow podría sustituirle durante las horas de la noche en que permanecía abierto el establecimiento. Si el primo quisiese… Wang Foo tenía confianza en él.
Ante aquella proposición el primo de Loo Choy quedóse pensativo a la manera china, que consiste en conservar la misma expresión que cuando se está alegre, luego emitió algunos juicios acerca del trabajo y por fin se marchó, dejando a su pariente sumido en la desesperanza.
Pero los dioses habían decidido mostrarse benévolos con Loo Chow y a la mañana siguiente, con profunda alegría por su parte, vio entrar en la tienda a su honorable primo, Ling Chow.
Había algo distinto en el aspecto del chino, su voz era la misma y su rostro, y todo lo demás: sin embargo, hubierase dicho que no era el mismo chino que visitara la tienda la noche anterior.
Nunca habló mucho y en aquellos momentos solo tenía que decir que estaba dispuesto a hacer el favor que su digno primo le pidiera, por lo cual venía dispuesto a ocupar la plaza de Loo Choy durante una semana.
El empleado, mostrando por primera vez en su vida una leve distensión de los labios, que en China se hubiera tomado como una alegre carcajada, subió a comunicar a Wang Foo la noticia de que su primo le substituiría durante ocho días.
Wang Foo no opuso ningún reparo y durante una semana entera, Ling Chow ocupó el puesto de su primo y al regreso de éste siguió acudiendo a la tienda, pero sólo por las noches, pues el día lo dedicaba a su taller de lavado.
Durante aquellas noches, las sombras en que quedaba envuelta la calle, parecían densificarse con la adición de otras sombras que se acercaban al almacén. Pero nadie se fijó en ellas, Ling Chow seguía asistiendo a la tienda, sosteniendo animadas conversaciones que alguna vez duraron hasta quince segundos con su primo, quien, desde que se veía acompañado se consideraba el ser más feliz del Universo.
Sin embargo, quizás no se hubiera sentido tan feliz si por casualidad se hubiese enterado de que en el taller de Ling Chow, su propietario seguía al frente del negocio sin que desde la visita hecha a su primo hubiera vuelto a poner los pies en la calle.
Pero es muy probable que de haberse hallado ante el difícil dilema de descubrir cuál era su verdadero primo, si el chino que lavaba y planchaba camisas y sábanas, o aquel que le substituía a él durante la noche, habría sido incapaz de resolverlo.
El mismo Wang Foo tampoco hubiese podido sacarle de dudas, pues ambos chinos eran tan parecidos, que es posible que el mismo Ling Chow se hubiera encontrado con dificultades para aclarar el misterio.
La primera semana que Harry Vincent pasó en «Las Armas de Hollmwood» fue muy agradable para él.
En el hotel Metrolite vivió rodeado de lujos, pero solo era uno de tantos huéspedes y su vida allí no tuvo ningún aliciente.
En cambio, en «Las armas de Holmwood» todo fue muy distinto. La posada era el punto de reunión de todos los habitantes del pueblo, gente acomodada e instruida, que recibieron alegremente al recién llegado por ser un hombre simpático y con dinero en abundancia.
El desconocido del puente estuvo muy acertado al escoger a Vincent para aquella misión. El joven era serio, afable y discreto. Habíase entregado a aquel trabajo con toda su buena voluntad.
El hecho de que pudiera obtener cuanto dinero desease no hizo otra cosa que despertar en él el sentido del ahorro. Limitó sus gastos a lo razonable y llevó la cuenta del empleo que daba a las cantidades sacadas del banco.
Esto no se lo ordenó nadie, pero deseaba estar en condiciones de poder responder de sus gastos si alguna vez le era exigido.
El mayor beneficio y alegría que sacaba de todo ello era la emoción que encerraba aquel trabajo. Harry siempre deseó la aventura, pero carecía de iniciativa para buscarla. Por fin la tenia. Pero hablando con franqueza, no deseaba ver repetido el suceso de la casa de Wang Foo.
La Sombra le salvó en aquella ocasión, y estaba seguro de que, si en otro momento se hallaba en peligro, su misterioso jefe volvería a salvarle. A pesar de todo, prefería no ver de nuevo la muerte tan cerca como cuando la afilada cuchilla de la guillotina cayó rozándole los cabellos.
Durante la primera semana que Harry pasó en «Las Armas de Holmwood» no hizo ningún esfuerzo por intimar con los asistentes a las tertulias que se celebraban en el salón de la posada. Prefirió ir ganando lentamente la confianza de los vecinos del lugar y hacerse amigo de todos, sin que los mismos interesados se diesen cuenta de ello.
Realizaba frecuentes paseos en el auto, y, de cuando en cuando, pasaba frente a la casa de Laidlow y por sus alrededores para enterarse bien de la topografía del lugar.
La posada estaba a una media milla del pueblo. Una de las veces que Vincent fue al Banco a hacer efectivo un cheque, encontró al viejo abogado que presenciara la huida del asesino de Laidlow.
Cuando salió del establecimiento, el joven le vio subir a su auto, un enorme sedán, y sentarse al volante. Indudablemente Bingham no tenía chófer y la noche en que el millonario fue asesinado debía ir solo en el auto.
Vincent sonrió al observar el lento avance del coche del abogado. Si Bingham conducía siempre a la misma velocidad, no era de extrañar que se detuviese tan rápidamente la noche del crimen al oír los disparos.
De regreso a la posada, Vincent reflexionó acerca de los éxitos conseguidos durante su estancia en Holmwood. Eran pocos, realmente. Diez días habían casi transcurrido desde que llegó a «Las Armas de Holmwood» y ni siquiera conocía al secretario de Laidlow.
Sabía que Burgess seguía viviendo en casa del millonario. La viuda de éste estaba en la mansión, pero ni ella ni sus hijos aparecían nunca en público. En la tertulia de la posada, Vincent se enteró de que los familiares del asesinado financiero pensaban marchar a la Florida, acompañados de Burgess, quien por sus esfuerzos en detener al asesino ganóse el afecto de la familia de su difunto jefe.
Durante la segunda semana de permanencia en Holmwood, Vincent dedicóse a observar a los huéspedes de la posada. Indudablemente, en el pueblo de Holmwood existía alguna pista del criminal; de lo contrario La Sombra no le hubiera encargado que fuese allí.
En «Las Armas de Holmwood» se hospedaban cinco hombres cuyas ocupaciones no parecían bien definidas. Con todos ellos conversó Harry y, gradualmente, los fue eliminando, hasta que llegó a Elbert Joyce, hombre de unos cuarenta años, muy hablador, enterado de todo y para quien no había cosa mejor que poder explicar sus vastos conocimientos.
Joyce aseguraba ser viajante de comercio. Acababa de dejar un empleo y estaba esperando otro que le habían prometido. Mientras llegaba tomábase unos días de vacaciones. Tenía dinero en abundancia y lo proclamaba a voz en grito diciendo a Harry:
—A mí nunca me han faltado cien dólares. No me preocupo por el dinero. Siempre tengo; además, sé cómo conseguirlo.
Un día, Vincent le encontró descifrando unas palabras cruzadas.
—Creí que eso estaba ya pasado de moda, señor Joyce —dijo.
—¿Qué es lo que usted suponía pasado de moda? —preguntó el viajante.
—Las palabras cruzadas.
—Podrán estarlo para algunos, pero nunca para un cerebro que, como el mío, nunca descansa.
—¿Y no le aburren?
—Alguna vez. Pero tengo por costumbre descifrar unas cuantas al día.
Joyce dedicó otra vez la atención al jeroglífico y, con una asombrosa rapidez, anotó las palabras que faltaban, luego volvió la página y buscó algún otro entretenimiento.
—Eso también lo descifro —dijo, señalando un revoltijo de letras.
—¿Y qué es eso?
—Un criptograma, o sea, substituir unas letras por otras. Vamos, una especie de carta escrita en clave. Una cosa muy antigua, también, pero que vuelve a estar en boga. Poe empleó un criptograma en su cuento «El escarabajo de oro».
Joyce empezó a trabajar descifrando con asombrosa rapidez la complicada clave.
—Va usted muy deprisa —comentó Harry.
—La mayor parte de los criptogramas son sencillísimos —replicó Joyce—. Todo consiste en buscar las vocales; por ellas se saca la clave.
Mientras hablaba seguía trabajando en el difícil pasatiempo. Vincent se dijo que si recibía alguna carta tendría que ir con cuidado de que no cayese en manos de aquel personaje, pues la clave que le entregó el señor Arma no era nada en comparación con las que descifraba el sujeto aquel.
Seguramente no le llevaría más de media hora.
Cuando hubo terminado, Joyce echó a un lado el periódico y bostezó ruidosamente:
—¿Y si fuésemos a dar una vuelta en auto? —propuso Harry.
—¿Adónde?
—Por el campo. Hace un día muy hermoso. Tengo mi auto fuera.
—Bueno, vayamos, Vincent.
El joven condujo el coche en dirección a la casa de Laidlow y, al pasar ante ella, dijo a su compañero:
—Ahí tiene usted un rompecabezas —y señaló el edificio.
—¿Cuál?
—El asesinato de Laidlow —explicó el joven—. Creo, que fue ahí donde se cometió.
—Conque es esa la casa, ¿eh? Ahora recuerdo que leí algo hace tiempo. ¿Qué, cómo va ese asunto?
—Sigue sin resolver.
En aquel momento pasaban frente a otra casa.
—Ahí vive Bingham.
—¿Bingham? ¿Quién es ese Bingham?
—Un abogado que vio al criminal.
Joyce dirigió una indiferente mirada a la casa del viejo letrado.
—Creí que le interesarían estas cosas —observó Harry—. Son problemas reales. Deberían intrigar a un hombre como usted tan aficionado a los rompecabezas y jeroglíficos.
—De cuando en cuando ya leo alguna novela de misterio.
—Pues este es de los mayores.
—Quizás, pero a mí no me interesa. Que se preocupe de ello la policía. Es cosa suya.
Vincent dirigió el auto hacia el Estuario de Long Island que Joyce comparó a los grandes lagos de Suiza; luego aprovechó aquello para hablar de sus viajes a Detroit, al lago Michigan, del invierno que pasó en Cuba y de otras cosas que Harry apenas escuchó.
Era asombroso, pensaba el joven, que un hombre que de cualquier cosa hacia motivo de conversación hubiese casi rehuido la del asesinato de Laidlow que tanto se prestaba a ello. Su indiferencia por aquel asunto le escamó. No, aquélla no estaba de acuerdo con el carácter del viajante.
Además, la aparente ignorancia de Joyce respecto a un crimen que tanto revuelo causó en el pueblo era, seguramente, fingida. ¡Acaso tuviese algo que ver con el suceso! ¡Quizá fuera el mismo ladrón!
Pero pronto desechó el joven tales suposiciones. No era lógico que el criminal permaneciese tanto tiempo en un lugar donde corría a cada momento el peligro de ser descubierto por alguno de los testigos. Por otra parte, Joyce llegó a «Las Armas de Holmwood» algunos días más tarde que él.
Indudablemente, Joyce no corría ningún peligro en Holmwood, pero ¿por qué estaba allí?
Sumido en estas preocupaciones, Vincent regresó a la posada sin despegar los labios. Al sentarse a cenar, Joyce notó el prolongado silencio de su compañero, pero como había otros comensales en la misma mesa, no se preocupó más y se puso a hablar animadamente con ellos.
Cuando salieron del comedor, Joyce y Vincent, después de encender unos puros, se dirigieron al salón. El viajante cogió enseguida un periódico y buscó la página de pasatiempos, donde estaban sus famosas palabras cruzadas. Al cabo de un rato exclamó, disgustado:
—¡Malditos redactores! No saben hacer un jeroglífico decente. En cuanto se les echa la vista encima ya están resueltos. —Y con un gesto de aburrimiento echó a un lado el periódico.
Vincent se abismó en la lectura de una revista y viendo Joyce que su compañero no le prestaba ninguna atención, se dirigió a una mesa de juego, llamó a un camarero para que le trajera una baraja y se puso a hacer solitarios.
Harry siguió leyendo, aunque su pensamiento no estaba ni mucho menos en las páginas impresas que tenía ante los ojos. Reflexionaba en el comportamiento de Joyce. ¿A qué se debía aquel súbito desinterés por las palabras cruzadas? ¿Querría acaso calmar las sospechas que pudieran haber nacido en la mente de Vincent? No pudiendo contestarse a estas preguntas, el joven salió a la galería de la posada. Era una de esas cálidas y hermosas noches del veranillo de San Martín, Harry permaneció un rato en la galería, hablando con algunos huéspedes que salieron también a disfrutar de la benignidad de la noche.
Cuando regresó al salón, vio que tres hombres se habían unido a Joyce, con quien estaban enfrascados en una partida de póquer. Invitaron a Vincent a que se sentase con ellos, pero el joven declinó la invitación y fue a sentarse en el mismo sillón que antes ocupara para acabar de leer la revista.
—Tres para mí —le oyó pedir a Joyce.
Vincent miró al viajante. Este era mano y pedía cartas. Con profundo asombro, el joven le vio tirar el as de trébol y el de corazón y el comodín, quedándose con un par de cartas bajas.
La curiosidad de Harry se despertó. ¿Qué manera de jugar era aquella?
¡Tirar tres triunfos para quedarse con dos cartas insignificantes!